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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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El derecho a lo peculiar

Fernando Savater

Al intento, propio del siglo XIX y parte del XX, de imponer una cultura universal, especie de occidentalismo científico y cristiano unificado, ha sucedido en los últimos tiempos una entusiasta reivindicación de las identidades diferenciales. La batalla por los derechos de las minorías sociales, de los grupos lingüísticos, etcétera, constituye uno de los fenómenos más expresivos de la época. ¿Es esta reacción, sin embargo, una alternativa plenamente deseable? El autor expone aquí su crítica a esta nueva forma de radicalismo cultural y subraya los peligros de un confinamiento provincianista en que habría de derivar esta tendencia. Es necesario, dirá, potenciar las diferencias pero es a la vez importante recordar la progresiva necesidad de emplear, en la valoración moral, criterios cada vez más amplios y menos sometidos a nuestra peculiaridad histórica.El tema de esta nota es la contraposición existente en la actualidad entre dos conceptos de cultura, uno que hace hincapié en los caracteres diferenciales e irreductibles de la cultura efectiva de cada pueblo y otro que concede primacía a la vocación universalista inscrita en cada cultura local. Durante el siglo pasado y buena parte de los comienzos de éste se impuso una concepción unitaria y hasta imperialista de la cultura, etnocéntricamente europea, algo así como el "occidentalismo científico y cristiano unificado", cuya validez se supuso por encima de todos los restantes balbuceos de pueblos menos aptos o menos afortunados. Dicha superioridad cultural fundaba unos derechos de dominio que el colonialismo más o menos explícito aprovechó con ideológica tranquilidad de conciencia. El surgimiento de los movimientos nacionales de liberación, que fueron acompañados y estimulados por sus correspondientes rescates de la propia identidad cultural, dio un vuelco a esta hegemonía y reivindicó la diversidad y la peculiaridad frente al universalismo conquistador. Pero la exacerbación política de esta tendencia ha llegado hasta tal punto que hoy, por obra y desgracia de cierto tercermundismo antropológico, parece comprometida la misma pretensión de valoración universal de lo humano en que se funda la metapolítica y esencial urgencia de concordia internacional.

Partiremos de una definición de cultura convenientemente amplia, que ni siquiera sirve para deslindarla de su hermana -y artificial enemiga- la civilización. Según la cual, cultura es el conjunto de respuestas simbólicas y técnicas que posee una comunidad humana para interpretar, valorar y utilizar su circunstancia vital. Asumo, por supuesto, sin remedio ni excusa, las insuficiencias de este planteamiento a la par que su casi evidente circularidad (¿podría acaso definirse qué es una comunidad humana sin hacer referencia a la cultura que comparte?). Tampoco me parece superfluo hacer hincapié en que, según esta definición, cultura no es sólo algo artístico y lujoso (eso de lo que suelen ocuparse los ministerios del ramo) ni puramente popular y crítico (tal como quisieran los agitadores antiestatales), sino también algo institucional y agresivo/represivo. Es cultura el lenguaje, la religión o la ciencia, ni más ni menos que el dinero, la policía o la guerra.

Pájaros y parentelas

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El intento de imponer una cultura universal, lo que llamábamos "occidentalismo científico y cristiano unificado", basado en la máxima e pluribus, una, tiene como consecuencia la uniformidad coactiva y el desarraigo de las peculiaridades, la monotonía de una concepción del mundo sin contraste, la unilateralidad en la potenciación de respuestas individuales y colectivas, la esterilidad amorfa y la justificación del dominio de unos pueblos sobre otros. Determinados grupos humanos se han visto así privados de su lengua y tradiciones, al tiempo que se les obligaba a adoptar códigos foráneos en cuyo uso nunca podrán alcanzar la seguridad veterana de sus invasores. Se daba por hecho que todas las culturas compiten en una misma línea, que hay culturas superiores e inferiores, pueblos primitivos que son como esbozos desechados de quienes nacieron para avasallarlos o exterminarlos, etcétera... Pero ya en un temprano texto de su obra admirable, Raza e historia, señalaba Claude Lévi-Strauss que no existe un único patrón desde el que poder jerarquizar las culturas ni una única línea sobre la que fijar sus avances o retrasos. Algunas habrán potenciado al máximo los procesos técnicos, pero serán sumamente pobres en cuanto a la utilización de posibilidades del propio cuerpo, y las hay que, generadoras de una compleja jurisprudencia igualitaria, desconocen la fraternidad espontánea de ciertos grupos o la esbilidad hierática de otros. La modernidad anticolonial y antiimperialista reivindica -lo hemos oído hasta el hartazgo- la diversidad, el enraizamiento de lo distinto, los derechos de lo peculiar. No se trata solamente de una nostalgia folklórica: cada cultura es una perspectiva irrepetible de lo humano, que se pierde para siempre sin compensación posible cuando aquélla borra sus perfiles. El deseo de afirmar la propia diferencia es lucha por el propio ser. El pensador venezolano J. M. Briceño Guerrero, que ha dedicado a este tema un libro sutil y fascinante, Discurso salvaje, resume así esta protesta: "La voluntad occidental de poder quiere universalizar, hacer e pluribus unum, reducir la multiplicidad de mundos culturales a la unidad de su mundo, meter en su círculo estrellas y canciones, océanos y mitos, pájaros y parentelas, caléndulas y juegos infantiles, que pasen todos por su aro, que obedezcan todos el chasquido de su látigo intelectual, que bailen todos con su música. No serviré.

