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Torturas allá lejos

Hay que reconocer que, aun como noticia, la tortura es profundamente desagradable. Tal vez por eso son muchos los hombres y mujeres de Europa que, por un exceso de sensibilidad, cierran los ojos y hacen un gesto de fastidio cuando la pantalla del televisor introduce en el sosiego de sus hogares a salvo algún cuerpo deformado por el brutal castigo que un ser humano ha infligido a otro ser humano. Y como al parecer hoy funciona en varias zonas del globo una verdadera multinacional de la tortura, ésta ya ha dejado de ser un rasgo típico, casi folklórico, para convertirse, como alguna vez escribió Sartre, en "una viruela que devasta toda nuestra época".Ciertamente, la noticia de la tortura es incómoda de ver, de escuchar, de leer. En más de una sala familiar habrá sonado, y seguirá sonando, a la hora del ángelus un comentario exasperado, algo así como: "Basta, por favor. Ya sabemos que existen esos horrores, pero yo quiero tomar mi whisky de la tarde con tranquilidad". Por lo menos, ésas son gentes que no niegan que el horror exista, simplemente no les gusta como aperitivo.

Sin embargo, en otros ámbitos el comentario añade juicios de valor: "Por algo les pasará eso, no serán, por cierto, unos angelitos. Si no se metieran a redentores, hoy estarían estudiando, que para eso son jóvenes". Suele ser la ocasión para que el hijo de la casa, que es estudiante y no se mete a redentor, pero que ha empezado a sentir la ruptura generacional, se atreva a disentir:

"No estarían estudiando, mamá. Son indios, campesinos y, por tanto, analfabetos". Es el momento adecuado para que el padre carroza ponga punto final: "La guerra es la guerra, y basta".

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Ah, pero la indiferencia no es exclusiva ni obligatoriamente europea. Pese a que un viaje a Europa es casi ciencia-ficción para cualquier moneda latinoamericana, la verdad es que hoy existe un turismo de nuevo cuño. Ya no se trata, como quince años atrás, de la burguesía culta o de cierta clase media que se pasaba ahorrando cinco lustros para un día cumplir el ciclo tradicional: Madrid, París, Roma y, si quedaban travellers cheques: Capri, Lourdes, Sevilla. Esa clase media hoy está, en el mejor de los casos, depauperada, y en el peor de los azares, presa. No, la mayoría de los latinoamericanos que hoy pueden hacer turismo europeo son simplemente los proxenetas de la crisis, los usufructuarios de la corrupción, las tiernas familias de los verdugos. Y, naturalmente, también ellos se sorprenden cuando llegan a Europa y se encuentran con que aquí se escribe sobre las atrocidades de Guatemala, el genocidio en El Salvador, los desaparecidos de Argentina. Su defensa es, por supuesto, la negación total. ¿Presos políticos? Meras invenciones de la subversión internacional, allá no hay ni uno solo, créanme, son delincuentes, nada más que delincuentes, y además hace falta orden, se precisa la paz, la gente está conforme, etcétera. Y cuando el hijo (que también empieza a sentir la cosquilla de la ruptura generacional) murmura: "Bueno, no tan conforme, papá", entonces es la madre la que pone punto final: "Ay, nene, por Dios, justo aquí en Europa te vas a volver tercermundista".

Nadie va a negarlo: aun como noticia, la tortura es desagradable. Quizá porque nos recuerda duramente que existen en el ser humano posibilidades de crueldad que no siempre estamos dispuestos a admitir. De crueldad y de autodestrucción, ya que quien practica la tortura no sólo destruye al prójimo, también se destruye a sí mismo.

El fin y los medios

En lo personal, debo admitir que la psicología del torturador siempre me ha parecido un enigma. Algo en mí se resiste a admitir que un ser humano pueda llegar a semejante abyección. En el notable prefacio que escribiera para el célebre libro de Henry Alleg, La tortura, decía Sartre: "La tortura no es inhumana; es simplemente un crimen innoble y crapuloso, cometido por hombres y que los demás hombres pueden y deben reprimir". Tal vez sea eso lo que más nos cuesta aceptar: que la tortura forma parte de las vergüenzas del hombre. Por supuesto, es más cómodo considerarla la excepción odiosa que confirma la regla clemente. Es menos confortable y, sin embargo, más realista, admitirla como una tendencia que efectivamente existe en los seres humanos, y, lo que es más grave, en muchos que no han tenido ocasión de practicarla. ¿Cuántos de esos discriminadores en potencia, a los que escuchamos tajantes opiniones sobre los negros, los indios, los homosexuales, los extranjeros, etcétera, cuántos de esos sádicos frustrados podrían llegar, si tuvieran poder, a ejercer la sevicia?

Conviene recordar las palabras del general francés Jacques de Bollardière, quien, en plena batalla de Argelia, decidió renunciar a su brillante carrera militar por la sencilla razón de que no aprobaba el sistema de torturas instaurado por su colega el general Massu. Para Bollardière la tortura "no es solamente infligir brutalidades insoportables, sino, esencialmente, humillar. Es estimar que no se tiene frente a sí a un hombre, sino a un salvaje, un ser indigno de formar parte de la comunidad, presente o futura". Y agregaba: "Oímos decir en todas partes y en Francia, en los movimientos más opuestos, que el fin justifica los medios. Es necesario proclamar que ningún fin justifica la tortura como medio". Es por eso que, aunque suene a paradoja, cuando llega el momento del ajuste de cuentas, un torturador nunca debe ser torturado, aun en los casos en que se haya esforzado en merecerlo. Y no debe ser torturado (otra ha de ser la condena) sencillamente porque la tortura envilece de por vida a los perpetradores.

A quienes hoy, en cualquier país europeo, dicen estar fatigados del tema de la tortura ultramarina, cabría recordarles que más fatiga han de sentir sin duda los torturados, y que acaso en el mismo instante en que un prójimo exasperado apaga el televisor, con sus chocantes imágenes, para poder saborear tranquilamente su whisky vespertino, o una sensible dama cierra el periódico porque ya está aburrida de tanta reiterada denuncia sobre remotos castigos, acaso en ese mismo instante, en algún lugar de América Latina, una joven estudiante sea violada por un mastín convenientemente adiestrado, o la cabeza de un veterano luchador sea sumergida hasta la asfixia en un caldo de orín y excrementos, o niños indígenas sean sacrificados a golpes contra troncos de árboles. Y no es de descartar que alguno de tales supliciados, no demasiado consciente de la molestia que con ello puede causar en hogares apacibles y lejanos, lance uno de esos destemplados alaridos que, como agoreras aves migratorias, atraviesan el tiempo y el océano.

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