El sexo de los ministros
Bochornoso, dictamina el empresario sesentón rechupeteando el Montecristo que acaba de ofrecerle Dorita, como todos los martes y los jueves, en su coqueto piso en raso rosa que él le paga, Dorita, nena, el próximo día no vendré porque es el cumpleaños de mi esposa. Afrentoso, farfulla el administrativo, descorchando con una uña la brizna del filete del almuerzo que se le alojó en la carie y pegando después el detritus en el canto de la revista pornográfica que está viendo, toda senos y nalgas trepidantes, toda lesbianas de latigazo y cuero negro, esas revistas que él guarda bajo Have en su despacho para que no se las descubra la familia. Vergonzoso, declama el ejecutivo de edad media mientras se pavonea en el pub, un ojo en la pechuga de la Puri (pechuga secretarial ya conquistada y encima, la muy boba, enamorada) y el otro ojo bizcamente clavado en el reloj, porque las coartadas conyugales tienen una hora tope de eficacia.Anda escandalizado el personal, sí, porque ha descubierto que los nuevos ministros tienen sexo, que su anatomía no termina en la línea de flotación de los ombligos, por muy centauros que parezcan incrustados en sus mesas oficiales. Dice el rumor que a los ministros se les alborotan las bajuras y que van por ahí ligando como todos, y el personal ha sufrido un espasmo fariseo al ver que en una democracia lo lúbrico se reparte por igual y que tanto los gobernados como los gobernantes son rijosos.
A mí me da lo mismo que los ministros estén con las enjundias arriscadas, frenesí, por otra parte, ya conocido por sus antecesores en el cargo, y que no sólo padecen los políticos, sino casi toda enjundia anónima. A mí lo que me preocupa es que los nuevos ministros sigan empeñados en ofrecer la vieja imagen familiar lisa y caduca, que se emperren en tapar las resquebrajaduras maritales con el viejo pegamento de mentiras. A mí lo que de verdad me abruma es que haya, como hay, un alto cargo que, tras muchos años de ruptura, parece haber decidido instalarse de nuevo con su esposa, quizá porque las fotos conyugales siguen cotizándose bien en el mercado: un afán que suena a conocido, a fórmula política, a estilo añejo. Tal vez el verdadero escándalo resida en que no ha muerto de verdad la tecnocracia.
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