Quiero un mundo desigual y disperso, heterogéneo, donde sea posible el despliegue de las mil formas salvajes del fuego (...). No niego la comunicación entre naciones..., pero para comunicarse tienen primero que existir. Existir es ser diferente. Soy porque soy diferente. Soy diferente, luego existo. Quieren borrarme, amasarme, con el cristianismo, con la industria y el progreso, con el socialismo, con la ciencia y la tecnología, con los derechos humanos, con las ciencias sociales, con la coca-cola y Juan Sebastián Bach. No".

Tolerancias represivas

La sensibilidad contemporánea vibra ante este planteamiento. Ahora bien, ¿no existe el peligro de confinarse, por reacción contra una unilateralidad imperialista, en otro tipo de unilateralidad aún más estrecha? Para decir "ir al Norte", los antiguos egipcios utilizaban la expresión "bajar la corriente", y para decir "ir al Sur" hablaban de "remontar la corriente". En su mundo no cabía otro Norte ni otro Sur que los determinados por el curso del río Nilo. Pero quienes somos contemporáneos de la exploración en todas direcciones del mundo entero y aun de los viajes a otros planetas sentimos una inevitable claustrofobia ante tal provincianismo. Según vamos yendo más lejos, nuestro sentido de la orientación se va haciendo más abstracto e incluso un Norte y Sur válidos para todo el globo nos resultan estrechos cuando salimos a la relatividad del cosmos. Hemos aprendido la lección de aquel japonés que, según contaba Borges, viajando a Persia conoció por fin lo que es Occidente. También en el terreno de la valoración moral necesitamos criterios cada vez más amplios y menos sometidos a nuestra peculiaridad histórica: Kant, por ejemplo, ambicionaba promulgar un imperativo ético que obligase por igual a todos los seres racionales..., aunque no fuesen humanos, tema que después ha aparecido novelado en relatos de ciencia-ficción (pienso en el muy hermoso de Zenna Henderson titulado Todas sus criaturas).

El Antiguo Testamento

Por mucho entusiasmo que sintamos por el buen salvaje, pocos aceptaremos que sólo los miembros de nuestra tribu tengan derecho a ser llamados hombres, como ocurre entre la mayoría de los primitivos. Y aún menos admitiremos que no deban ser tratados como tales, pese a sus diferencias. Este universalismo de lo humano nos viene del Antiguo Testamento, donde se recensiona que Jehová arengó de este modo al pueblo elegido: "¿Acaso no sois como los etíopes para mí, hijos de Israel? ¿No he sacado a Israel de la tierra de Egipto, y a los filisteos de Caftor y a los sirios de Kir?" (Amós, 9/ 7). El celoso Señor compara así a los israelitas con los negros etíopes y con los dos enemigos seculares de los judíos, los sirios y los palestinos (filisteos), poniéndolos a todos en el mismo plano ante su poder.

Tomemos el caso -citado por Bernard Williams en su Introducción a la ética- de la reacción de los conquistadores españoles ante los sacrificios humanos de los aztecas. Se sintieron horrorizados por un comportamiento que reprobaron de inmediato como perverso hasta lo monstruoso. ¿Se les puede acusar por este escándalo de etnocentrismo y de falta de respeto a las tradiciones ajenas? En realidad, lo que demostraban ante todo es que tomaron a los aztecas realmente por hombres, no por animales ni por diablos. Ningún desprecio hubiera sido mayor que el abstenerse de valorar una conducta que ellos consideraban incompatible con la humanidad. Del mismo modo, la petición de que respetemos (es decir, que no juzguemos) la teocracia homicida de Jomeini, salvo si somos chiitas iraníes, o las atrocidades israelíes en los campos de refugiados libaneses si no somos hebreos, va en contra de la exigencia más recta de la conciencia moral.

