La malcasada
En el balcón que se abre al camino de Madrid, de espaldas a Toledo y al mar de olivos que llega hasta las mismas puertas de su casa, se halla doña Catalina, mujer de Cervantes, esperando su vuelta de la corte. El marido tiene casi veinte años más, recuerdos de guerra y de prisión tras sí y una hija natural de cierta Ana Franca. Esto quizá la malcasada no lo sabe. A fin de cuentas, es muy joven y ha llegado al altar dejando a un lado los silencios de una madre viuda y las salmodias de un tío interesado.Hija única, acostumbrada a mandar sobre hermanos menores, tales reconvenciones no llegarán a borrar las historias que a buen seguro cuenta el antiguo soldado: relatos de tierra y mar, de cárceles de moros y galeras cristianas. Así, doña Catalina de Salazar, tan, joven a pesar de su sonoro nombre y su ilustre apellido, ha unido pronto uno y otro a la futura gloria de un marido que espera en la iglesia repleta de
curiosos. Ningún pariente de las dos familias asistirá a la ceremonia, porque, sin duda, los constantes viajes del novio a la corte, su falta de recursos económicos y hasta su misma edad caen mal. Mas, a pesar de todo, la boda se lleva a cabo y allí está en su balcón doña Catalina, esperando como cada tarde la vuelta del marido, que a veces llega a la hora de la cena. Las horas pasan, el sol de junio va cayendo sobre el mar de la espera, sobre corrales pardos donde los galgos son sombras verdinegras. Arriba, en su balcón, o abajo, en el patio, al amparo de parras y tinajas, la malcasada aguarda en su reino heredado, alzado sobre huertos, un par de casas en Toledo y blancos palomares. La tarde: muere y Miguel se demora, empeñado en triunfar en corrales bien diferentes de los que a su mujer rodean, obstinado en hacer sonar su nombre sobre escenarios de comedias en los que pronto se abrirá paso Lope. El, en cambio, va dejando sus horas en ese camino que lleva a Toledo o Madrid., Tantas veces lo mide y recorre que olvida otro cualquier empeño, sus trabajos menores. Sólo dos años después de la boda firmará doña Catalina
Pasa a la página 12
La 'malcasada'
Viene de la página 11
su primer documento poniendo en orden sus intereses terrenales. La mano del marido herida en la más alta ocasión que conocieron los siglos quizá sujetará el papel tan distinto de sus libros.
Tras la victoria de Lepanto va a iniciarse, sin embargo, el postrer acto del gran drama español que acabará en cenizas como sus mismos sueños. Él no lo sabe. Tanto esplendor queda aún sobre aquel polvo donde las galeras pisan sombras de molinos gigantes. Tan sólo le preocupan sus comedias, la gloria esquiva que poco a poco va abriendo un piélago de tedio en torno a doña Catalina. Quién sabe si anda por medio aún, nacida entre los racimos de las viñas, la eterna memoria de Ana Franca, a su vez mal casada y a un tiempo madre de su única hija.
Todo ello sucedió en esta Esquivias donde hoy Perduran viejas mansiones convertidas en casas de labor o almacenes de grano, donde asoman su rostro polvorientos tractores, puede que incluso en ésa de chaflán con escudo en la que una lápida recuerda tan breve tiempo de vida en común. La mujer de Cervantes, a más de joven, devota y silenciosa, poseía un huerto tan cerrado como su corazón, en un principio al parecer enamorado.
La verdad es que si alguna vez se llegó a amar la pareja, pronto vinieron los primeros desengaños. La paz de Esquivias llenará poco más de un año; luego vendrá la inevitable separación que durará, con algún que otro encuentro inevitable, hasta la misma antesala de la muerte. Mas Catalina no lo sabe O tampoco y espera en su balcón. O quizá lo adivina y calla de día como de noche en cama, en vela, como sus propios sueños, que a veces duran hasta el alba. Poco sabemos de ellos, poco se ha escrito sobre sus pensamientos tan escondidos y secretos.
Tampoco conocemos gran cosa de la mujer de Velázquez, aunque, en cambio, su imagen nos llegara borrosa en algún que otro lienzo. No en el que tradicionalmente pretende retratar su rostro disfrazada de Sibila, sino en el cuadro que representa la familia de Mazo en el Museo de Viena. En él Juana, discreta también, tan silenciosa como Catalina, es poco más que una sombra de la que apenas se adivinan las facciones. Quizá tampoco fue otra cosa en la vida del pintor, en el mar tormentoso de la corte.La mujer de Cervantes nos legó tras de sí sus ausencias y meditaciones por rincones y antiguas galerías que hoy aparecen habitadas por vacías tinajas y pesados remolques. Tan sólo queda de ella el nombre de una calle frontera, porque no en balde entonces escribían la historia los hombres varones.Y, sin embargo, sería preciso buscar en lo que fueron sus solares, sus viñedos, su hogar, descubrir en esta Esquivias de hoy las raíces de su casa y su casta, si es que no están donde la tradición supone: restaurar, limpiar, adecentar las huella de aquel tiempo en común colmado, si no de amor, al menos de respeto mutuo. Sería necesario recordar allí el paso de tantas otras mujeres que más lejos o cerca en el lugar o el tiempo, nacieron para malcasadas sin edad ni nombre, destinadas a llenar la soledad de los demás en un mundo gobernado y escrito por la ley y la pluma de los hombres.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.