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Daguerrotipos municipales

Tierno Galván, intelectual con bastón

Manuel Vicent

Tiene el cuello blando, como de ciego, la mano abacial apta para la bendición casi apostólica, se mueve con un aire de galápago anfibio bajo la chaqueta cruzada gris perla y da la sensación de que está a punto siempre de tropezar con algo. Hace cuatro años, cuando Enrique Tierno fue elegido alcalde, muchos madrileños se aprestaron a llenar rápidamente las bañeras. Nadie podía prever que un filósofo con ademanes de padre prefecto y cinco dioptrías en cada ojo fuera capaz de gobernar un poblado del Oeste, donde campaban a sus anchas los cuatreros del cemento y otros buscadores de oro. Fue una sorpresa: Tierno mandaba, y a pesar de eso los grifos seguían funcionando.Los madrileños estaban acostumbrados a otra cosa. El conde de Mayalde había impuesto su talante de señorito ganadero a aquel lejano Madrid de estraperlistas con clavel en el ojal, de pordioseros todavía galdosianos y de flamencos jaleados por Ava Gardner. Después, Arias Navarro había despanzurrado impunemente la ciudad con sonrisa de chispero. García Lomas se paseaba por la escombrera de rascacielos con un puro humeándole la cabeza plateada, dentro de la diligencia forrada de ante, con pinta de sheriff del condado. Juan de Ares pacochaga había instalado el trasero en la poltrona para dirigir el Ayuntamiento como si se tratara de una fábrica de hormigón. Aquellos alcaldes tenían algo en común: durante el año se dedicaban a poner este campamento en manos de los especuladores, pero en primavera plantaban tulipanes en Recoletos y por la Navidad adornaban con bombillas unos socavones que llegaban al infierno. El madroño había sido talado y el oso llevaba un nueve largo colgado de la cadera. En esto saltó el muelle de la urna y Tierno Galván, convertido en hombre-obús, describió una parábola por el cielo de la villa hasta aterrizar de cabeza en el sillón municipal.

-¿Y ahora qué hacemos?

-De momento hay que llenar la bañera.

Un profesor con diseño sabio

Enrique Tierno Galván comenzó a caer simpático aquel día en que se asomó con una risita de conejo a la pechuga de Susana Estrada. Fue su presentación en sociedad y la gente supo enseguida que este profesor con diseño de sabio despistado podía orientarse solo hacia la verdad de la vida. Desde entonces, su imagen pública se ha ido labrando en una mezcla de mansedumbre por fuera y de orgullo por dentro, entre el miedo y la audacia. Ahora este hombre inaugura líneas de autobús con citas de Platón, cuando habla a la multitud parece que bendice una mesa, envuelve con retórica cualquier problema de alcantarillado, baila la conga con una negra, preside procesiones con un collarón de esmaltes, adorna las multas con literatura de Argensola, se dirige al Papa en un latín de Tito Livio y traza carriles ecológicos para bicicletas. Tal vez Enrique Tierno había alimentado la secreta aspiración de llegar un día a ser el presidente de la tercera República, pero hasta la fecha su gran éxito ha sido que todos los grifos de Madrid funcionen. Detrás de esto hay una larga historia.

El nacimiento de Tierno Galván en tierras de Soria no vino acompañado por ningún signo en el cielo. No apareció una estrella nueva, no brilló un rabo de cometa, no se conmovieron las entrañas del secano de Castilla ni se rasgó ningún velo del templo en el pueblo de Almazán. Tampoco hubo una vieja sibila que echara un augurio sobre el niño en una solana románica. Antiguamente, los santos en su infancia dejaban de mamar los viernes, esto es, daban señales de santidad como los erales en la dehesa dan pruebas de bravura. Enrique Tierno sólo fue un chico ensimismado, producto de una clase media rural, y los padres lo trajeron a Madrid en los primeros años, sin un milagro en su haber, sin más historia. En su expediente de aquel tiempo no consta una sola gracieta infantil, ninguna sentencia redonda que alertara a los vecinos. Ni siquiera tiene una medalla de natación. Estudió un bachillerato laico, perdió muy pronto la fe sin hacer gimnasia y mientras sus compañeros jugaban a la taba en un descampado de Cuatro Caminos, él leía a Hegel en el pupitre 204 de la Biblioteca Nacional y notaba que su cabeza comenzaba a vencerse hacia el lado izquierdo con la densidad de las ideas.