La única y verdadera forma de respetar al otro -es decir, de tenerle juntamente por distinto y por igual a mí en humanidades incluirle en mi valoración ética. Lo contrario equivale a reducir la moralidad a un catálogo de peculiaridades etnográficas y lo humano queda degradado a convención biológica. Pero es que, además, en la postura del que podríamos llamar no intervencionista ético suele haber una hipocresía fundamental. Pues las mismas nociones de derecho a la independencia, respeto a la propia indentidad, etcétera, forman parte también de esa valoración universal que parece relativizarse. Las nociones básicas del anticolonialismo y del socialismo tercermundista han surgido de la misma tradición cultural universalista de donde brotaron el colonialismo y la economía del libre mercado. ¿Admitiría algún no intervencionista ético que se justificara la esclavitud o la antropofagia ritual, la tiranía hereditaria o la sumisión al invasor, exclusivamente por motivos de respeto a las más venerables tradiciones, caso de haberlas? Cuando la particularidad tradicional impone la desgración de lo humano, según cierta imagen elaborada a lo largo de los siglos desde una perspectiva cosmopolita, el respeto se convierte en lo que llamaba Marcuse tolerancia represiva y pierde toda virtud emancipadora. También los grupos sometidos -marginados, minorías raciales o sexuales, etcétera- se sublevan contra su condición precisamente en nombre de valores universales de igualdad y reivindicación de la diferencia que forman parte del ajuar teórico de sus propios opresores; y por eso logran anudar con algunos de ellos complicidades éticas que les ayudan en su lucha por liberarse.

La moral del pedo

De este modo, se crea una serie de mitos contrapuestos respecto a la función deseable de la cultura: unos hacen hincapié en su carácter diferencial y otros en su universalismo. Por supuesto, al hablar de mitos no me refiero a ilusiones o errores consentidos, sino más bien a ideas-fuerza capaces de polarizar la energía creadora de los grupos humanos. Veamos algunas parejas de estos mitos. Podemos considerar en primer lugar la oposición identidad versus ideal de perfección humana. Quien hace énfasis en la identidad propone el llegar a ser lo que ya se es, lo que responde a un paradigma definido precisamente por sus exclusiones y por su oposición diferencial a otras identidades; el ideal de perfección aconseja abandonar los particularismos para cumplir una excelencia en la que todos los hombres pueden reunirse. Se da a veces entre los partidarios de la identidad una especie de entusiasmo por los aspectos más indefendibles o enojosos de su perfil tradicional: es lo que llama genialmente Rafael Sánchez Ferlosio "la moral del pedo", pues a ninguno nos molestan -y aun nos complacen- nuestras aromáticas ventosidades, mientras que no soportamos las de los demás.

Otra de las oposiciones míticas es la que contrapone el ideal de la pureza con el mestizaje fertilizador. Los puristas no admiten ninguna costumbre ni ninguna institución hasta estar bien seguros de que tiene sus raíces en el pasado incontaminado del grupo: la valoración digamos neutral de lo así aceptado o rechazado les preocupa menos. Los partidarios del mestizaje piensan que todo lo puro es estéril y que la cultura surge por contaminación o intercambio: no rechazarán lo aportado a los iberos por griegos y romanos sólo porque éstos fuesen invasores sin respeto para las tradiciones de sus víctimas. Cada institución o costumbre puede y debe apreciarse según criterios más sutiles que su casticismo nacionalista. Y también puede oponerse la localización de la cultura frente a su universalidad o internacionalismo, es decir, el genius loci del enraizamiento cultural en un paisaje y una lengua o costumbres, frente al espíritu que sopla donde quiere. En general, puede decirse que los diferencialistas extremos tienden a una naturalización de la cultura, a la que ven como una realidad orgánica y dada por azar a ciertos hombres frente a otros desde su nacimiento: cultura es "lo que somos, lo que nos va". Los universalistas resaltan la dimensión deliberada de la cultura, su artificialismo: la cultura es nuestro proyecto, lo que queremos.

Ambas posturas, en su radicalismo, enturbian quizá lo más valioso que de la cultura cabe esperar. Los universalistas terminan por alejarse de la realidad cultural vivida para imponer una abstracción uniformizadora. El real pluralismo de perspectivas es precisamente uno de esos valores universales que pertenecen a lo incondicionalmente humano. Los diferencialistas pueden incurrir en una suerte de racismo cultural y en un raquitismo ético, al restringir los principios más generales (v. gr. no matarás) a su exclusivo grupo social.

Hace ya tiempo, en un texto sobre lo que entonces llamé nacionalismo performativo (recogido en Impertinencias y desafíos), propuse una suerte de diferencialismo que no naturalizase la cultura ni doblegase el ideal común de perfección al narcisismo de la identidad.

Como entonces, sigo creyendo que es necesario potenciar realmente las diferencias y dar a cada grupo humano la posibilidad de participar a su modo irrepetible en los valores que sellan la conflictiva condición del hombre; pero también me parece importante recordar que los más destacados de esos valores obtienen su fuerza de lo común y están por encima de cualquier peculiaridad folklórica.

Fernando Savater es profesor de Etica en la Universidad del País Vasco.

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