La tercera crisis del petróleo / 2
La reciente caída del precio oficial de referencia del petróleo es, sin duda, no sólo la novedad histórica de estos últimos 10 años, sino también un hecho positivo para la economía internacional, del mismo modo que su brutal elevación constituyó el principal factor de crisis de los años setenta. Este cambio de orientación en los mercados petroleros permitirá poner en marcha la recuperación económica, y aunque ya no volveremos a los ritmos de crecimiento de los felices años sesenta, las perspectivas económicas para el inmediato porvenir son mejores de cuanto podía preverse al inicio de este decenio.Sin embargo, resulta imprescindible reflexionar sobre las enseñanzas de esta crisis petrolera y, sobre todo, hay que decidir cómo se va a administrar ese descenso en el precio del petróleo para que sus repercusiones sobre la economía mundial sean más favorables y duraderas. Las fases de transición, incluso aquellas que nos conducen a una situación mejor, son siempre fases de crisis que tienen que ser pilotadas con maestría, a fin de poder minimizar sus inevitables desventajas.
Por ello, tanto a nivel nacional como internacional, es necesario plantearse dos cuestiones: ¿cuáles serán los efectos de la modificación a la baja del precio del petróleo sobre el orden económico y financiero? y ¿cómo puede gestionarse correctamente esta nueva situación?
La dura experiencia de los años setenta nos enseña que con el petróleo nunca se es lo bastante prudente y que los optimismos prematuros pueden demostrarse a la larga falaces y peligrosos. Como es bien sabido en economía, toda variación brusca de un precio relativo, al ocasionar una redistribución de las rentas, da lugar a vencedores y vencidos, lo que en el ámbito de los mercados petroleros se manifiesta en una nueva asignación de los recursos a favor de los países consumidores.
Para los países industrializados, los menores precios del petróleo pueden consolidar la recuperación económica en ciernes, desligándola del peligro de tensiones inflacionistas y siempre que las autoridades económicas la apoyen decididamente. En estas condiciones, la reactivación de la demanda mundial no debería ejercer presiones excesivas sobre el mercado petrolero, sobre todo si se tiene en cuenta que las exportaciones de la OPEP difícilmente volverán a alcanzar los niveles de los años setenta, puesto que no en vano la reducción de los consumos de energía y petróleo por unidad de producto registrada en los países industrializados durante el decenio 1973-1983 se configura como un fenómeno estructural a largo plazo.
Las repercusiones de la crisis
Sin embargo, la menor importación de inflación, ligada a los menores precios del petróleo, solamente podrá traducirse en desaceleración de la dinámica de los precios internos si, de una parte, el tipo de cambio de las monedas se mantiene relativamente estable -evitando el compensar con devaluaciones los precios más reducidos en dólares- y, de otra, si el Estado no sucumbe ante la tentación de elevar los ingresos públicos derivados de la fiscalidad de la energía para compensar las repercusiones negativas que el descenso de los precios petroleros ejerce sobre las arcas del Tesoro. Esto explica por qué la Administración Reagan está sopesando la implantación de un nuevo impuesto sobre las importaciones de petróleo.
La otra cara de la moneda del rápido descenso del precio del petróleo viene representada por los graves desequilibrios reales y financieros a los que se verán sometidas las economías de los países productores de petróleo.
En el ámbito de la economía real, no hay que menospreciar el efecto de frenado que una notable reducción del poder de compra de los países de la OPEP ocasionaría sobre la probable recuperación productiva de los países industrializados, dada la imperiosa necesidad de aquéllos de afrontar el redimensionamiento de sus propios programas de industrialización.
En el ámbito financiero, la situación de endeudamiento externo puede conducir a algunos países de la OPEP a un peligroso nivel de insolvencia, y ya que los acreedores de estos países no son otros que los bancos del mundo occidental, esto implicaría la posibilidad de arriesgados efectos en cadena sobre el sistema financiero internacional en su conjunto y, en cualquier caso, la disminución del flujo de asistencia financiera de los países de la OPEP hacia los países en vías de desarrollo.
Sin embargo, tal situación no significará necesariamente un crac financiero internacional. En primer lugar, porque la reducción del superávit de la OPEP conllevará la disminución del déficit de los países importadores de petróleo y especialmente aligerará la pesada factura de los países en vías de desarrollo. En segundo lugar, la reducción de la inflación, implícita en el descenso de los precios del petróleo, favorecerá una política monetaria más permisiva en Estados Unidos y, por ende, en todo el sistema económico internacional. La mayor confianza en el dólar y el desequilibrio que se anuncia para la balanza de pagos norteamericana pueden estimular la generación de la liquidez necesaria para impedir el colapso del sistema financiero internacional.
En cualquier caso, para conseguir prevenir situaciones de bancarrota nacional, será imprescindible que, como ya ocurrió en las fases de elevación de los precios, el crédito internacional sepa afluir allí donde sea más necesario para financiar los flujos de bienes y servicios durante el período de adaptación a las nuevas condiciones. Si no ocurriese así, las ventajas para los países importadores de una reducción del precio del petróleo correrían el riesgo de resultar ampliamente compensadas por las desventajas ligadas a la crisis financiera de los países exportadores.
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