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Generación con alcuza

Para los españoles de mi, con perdón por el empleo de tan desacreditado término, generación (o sea los que nacimos al filo de la guerra civil, un poco antes o un poco después), la búsqueda y captura de elementos innovadores (en la política cuando ésta iniciaba algún guiño aperturista, en las pautas de comportamiento social, pero sobre todo en la cultura) era una constante. Se nos podría haber definido, al hilo del verso damasiano, como la generación de la alcuza. Efectivamente, íbamos como locos por el proceloso mar social y político de aquel entonces, con un candil en la mano buscando el hallazgo progresista, dentro de lo que cabía, que justificase nuestra fe en la aurora democrática por la que luchábamos. Auscultábamos las novelas, películas, piezas teatrales, canciones protesta que habían conseguido pasar la barrera de la censura, al tiempo que nos negábamos a aceptar la capacidad del régimen para adaptarse a las evidentes transformaciones sociales que España estaba experimentando con cierta celeridad. Se nos escapó, entonces, un fenómeno de indudable trascendencia, y con importantes consecuencias para el futuro, mientras aguantábamos impávidos oleadas de mala literatura (parte de la buena no era considerada todo lo progre que era. de desear) y otras berzas que, eso sí, comparativamente consideradas suponían, o eso creíamos, un avance o un testimonio inconformista frente a la monotonía letal y represiva del sistema. Nada de aquello fue, sin embargo, inútil. Pero, enredados en los hallazgos parciales, algunos insignificantes, no fuimos capaces de analizar el discurso fundamental que teníamos delante: la sociedad española evolucionaba, de abajo arriba, hacia fórmulas de mayor modernidad que tarde o temprano, necesariamente, cristalizarian adecuando las estructuras sociales a las políticas. Es decir, a la democracia.Los tiempos han cambiado. El partido ahora en el poder, el PSOE, accede a él con un mensaje electoral no tanto socialista como de modernidad. De mejor, más racional y menos injusta administración. No es, sabiendo de dónde venimos, ninguna bagatela, y así lo entendieron más de 10 millones de votantes. Se comprende, no obstante, la decepción de una parte de la izquierda, que a juzgar por las urnas no es precisamente numerosa, que entiende que modernizar un país no es exactamente transformarlo. Pero todo el mundo sabe que alejadas, preteridas, pospuestas u olvidadas las grandes causas (salvo la de la libertad que sí está presente y en la cual, a pesar de los pesares, se ha avanzado considerablemente), no le viene mal a esta sociedad un proceso de cambio, entre medido y controlado (por la política y, ¡ay', la economía) como el que estamos viviendo. Se entiende perfectamente que el paso firme puede ser más seguro que la carrerilla apresurada, que conlleva pararse de cuando en cuando para tomar aliento. El problema está en compaginar ese ritmo, irreprochable desde la obligada óptica de la realpolitik, con un horizonte más utópico donde no todo sea modernización, sino también progreso efectivo, innovación e incluso cambio real. O sea, socialismo. Un socialismo que, ya lo sabemos, en estos momentos no tiene modelo y que se debate, como toda la izquierda europea, en la duda metódica de cómo se corporiza en una sociedad desarrollada (aunque la nuestra no lo sea tanto) en este último quinto del siglo XX. Pero sí el modelo es dudoso o está por definir, no lo es tanto una serie de objetivos que a largo plazo nunca podrán perderse de vista. Objetivos educativos, de igualdad, de democratización cultural, de desarme, etcétera. Se trata, entonces, de saber si se está trabajando en esa dirección o todo queda, como a veces parece, en el abordaje de ciertos problemas que, aun no siendo en absoluto desdeñables, no permiten, sin embargo, hacerse idea del diseño en que se tiene la vista puesta. Más significativo sería, por ejemplo, saber cuál es el futuro presupuestario que espera a la escuela pública y cuál es la ley de centros docentes que se prepara. Por no hablar de otros temas más peliagudos, esperemos que sólo coyunturalmente, como es lo que parece reflejar un decidido alineamiento con la política armamentista del señor Reagan.

Probablemente, y quizá como consecuencia de pertenecer a aquella generación de la alcuza, algunos examinamos con excesiva atención los pequeños logros modernizadores: incompatibilidades, despenalización limitada del aborto, horario de funcionarios, saneamiento y lucha contra la corrupción, gestos culturales (exposiciones, visitas a los maestros, etcétera), austeridad pública y otra serie de cosas que, honesta y sinceramente hablando, resultan estimables y que es de ley apreciar por lo que tienen de avance respecto a la situación anterior. Lo preocupante es que todo se quede ahí y no sepamos si se está trabajando en la edificación de pilares que permitan concebir esperanzas de utopía. Para lo cual resulta imprescindible que, poco a poco, se vayan introduciendo nuevos valores. Y ahí el optimismo, ojalá me equivoque, no parece excesivamente justificado. Un atento examen de algunas, no todas, dé las cosas que se están haciendo (en el talante con que se hacen, en las personas que lo ejecutan, en sus comportamientos públicos) parecen mejor hechas. Pero sin que dejen de ser las mismas. Alguien debería examinar, y aun a riesgode terminar hablando siempre de lo mismo, si los valores que sustentan la nueva programación de Televisión Española son realmente distintos a los anteriores. 0 si se están estudiando nuevos planes de enseñanza que hagan del españolito del mañana una persona más libre. O si los presupuestos que se van a dedicar a la cultura, a la educación y a la defensa responden, de verdad, a un nuevo concepto del gasto público. Se trataría, en definitiva, de saber si por encima y por debajo de los objetivos puntuales, como se dice ahora, que hay que resolver, existe un horizonte 2000, al margen de coyunturas electorales. Desde presupuestos ideológicos y económicos diferentes a la moral imperante. Es grave, a mi modesto entender, que hayamos tenido que resucitar la alcuza para ver lo pequeño y olvidemos la dirección del viento que empuja la rigurosa necesidad de construir, después de la modernización, una sociedad distinta.

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