Luego puede uno imaginarse a Tierno Galván vestido de soldado durante la guerra, con la borlita del gorro miliciano bailándole en una frente llena de conceptos abstractos. En los anales de la resistencia no aparece ningún acto heroico, lance de escopeta o mención, en el estadillo a nombre de este personaje. En el frente de Madrid hizo de enlace o de recadero. Iba con papeles de acá para allá bajo la lluvia de hierros, con la sagrada convicción de que el tambor también es tropa. El mando le decía:

-Vete al hotel Savoy a echar una ojeada.

-Sí, jefe.

-La Brigada Internacional esta tarde da allí un guateque.

-Sí, jefe.

-Tú te haces el tonto. Y después me lo cuentas.

-A sus órdenes.

En aquella fiesta del Savoy, silbando en un rincón con un vaso de tinto en la mano, el guripa Tierno Galván conoció a Hemingway, a John Dos Passos y a otros legendarios periodistas rubios, equipados con arreos de safari antifascista, que le pegaban a la frasca como condenados. El romanticismo literario con olor a pólvora se apoderó de él, aunque nuestro guerrero en esa época no leyó un libro, no disparó un tiro ni escribió un ensayo. Se limitó a acompañar a algún extranjero con rifle de caza hasta las fortificaciones de Carabanchel, a indicarle hacia dónde tenía que tirar. Subía con el invitado a una terraza y señalaba el horizonte con el índice.

-Mire usted, caballero. Los moros están allí.

-De acuerdo.

-Cuando guste ya puede apretar el gatillo. Pero no pierda el sosiego.

-Okey.

Al final, Tierno Galván contempló el paso del ejército de Franco desde una acera de Madrid, con las manos en los bolsillos, y a continuación disolvió su existencia en una ciudad aterrorizada de saludos militares, perolas de lentejas y salvoconductos para cruzar la calle, hasta que en un control un oficial le husmeó la cartilla, lo miró de arriba abajo y le mandó a un campo de concentración, aunque por poco tiempo. En aquellos tiempos de amor y gasógeno, Enrique Tierno era un joven circunspecto, de ademanes pandos, instalado en el circuito de la Universidad, con un perfume de polilla de incunable en las solapas; y mientras otros intelectuales se cuadraban ante los luceros, él tenía dos objetivos inmediatos en la vida: enseñar y casarse con Encarna. Sin perder el aire de mosquita muerta consiguió ambas cosas. En la ceremonia del altar, Encarna se presentó a la hora exacta; en la trinca de la oposición a la cátedra de Derecho Político se presentó Fraga, también a la hora justa, buscando lo mismo. Al terminar los ejercicios, el tribunal le dijo a Tierno:

-Pollo, lo ha hecho usted muy bien.

-Gracias.

-Pero tendrá que conformarse con el número dos.

-¿Por qué?

-Si no es así, a este chico le va a dar algo.

Fraga sacó el número uno como hay ley de gravedad, y Enrique Tierno fue destinado a la facultad de Derecho en Murcia. Comenzó un período de lentos, largos viajes en tren, de noche, entre bocadillos de chorizo con carbonilla y lecturas en vagón de segunda contando postes de teléfono en el paisaje de La Mancha, cada semana, en dirección a la huerta del Segura, donde sin saber por qué un buen día cayó por allí el filósofo Carl Schmidt a dar una conferencia, Tierno le ofreció su amistad y entre ellos cambiaron algunas ideas en medio de un sano olor a pimentón de posguerra.

En la desolación lunar de los años 50, con toda la cultura metódicamente devastada, Tierno Galván era un marxista de biblioteca, un profesor sin correajes, con un pasado puro e insomne, y por eso mismo sospechoso, aunque él siempre cogía las citas de Lenin con papel de fumar. Se vio enseguida que este hombre no llevaba buen rumbo: los dueños de la garrafa patriótica sabían que el, profesor a veces se iba de la lengua y escandalizaba a los alumnos con ciertas ironías bermejas. A causa de esto tuvo alguna desgracia en la huerta, pero el nombre de Tierno Galván comenzó a sonar cuando fue trasladado a la cátedra de Salamanca. Una nueva generación estaba madurando y entonces la contraseña se llamaba Europa. A la tercera vez que uno escribía esa palabra, los vigías levantaban la oreja.

