El latifundio del poder
Antes, incluso, de que se diera el disparo de salida para la actual campaña electoral, parece que casi la mitad de los madrileños habían decidido ya dar el voto en las próximas elecciones a quien ha sido su alcalde durante los últimos cuatro años. Mientras tanto, en la capital de España se perfila de nuevo un desconcierto generalizado entre los electores de derecha, arrasados en su extremo por Alianza Popular, diluidos y vapuleados por el centrismo residual, y huérfanos, por primera vez en la historia de la nueva democracia española, de las siglas de UCD en las papeletas.La saciedad ya no es una expresión útil, de tan manida, para explicar hasta qué punto es sabido que en unas elecciones municipales juega tanto la adscripción ideológica del votante como su juicio inmediato sobre la gestión de los ediles salientes. Naturalmente, ese juicio no está limpio de otras adherencias y, sea cual sea la intención de los que acuden a las urnas, el resultado de éstas influirá en los comportamientos políticos del poder. La historia está llena de ejemplos que nos hablan de lo dificil que es reducir la vida política a unidades estancas y de la influencia decisiva que con frecuencia tiene la denominada política local en los destinos del Estado. Zalamea y Móstoles son nombres incrustados en nuestra literatura y nuestra epopeya precisamente por sus corregidores, y Pablo Iglesias, fundador del partido hoy gobernante, predicó la revolución desde su silla de concejal en el Ayuntamiento de Madrid.
Desde el estricto punto de vista de la gestión, creo no equivocarme si digo que, en un buen número de las grandes ciudades que han tenido en los últimos años ayuntamiento de izquierdas la satisfacción de los ciudadanos es casi evidente. Ignoro si se han hecho estudios sobre la influencia que en las últimas elecciones legislativas pudo haber tenido a favor del PSOE el hecho de que varios de los alcaldes socialistas -Serra en Barcelona y Tierno en Madrid, de manera notable- hubieran combinado a un tiempo su eficacia en el mandato con una capacidad de liderazgo que r9basaba, y rebasa, con mucho los límites sociales e ideológicos de su partido.
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El latifundio del poder
Viene de la primera páginaEs ridículo reducir estas cosas a un veredicto totalizador y simplista, pero a mí me parece que la gente piensa que los ayuntamientos de izquierda lo han hecho bien por lo general, y en cualquier caso, mejor que los anteriores, regidos no pocas veces por actuales diputados de la oposición. La gestión municipal resultó ser el banco de pruebas de la capacidad política de las nuevas generaciones y de los líderes que hoy gobiernan el Estado. No digo que no haya habido alcaldes socialistas o comunistas que no merezcan un suspenso en el examen de mayo, pero pienso que son una minoría, y que este juicio es compartido por numerosos votantes del centro, y aun de la derecha, en las legislativas. El PSOE comienza la carrera electoral con esos avales.
La inmediata reflexión es que si se suma una valoración positiva de los equipos municipales salientes a eso que podríamos denominar como "la gran ola del cambio", el partido del Gobierno puede arrasar una vez más en los próximos comicios. Todo ello dibuja un futuro inmediato con un poder socialista casi oceánico, apenas limitado por los partidos nacionalistas en Cataluña y el País Vasco, frente a una derecha desconcertada y quizá furiosa. La prepotencia de algunos actuales ministros y otras autoridades, y la eventual extensión y reforzamiento de su poder con una nueva victoria indiscutible en las próximas élecciones locales y regionales, ha comenzado a generar comentarios en torno a un supuesto proyecto de metamorfosis del PSOE en un PRI (Partido de la Revolución Institucional, de México) a la española. Una especie de omnipotente monstruo político y administrativo, que los más sarcásticos amigos de los socialistas, y los más ignorantes de sus enemigos, llegan a comparar con un movimiento nacional de izquierdas. Para nada creo que eso esté en la mente de Felipe González, ni en el diseño de la estrategia de su partido. Supongo que, en todo caso, lo que apetece a los socialistas es lo que se conoce con el nombre de modelo sueco: una izquierda poderosa y unida, hegemonizada claramente por la socialdemocracia, frente a la división de los partidos burgueses, pudo gobernar aquel país durante cuarenta años y garantizar una estabilidad política envidiable. Todo ello sin que el piélago de influencias del poder abrumara o desbordara los derechos de las minorías y las libertades de los ciudadanos. Naturalmente que en muchas cosas nos parecemos más a los mexicanos que a los suecos, pero no es menos verdad que algunos puntos en común tenemos con éstos. El nuestro, al fin y al cabo, es un país europeo, con comportamientos europeos en su electorado.
Todo ello no obvia una cierta sensación de incomodidad ante lo extenso e intenso que puede llegar a ser el dominio socialista de la política española. No hay alternativa visible, ni fácilmente construible, capaz de hacerle sombra, y eso de que tenemos un régimen de bipartidismo imperfecto es una mentira piadosa o cínica que Fraga cuenta todos los días a sus seguidores para consolarles del aplastante hecho de que los socialistas les doblan -hoy por hoy- en votos y en escaños. Éstos, a su vez, parecen preocupados de que el volumen de intención de voto y las claras perspectivas de victoria que los sondeos les atribuyen sirvan para fomentar una abstención que les perjudicaría, o para desviar un sector de su electorado a otras formaciones a la izquierda o a la derecha de la suya. La concentración de poder, aun sobre la legitimidad del voto popular, es siempre algo perturbador para la democracia, que es un régimen que se caracteriza felizmente por la difusión de los poderes. Pero no hay regla sin excepción. Es muy posible que los españoles sientan la necesidad de garantizar un apoyo masivo al Gobierno mientras la derecha no aprenda a organizarse democráticamente y su alternativa teórica esté trufada de nostalgias. Quizá los ciudadanos, obligados, por el momento, a elegir entre dos males, decidan alejar de su horizonte vital el peor de ellos con mucho. Y entre el peligro de un Gobierno democrático demasiado poderoso, que puede incurrir en abusos, y el de otro demasiado débil, que puede ser zarandeado por la involución, como lo fue la UCD, elijan de corrido el primero. Sea como sea, la reconstrucción de la derecha como alternativa genuinamente democrática es una tarea que exige tiempo, toda vez que su destrucción ha resultado el pago de la deuda histórica que contrajo con este país por cuarenta años de opresión de sus libertades. Y es algo que corresponde hacer prioritariamente a la propia derecha, y no al poder socialista.
Ese latifundio de poder sobre el que parece podrá enseñorearse el PSOE a partir del 9 de mayo recibirá, además, el refuerzo de una tercera burocracia, sin arraigo histórico ni identidad política en muchos casos, que es la de las autonomías. Si los pronósticos, que en la política resultan más inciertos aún que sobre el tiempo, se confirman Felipe González podrá en adelante, sin grandes problemas, construir su proyecto histórico sobre los tres vértices de acción que configuran el Estado: el poder central, el municipal y el autonómico. En este último, las particularidades del nacionalismo vasco y catalán se alzan paradójicamente como excepciones mas preocupantes para la unión de la derecha que para el propio Gobierno socialista. De esta forma, si el presidente sabe escapar de las tendencias al mesianismo a que su signo del zodíaco y su círculo de aduladores suelen incitarle, no tendría, aparentemente, más obstáculos objetivos delante suyo que la crispación de la derecha y la verdad testaruda de la crisis económica. Riesgos indubitables, pero no insalvables, para esa promesa permanente de cambio, que no puede por lo mismo convertirse en algo así como una finca ideológica del partido en el poder.
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