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Tribuna
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Por alegrías

Quizá el fútbol acostumbró a la nación, durante los cuarenta años en que a la vida pública se le quedó rígica una mueca de felicidad, a la felicidad por procuración. La alegría del gol a quien realmente le puede durar es al delantero. El espectador precisa de dosis semanales, incluso bisemanales, para experimentar un gozo que le compense de la mediocridad diaria, ese gozo que, lo mismo en una democracia que en una dictadura, ni puede, por supuesto, sustituir al gozo particular, ni debe ser confundido con las alegrías públicas, con los gozos de la patria.La nación, salvo la hora y media de césped a la semana, se pasó cuarenta años subiendo y bajando montañas nevadas, por las trochas del imperio en dirección hacia Dios. Si a este alpinismo de escasa incitación lúdica (como probablemente sea siempre el alpinismo) y de ruta obligatoria se añaden los veinte siglos de gravedad que la nación acarreaba en los genes, tampoco es para reprocharle los inmoderados deseos de juerga pública que la nación manifiesta, hasta el punto de que, a veces, incluso parece alegre.

Además de una inconveniencia, resultaría inútil recordar lo que todos sabemos, a saber: que la alegría es cosa propia, que se origina en la intimidad de los propios asuntos y que el máximo ámbito que tolera sin cambiar de naturaleza es la sala del banquete. Esta convicción, en la hora presente, resultaría también subversiva, ya que el Gobierno de la nación es el primer interesado en el fomento de los regocijos públicos. Dicho de otra manera, parece como si hubiésemos cambiado de la propaganda futbolera a la fiesta del árbol.

Plantar el pinocho en un terraplén suburbano significa, para quienes éramos niños durante la segunda república, la única variedad de ecologismo emocionante y la única alegría cívica libre de sospechas. Pero, aparte los recuerdos perfumados por los domingos del instituto escuela, al ciudadano, ansioso de congratularse con la cosa pública, se le ofrece un sinnúmero de ocasiones. La más valiosa, por su escasez diamantífera, se le presenta al ciudadano cada vez que el Gobierno lo hace bien, aunque los aciertos gubernamentales suelen descubrirse cuando ya es otro el Gobierno que ocupa el poder; algo así en el estilo de aquella muchacha que inadvertimos y que, pasado el tiempo, comprendemos que...

Contestación ciudadana

La experiencia cotidiana demuestra que, mientras el ciudadano tarda en percatarse de lo bien que lo está haciendo el Gobierno, los ciudadanos menos resignados se echan a la calle. Para pedir, por pura gollería, más libertad de expresión en el sentido de que se deje en libertad incondicional al mayor número posible de periodistas, o para rogar que no se nos prive de la bíblica maldición del trabajo, o para sugerir que cada ciudadana pueda disponer de su cuerpo y no sólo después de que un paisano haya dispuesto de él, o para ver de que no nos radien el cáncer simultáneamente a todos, incluidos los cirróticos, o para celebrar los carnavales.

La prueba de que echarse a la calle es una burda categoría del júbilo público es que estas expansiones suelen terminar, en el mejor de los supuestos, con el humo de los botes. Pero en tiempos de remoción opciones no faltan. Bastará con ese fluyente espectáculo en plan vasos comunicantes de nombramientos y ceses para, dando rienda suelta ora al amiguismo, ora al revanchismo, solazarse pero que muy tribuniciamente. Ni que decir tiene a qué niveles subirá el gozo del ciudadano cuando el propio ciudadano se encuentre en la cresta del surtidor con el encargo expreso de sacrificarse por el bien común.

El optimista a ultranza y su pariente, el ingenuo volteriano, podrán constatar a mansalva que, ahora sí, todo va para mejor. Por las mismas razones, el catastrofista dispone en época de cambio de una negra bola donde leer históricamente la pertinaz vacuidad de las buenas intenciones. A quien le esperan las más audaces satisfacciones de la previsión es al que ya lo decía él, dada la vertiginosa sucesión de portentos que nos brinda la autoridad competente.

Ante semejante provocación al optimismo, ¿quién va a contentarse con esa casposa alegría que proporciona el cumplimiento del deber? No olvidemos que la ventaja de la ética es compartirla con el que la detenta y que no compartir la ética que se detenta a título universal, además de resultar poco ético, sólo trae tristezas y desventajas.

No obstante su inconveniencia, su inutilidad y su carácter subversivo, la convicción de que la alegría es un asunto íntimo, que ni se suplanta ni se usurpa, puede servirnos por si acaso, en la alegre nación, vislumbramos la calaña de las alegrías públicas. Será infantil, como todo juego debe ser, colocar la posibilidad de nuestro júbilo en las botas del delantero, en las máscaras o en las verbenas municipales. Pero esperar del César la alegría parece tan insensato como falaz ha de resultarnos que el César nos enseñe a estar alegres.

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