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Ante la ratificación del convenio hispano-norteamericano de 1982

Está a punto de producirse la ratificación del Convenio de Amistad, Defensa y Cooperación entre España y Estados Unidos, firmado el pasado 2 de julio de 1982 y complementado por el protocolo adicional del 24 de febrero de 1983. Para un historiador -dice el autor-, es este momento el de la confluencia de dos procesos: uno está ligado a la. larga experiencia -de casi 30 años- de relaciones defensivas formalizadas entre los dos países, y aún no suficientemente explorado en la documentación interna española por problemas que deberían solucionarse de inmediato; el segundo tiene su origen en el enriquecimiento del panorama político y diplomático español con la victoria, en las últimas elecciones generales, del partido socialista.

La historia de las relaciones de defensa entre España y Estados Unidos desde 1953 está aún por escribir con apelación a la imprescindible base documental interna española. Cuando, tras largas gestiones, entre 1979 y 1980 se me indicó que no habría inconveniente en facilitarme el acceso a los correspondientes archivos militares españoles, creí que por fin disminuirían los obstáculos que habían impedido realizar un análisis crítico -y, sin embargo, urgente- de tales relaciones. Pero poco antes del 23-F la respuesta final fue contundente y desoladora: se me antojaba ver documentación secreta que afectaba a la defensa. Lamentaban darme un njet. (Es de esperar que la anunciada ley de Archivos, en desarrollo del artículo 105 b) de la Constitución, a la que ha aludido en varias ocasiones el Ministerio de Cultura, permita situar pronto sobre bases menos esquizofrénicas la interacción entre los contemporaneístas y los fondos de nuestra contemporaneidad.)

Erosiones de soberanía en los acuerdos de 1.953

Lo que está más claro son las relaciones políticas y diplomáticas. La generosa apertura de los archivos del palacio de Santa Cruz, que el actual ministro de Asuntos Exteriores está decidido a impulsar, va permitiendo reconstruir las grandes líneas de su evolución histórica.

Y éstas se encuentran marcadas, en mi opinión, por la necesidad de luchar y contrarrestar, en mayor o menor medida, las considerables erosiones de soberanía aceptadas en 1953 por el general Franco en los acuerdos secretos de aquel año y posteriores, que ubicaron la relación defensiva hispano-norteamericana en coordenadas sin paralelo en nuestra historia contemporánea, y, me atrevería a decir, en la de la Europa occidental.

Desde entonces la experiencia de la diplomacia española es una agregación de esfuerzos -a veces bien orientados, a veces saboteados desde el propio poder- por salir del atolladero. El convenio de agosto de 1970, el tratado de enero de 1976 y el convenio último de julio de 1982, de próxima ratificación, se inscriben en esta línea y registran para cada ocasión avances no despreciables. En la última, son importantes los alcanzados en materia de modernización del status de las fuerzas norteamericanas en España y en lo que se refiere al control de las instalaciones de apoyo de la colaboración defensiva bilateral. En realidad, mirado por este prisma, el convenio de 1982 es el mejor de todos los concluidos entre los dos países.

Sobre la ratificación incide también ahora la valoración socialista. En palabras que merecen constante meditación, Fernando Morán ha señalado que la contribución de la política exterior al afianzamiento de la España democrática es doble: por un lado, debe favorecer el desarrollo de la cultura democrática, y por otro, ha de contrarrestar las posibles tendencias a la desestabilización que pudieran encontrar origen en el contexto internacional de España.

Defensa occidental

En esta perspectiva, la ratificación del convenio -rebajado de categoría frente al Tratado de 1976- ilustra la voluntad socialista de continuar aportando un granito de arena a la defensa común occidental, constituye una prueba inequívoca del respeto del nuevo Gobierno a los compromisos internacionales contraídos por España, asegura una continuada relación defensiva bilateral que ha servido (sobre todo en los últimos años) para que nuestras Fuerzas Armadas se asomen a la modernidad tecnológica y sigan alejándose de la indigencia en la que, con gusto, las mantenía el franquismo (degradándolas a un papel de última ratio del sistema, dirigidas contra el enemigo interior), y da un mentís a las tesis de cierta derecha (que no dudó en aceptar una condición de "Estado cipayo", en afortunada expresión de un ilustre historiador militar español) que imputa al Gobierno la intención de aguar el inequívoco alineamiento occidental de España.