-¿Qué ha dicho usted?

-Europa.

-¿Cuál de ellas?

-La de Carlomagno.

-Ah, bueno. Siga usted.

Estaba claro que aquel catedrático no era adicto al régimen. A simple vista parecía un liberal, e incluso para algunos expertos en egiptología política podía pasar por socialista. Tierno Galván encontró el punto preciso donde se sintetizaban las ideas críticas, pero difusas, contra la dictadura de Franco. En el corral universitario se levantó de pronto en los años 60 un torbellino de protestas, pedradas, cargas de la caballería, manifiestos, asambleas, sentadas, panfletos, guitarras y botes de humo. Tierno Galván venía de una larga travesía solitaria por el desierto. Había conspirado desde el primer momento sin salirse demasiado del pentagrama, pero un día el fragor de la batalle le pilló en la mitad y tuvo que ponerse al frente de una manifestación de estudiantes, con el paraguas abierto bajo la lluvia, y parlamentar junto al terraplén con teniente pretoriano, haciéndose el sabio distraído.

-Le digo a usted, señor guardia, que son buenos chicos.

-Lárguese, intelectual.

-Es menester que...

-No me tiente.

Sofisma con tonalidades de plática

Tierno Galván fue expulsado de la Universidad y ese asunto está grabado en la nostalgia de aquella lucha por la libertad. Durante ese tiempo el profesor se hallaba en el cruce de caminos por donde pasaban los hilos de la oposición moderada. Ejercía un magisterio suave, algo abstracto pero tenaz, de forma medrosa, paternal, entre los grupos que iban y venían con folletos para la firma en la planta noble de la alcantarilla, y entonces él y algunos amigos eran el socialismo del interior. La Internacional Socialista le mandaba un dinero de bolsillo para que funcionara una multicopista en aquel famoso piso de la calle del Marqués de Cubas donde el profesor se entretenía lanzando sofismas con tonalidades de plática, y allí se dejaban ver todas las cabezas de ratón de las distintas fracciones democráticas. Enrique Tierno conocía a don Juan, era amigo de los cristianos, cenaba con los liberales, se carteaba con exiliados, iba de cena en cena impartiendo doctrina en la penumbra, y así había logrado alcanzar un punto intermedio de referencia en la conspiración, mientras en Sevilla, sin que él se enterara, estaban creciendo unos cachorros con una ambición desmedida, aunque más certera. Con su perfil de abad exclaustrado pudo haber sido presidente de la tercera República si las cosas hubieran rodado a su favor. Pero aquellos jóvenes socialistas de Sevilla le hicieron la cama. Primero dieron un golpe de mano en el congreso de Toulouse. Luego lo repitieron en Suresnes, y a partir de ese instante Willy Brandt le cortó el suministro. Tierno se quedó con las ideas y Felipe González con la tarta.

Le faltaron reflejos. No estaba dotado para las zancadillas de pasillo. Cuando en los aledaños de la agonía de Franco la política se volvió más concreta y el poder al alcance de la mano sustituyó a los principios generales, y las dentelladas en la yugular menudeaban en el subterráneo de la oposición, Tierno Galván se convirtió en una especie de padre malherido, justamente resentido por las circunstancias. Su partido era sólo testimonial.

-Estos jovencitos. No los conoce usted bien.

-¿Qué jovencitos, profesor?

-Ya me entiende. Si yo le contara.

Después de los avatares de costumbre, Tierno Galván se entregó a Felipe con armas y bagajes en el restaurante Las Reses Hoy, Enrique Tierno es alcalde de Madrid. Inaugura líneas de autobús con citas de Platón, se dirige al Papa en latín de Tito Livio, adorna las multas con literatura de Argensola y a pesar de todo, los grifos funcionan. Los madrileños le ven bailando la conga amarrado a las cachas de la negra Flor y dejan correr tranquilamente el agua de la bañera. A la gran mayoría les cae bien.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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