Cuando en Singapur
Cuando en Singapur, coma en el Raffles. Ahí va una de esas frases, replicantes de moscas, que una vez oídas se te ponen a zumbar y a regresar. Vacíese de su rala significación literal y entonces relucirá su fascinación: dentro está Oriente y está Rudyard Kipling.Para saborear a tope dicha frase de Kipling es absolutamente preceptivo parar en el hotel Raffles de Singapur, tal vez con un singapore sling en una mano. (Un pañuelo de batista en la otra, para enjugarse el sudor de la frente, es el remate viscontiano tropical, que se puede.)
Estaba uno el otro día en Singapur, con el segundo cóctel terciado, en un velador de la terraza por donde escribía Somerset Maugham (pronúnciese Mom); por donde Trevor Howard, el fabuloso actor de la cara picada de viruela y voz de Chivas, protegía a la tierna Hayley Mills en Pretty Polly, una farsa de trópicos; por donde a Noel Coward también se le ocurrió una cosita que redime mucho una carrera de escritor menor: "Sólo los perros locos y los ingleses salen a pasear bajo el sol del mediodía". Bueno, pues con el bochorno del monzón, y las glándulas sudoríparas desquiciadas, y el singapore sling ya citado, uno, irremediablemente, se pone a pensar en el remoto y occidental apéndice europeo que es nuestro querido país, España.
Uno está bañándose en sudor y en ginebra (a razón de dos cuartos de Beefeater por cada sling), pero sobre todo en un ramalazo de britanidad colonial.
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Cuando en Singapur
Viene de la página 11En el Writer's Bar, del Raffles, hay una foto ele Conrad (y esto ya indica que es un bar muy serio); y en las paredes estucadas de este hotel, intacto desde que abrió en 1887, nada de banales reproducciones de caza a la zorra, sino autógrafos de escritores. Y citas que evocan los viejos tiempos, para que los modernos no carezcan en absoluto de un poso, de un toque. Es, así, agradable ver, en la magnífica sala de billar, viejos chistes de cazadores y sus exageraciones proverbiales; victorianas viñetas que, sin embargo, tienen su contrapunto en cuanto también relató Conrad en The end of the Tether, esos tigres que bajaban al galope a Singapur para almorzarse un tendero chino.
Incluso el Raffles tiene mucha vida periodística, no hay corresponsal asiático que aquí no pare y es sede de la Asociación de la Prensa Extranjera. Ubicación estratégica, porque ya lo decía Kipling, que aquí se come bien. Por ejemplo, un legendario tiffin, palabra de la jerga anglo-india (¿recuerdan sahibs y memsahibs varias?) y que significa un almuerzo ligero; curries contradictorios, crujientes poppadoms o barquillos fritos con algo de pimienta, algunos chutneys de mango, cordero, gambas, berenjenas, pollo, pescado, arroz blanco y arroz con azafrán. Los ingleses sólo comen así, no se crea, los domingos, aunque un tiffin que se precie se sirva, naturalmente, en el Elizabethan Grill.
Pues bien, consistía todo este aperitivo en decir que, llegado el momento, la angostura de tu singapore sling te amarga un poco, máxime repasando lo poco y lo huero de nuestra literatura viajera a lo largo de los siglos. Tanta chulería nacional y resulta que nos hemos nutrido -yo creo que todos nosotros- con un señor de Lyon que se llamaba Verne y con otro señor de Verona que se llamaba Salgari. Como diría Sciascia, Stevenson, por su parte, "es una forma de la felicidad". Y Conrad acude al remate de la querencia viajera para dotarla de una solera: páginas como viejos tawnies de Oporto.
Todo maguer que nuestros barcos también surcaron el índico, lo que tiene es que ni Domingo de Navarrete (XVII): "Fuimos en demanda del estrecho de Singapur", ni cualquier otro misionero-explorador dotónos de literatura de alcance. Muchos cronicones, bellísimas páginas de la primera antropología del mundo (con un sesgo cristiano, cruzado, hoy inverosímil; pero eso era hace casi medio milenio), aunque escasas huellas literarias y ninguna novela aventurera irrebatible. Como es irrebatible -supongo- Robinson Crusoe, La isla del tesoro o la antiespañola nutrición imaginativa de niños españoles y mundiales: Los viajes de Gulliver.
Me lamento de lo expuesto en Singapur, ciudad ya tan cosmopolita y azacanada como Hong Kong; pero noto que ya me escoció también el hecho en Filipinas. Qué pena carecer de un buen relato novelado de cuanto padecieron nuestros castilas (y si gozaron, razón de más para no ocultarlo) en las selvas de Luzón y Mindoro. Con los igorrotes o cortadores de cabezas, los españoles tuvimos una relación preferencial; no en vano poseían oro, si bien yo creo que a muchos aventureros españoles les tiraba más el calabrote de la india que la propia soga del no tal vil metal.
En fin, ni siquiera en nuestra antigua América (soslayo de entrada Berbería, Guinea, Milanesado) ha salido una, fabulación importante, de consumo intergeneracional, capaz de compararse ni de lejos a la obra de un Stevenson.
Sólo Baroja entroncó con esa raíz de la novela de acción. Pero Baroja no es de lectura instantánea en el primer período juvenil, como lo son Verne y compañía. A Baroja sólo se le goza bien un poco más tarde, tras haber pasado el quicio de una adolescencia con toques melancólicos.
En cierto modo parece que nos paramos en todo en el XVIL Porque nuestra picaresca es nuestra aventura. Estebanillo González no está mal, anda por Italia y Flandes. Lázaro es más racial, y estábamos estragados de los lances por las parameras: ansiábamos en la parda España los azules turquesas del mar de Java o, en su defecto, el ron de las Antillas.
Sirva todo lo cual, escrito en el Raffles de Singapur, como un desahogo sentimental de quien, tras una iniciación esteparia, acabó recalando en lejanos puertos. Como cuando en Singapur.
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