Los historiadores del futuro, con acceso a los archivos españoles y norteamericanos del presente, determinarán, quizá, si el convenio de 1982 es el mejor de los potencialmente posibles. Se firmó tras un giro copernicano en la estrategia internacional española (la adhesión al Tratado del Atlántico Norte) que nunca fue bien explicado al pueblo español, que se hizo apresuradamente y a destiempo y sin, me temo, ideas muy claras de lo que de tal giro podría y debería extraerse.

Tal vez en el convencimiento de que en dicho giro no se tuvieran en cuenta suficientemente todos los intereses nacionales españoles, hay razones para justificar un compás de espera que, por lo pronto, se ha materializado en la desvinculación de la estrecha relación entre el convenio y un status español dentro de la OTAN, situación escasamente cualificada y que el texto del 2 de julio de 1982 no problematizaba. Tras detenerse la que parecía imparable y acrítica entrada en la estructura militar de la Alianza, el protocolo asegura que dicho compás de espera deje un margen a la meditación, sin efectos desfavorables sobre la defensa occidental. En consecuencia, en la relación bilateral hispano-norteamericana y en la propia política exterior española adquiere una importancia considerable el documento diplomático del pasado mes de febrero, que ha abierto la vía a la ratificación.

No añadir inseguridad

En un año en el que, por desgracia, la escena internacional, y en particular el conflicto Este-Oeste, parece más encrespada que en los últimos tiempos, no debe una política exterior de Estado añadir nuevos factores de inseguridad o de incertidumbre a los que de dicho contexto ya se derivan. Pero, en mi opinión, tampoco puede:

a) Renunciar a una defensa cerrada de lo que en el proceso democrático interno se redefina, como intereses nacionales.

b) Echar por la borda el compromiso adquirido ante la opinión pública y los votantes del 28 de octubre que expresaron su opción por la oferta política socialista.

c) Mantener el automatismo de respuestas (versión actualizada y algo más sofisticada del cipayismo franquista) que pareció condicionar el curso de la política exterior del último Gobierno de UCD.

d) Dejar de valorizar la posición internacional de España, en la medida en que lo permita el contexto internacional, y que en ello se cuente con el necesario apoyo interno.

Una diferencia esencial entre el régimen franquista y el sistema democrático, robustecido tras el 280, me parece ser la siguiente: el general Franco se agarraba desesperadamente a la relación bilateral con Estados Unidos porque era uno de los pocos elementos que le permitían demostrar su retórica del partnership con el mundo occidental, que, sin embargo, le rechazaba en dimensiones más profundas. La anécdota que narra José María de Areilza de que, según un presidente del Gobierno ya olvidado, en un momento determinado Franco señaló a sus negociadores que fueran a Washington, que negociasen lo que pudieran y que si no obtenían satisfacción en lo que querían, que firmasen lo que se les pusiera por delante, pues el acuerdo con Estados Unidos "lo necesitamos", puede sin dificultad alguna elevarse al nivel de categoría, para ejemplificar el tono de la gran política exterior de la dictadura. No necesita de tal tipo de apoyos el sistema democrático, y mucho menos un Gobierno que cuenta con el respaldo mayoritario del electorado.

Quizá con el convenio de julio de 1982 y el protocolo adicional de febrero de 1983 la relación bilateral defensiva entre Estados Unidos y España deje de estar lastrada por las impotencias y las inseguridades generadas en una larga tradición, todavía no del todo superada, de automatismo bobalicón en el alineamiento de los intereses españoles, que afecta de manera decisiva la política de seguridad tal como suele entenderse en estos pagos.

Ciertamente, no cabe dejar de reconocer que han sido muchos, socialistas y no socialistas, los que a ello habrán contribuido.

es catedrático de universidad y asesor ejecutivo del ministro de Asuntos Exteriores.

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