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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una ley para la televisión privada

NO CERRADA todavía la irritante polémica sobre si el bobo inmortalizado por Velázquez era natural de la Coria bañada por el Alagón o de Coria del Río, la histórica ciudad cacereña será recordada en adelante por los españoles no sólo por su catedral y sus murallas romanas, sino también por haber sido el escenario de la más sonada tentativa frustrada de montar una emisora privada de televisión en nuestro país. La curiosa experiencia, además, ha puesto de relieve los bajos costes económicos, la elementalidad tecnológica y la facilidad de instalación de una emisora de alcance local, y lo pobre de las argumentaciones que sugieren que la televisión privada caería de manera inmediata e irremediable en manos de los grupos oligárquicos. No más, pensamos nosotros, que las editoriales de libros, revistas o periódicos, o que las emisoras de radio, las distribuidoras de cine, las compañías de teatro y tantos otros medios de comunicación de masas. Ni menos tampoco, desde luego. Pero la libertad de iniciativa se ha mostrado, en este terreno como en otros, un mejor sistema de defensa de los derechos ciudadanos que el monopolio gubernamental. A las instituciones democráticas corresponde orcenar esas actividades garantizando un máximo de pluralismo y un mínimo de concentración de poder. Pero ignorar el problema a base de suprimirlo por la fuerza es, a estas alturas, una respuesta nada imaginativa y menos eficaz.La prohibición del gobernador civil de la provincia de que la emisora de Coria siguiera emitiendo, prohibición que ha echado mano ni más ni menos que de la Guardia Civil, como en los tiempos de la derecha nostálgica, enseña la tendencia del actual ministro del Interior a emular a sus antecesores a la hora de utilizar procedimientos represivos para zanjar conflictos sociales. La borrachera de estatalismo puede, por lo visto, enajenar temporalmente incluso a quienes dieron sobradas pruebas en el pasado de sus convicciones democráticas. Pero toda la Benemérita junta no bastará para obviar la realidad. Y la realidad es que la técnica, la economía, nuestro ordenamiento político y los principios en que se basa están a favor de Coria TV y en contra de la brillante intervención de la fuerza pública.

La anécdota debería servir para que el Gobierno y su mayoría parlamentaria se replantearan la cuestión de la televisión privada, convertida por algunos socialistas en una especie de mal absoluto y transformada por otros sectores de opinión en una variante del paraíso celestial. Que ni lo uno ni lo otro. Las inmemoriales desgracias, trapisondas y catástrofes del monopolio de Prado del Rey, agravadas si cabe por la gestión del primer director general que la izquierda ha nombrado, contribuyen a favorecer la idea de que sólo la competencia entre el sector público y la iniciativa privada podrá sacar del museo de los horrores a la televisión estatal. En cualquier caso, no creemos que el Gobierno de Felipe González vaya a salir favorecido por la política de ir cerrando atropelladamente emisoras privadas de televisión, con ayuda de las fuerzas de orden público, a medida que el ejemplo de Coria sea seguido por quienes, movidos por la diversión, el ánimo de lucro, el gusto por la experimentación o los objetivos políticos -quizá de derecha, pero también quizá de izquierda, y a la izquierda del Gobierno-, se dedicasen a montar en los garajes de sus casas tinglados de difusión local. Un partido que alcanzó el poder tras una campaña electoral centrada en la defensa de las libertades no puede dedicarse a la persecución policial de estas iniciativas, actitud que inevitablemente remite a las prácticas autoritarias de aquellos gobernadores provinciales del pasado que consagraban su tiempo y sus esfuerzos a impedir que el tejido social buscara sus formas de expresión propias, imaginativas y originales. No queremos ver cómo el señor Barrionuevo acaba, también él, deteniendo a los epicentros de los terremotos.

Se nos dirá, con buena parte de razón, que la tolerancia pasiva del Gobierno hacia esas emisoras privadas, situadas en el limbo de la alegalidad, ofrecería el peligro de una selvática proliferación de estaciones que dejaría en pañales su precedente italiano y ocuparía, por la fuerza de los hechos consumados, unos canales de frecuencia que son de todos. El Gobierno, sin embargo, no está condenado a elegir entre la represión policial y el abstencionismo, ya que tiene la posibilidad política de enviar a las Cortes un proyecto de ley para regular el régimen jurídico de las televisiones privadas. El alegato realizado hace tres días por Pedro Bofill, en nombre del Grupo, Parlamentario Socialista, para rechazar la proposición de ley de Alianza Popular -apoyada por las minorías vasca y catalana y los restos del centrismo- en favor de la televisión privada indica el débil fundamento de una postura que, a falta de argumentos convincentes y razones de principio, tiene que limitarse a satanizar la imagen de las emisoras privadas de televisión y a incoar procesos de intenciones contra quienes, almantener la conveniencia de una ampliación social de la libertad de información, son acusados de hacer el juego a la derecha autoritaria, las sectas ideológicas o las empresas multinacionales. Nada de eso es demostrable política ni históricamente. Pero además no es coherente con la política económica y social de este Gobierno en el resto de los sectores ni en las otras parcelas del sector de la información. La actitud sólo pone de relieve una mala información del PSOE respecto a lo que sucede, nacional e internacionalmente, en el mundo de la comunicación, una lectura restrictiva de los derechos constitucionales y una miseria intelectual bastante preocupante respecto a lo que es de izquierdas y lo que no lo es, respecto a lo que es progresista y lo que es reaccionario.

Hace un año, el Tribunal Constitucional cortó en seco las maniobras del Gobierno de Calvo Sotelo para inventarse un marco administrativo que permitiera al poder ejecutivo, en una complicada maniobra electoral, conceder graciablemente por decreto emisoras privadas de televisión a grupos política o ideológicamente afines al centrismo. Aquella sentencia, tras señalar que la gestión por empresas privadas del servicio público televi.sivo "requiere una decisión del legislador y un desarrollo legislativo", dictaminó que la forma normativa del acuerdo parlamentario tendrá que ser "una ley orgánica, en la medida que afecte al desarrollo de algunos de los derechos constitucionalizados en el artículo 20". Aunque el Tribunal rechazó la tesis de que la televisión privada sea una exigencia jurídico-constitucional y atribuyó la fijación del momento adecuado para regularla a una decisión política, no parece defendible el aplazamiento indefinido de una iniciativa legal para la que los socialistas disponen de una holgada mayoría en las Cortes. Los inconvenientes de una proliferación de televisiones privadas sólo podrían ser democrática y equitativamente evitados mediante una normativa general, aprobada como ley orgánica, que fijara los requisitos objetivos para la creación de emisoras y estableciera los canales administrativos y judiciales para ejercer ese derecho. Sólo así se garantizará el control social de esos medios, en los que debe evitarse se siga el ejemplo actual de la televisión del Estado, patrimonializada por sus directivos como si fuera cosa propia y no de todos.

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