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Hacia una filosofía feminista

Las mujeres que son feministas no tienen grandes necesidades en lo que se refiere a filosofía: les basta tener, en primer lugar, un agudo sentido de la injusticia, una buena dosis de sentido común y la oportunidad de poner en práctica los dos atributos anteriores. Tradicionalmente, los filósofos han sido los hombres, ya que han dispuesto tanto de la educación necesaria como del tiempo libre. Mientras las mujeres se dedicaban a traer niños al mundo, a cocinar, a coser y a limpiar, los hombres disfrutaban del tiempo necesario para dedicarse al pensamiento abstracto. Y, más importante aún, los hombres disponían de alicientes. Tenían que elaborar sistemas de pensamiento, ya fuesen filosóficos o religiosos, que justificasen su dominio sobre el sexo opuesto; y que lo justificasen especialmente ante el sexo opuesto. Los clérigos nos acusan, así, de ser responsables de haber introducido el pecado en el mundo; los racionalistas nos dicen que carecemos de capacidad de raciocinio, y los científicos nos dicen que nuestro físico es inferior.La primera tarea de la mujer no consiste tanto en elaborar una filosofía propia como en desarticular la filosofía masculina. Y con tanta sabiduría contenida en los libros, los padres se aseguraron de que sus hijas no supiesen leer. Sabían lo que hacían. La alfabetización de las mujeres es tan peligrosa para los hombres como la alfabetización del proletariado.

Por supuesto, toda mujer sabe que la biología es el destino. Las mujeres de pasadas épocas, agotadas por embarazos continuos, lo sabían demasiado bien. Y por tanto, el feminismo debe empezar por el derecho de cada mujer sobre su propio cuerpo. Los hombres, sabedores de ello, han convertido este derecho en uno de los peores pecados. Aún hoy la Iglesia católica prohíbe a las mujeres el uso de un medio de control de natalidad eficaz. Las fuerzas del conservadurismo masculino siempre se han confabulado para tratar de impedir que las mujeres controlasen sus propios cuerpos. El aborto era ilegal (lo sigue siendo en muchos países), y los médicos que lo practicaban eran severamente castigados. El fundamento de ello hay que buscarlo en el juramento hipocrático, que prohíbe el aborto. Sin embargo, la idea de que esto pueda tener algo que ver con el respeto a la vida humana es absurda. Los griegos abandonaban a su suerte a los recién nacidos no deseados. En aquellos países donde las mujeres no tienen acceso al control de la natalidad, los niños pequeños mueren de enfermedades, pobreza y desnutrición.

Intimamente relacionado con la cuestión del control de natalidad está el concepto de familia. La idea de la familia es invocada continuamente en nombre del conservadurismo en general, y del antifeminismo en particular. Hegel la utilizó para justificar el sojuzgamiento de la mujer, y siempre ha sido una de as piedras angulares del edificio patriarcal. Esto es así no sólo en un plano elevado y moral, sino también en el de la vida cotidiana.

A las mujeres se les ha negado igualdad de tratamiento salarial, aduciendo que los hombres han de mantener a una familia y ellas no. Se les ha excluido de la realización de trabajos más gratificantes, del Gobierno y de los puestos en los que se toman decisiones, arguyendo que su deber está en el hogar.

En el momento en que las mujeres puedan decidir por sí mismas si desean o no tener familia, todos estos argumentos caen por su propio peso. De todas formas, nunca fueron demasiado convincentes, por varios motivos. En primer lugar, ampararse en el argumento de la familia para negar a la mitad de la raza humana un trato acorde con la justicia natural, así como el derecho a la libre autodeterminación, sólo puede servir para rebajar esta institución.

En segundo lugar, las construcciones teóricas que niegan a las mujeres derechos a los que son acreedoras en tanto que seres humanos se fundamentan y justifican esgrimiendo una concepción de la vida familiar totalmente falsa, en la medida en que nada tiene que ver con la realidad social, y son hipócritas en la medida en que los valores que en teoría se agruparían en torno a una sociedad orientada hacia la familia no se mantienen de hecho ni tan siquiera por los hombres que los exponen.

La mayoría de las mujeres tienen que trabajar fuera de casa, quieran o no, estén casadas o no. Muchas familias dependen, totalmente o en parte, de los ingresos de las mujeres, y éste es un fenómeno que no es en absoluto nuevo. Los hombres siempre han muerto, o se han ido a la guerra, o no han podido, por la razón que fuese, hacer frente a sus obligaciones, y a menudo las mujeres han tenido que arreglárselas en un mundo de hombres. No es una casualidad el que la frase viudas y huérfanos evoque la idea de la pobreza. Y aquí llegamos a la hipocresía de lo que hablaba antes. El conservadurismo patriarcal, que justifica la sumisión de las mujeres basándose en los valores de la familia, permite que las familias que han perdido su ganapán masculino se hundan en la más profunda miseria. En otros tiempos, Ias víctimas eran las viudas y los huérfanos; hoy día son las familias uniparentales, que suelen ser mujeres que crían a sus hijos por su cuenta.

Sin embargo, la filosofía feminista ha de atender tanto a la maternidad como a los problemas que conlleva. Es cierto que toda mujer debería tener el derecho a decidir si quiere o no tener hijos y, en caso afirmativo, cuántos, pero no se zanja ahí la cuestión. Ninguna mujer debería verse en la obligación de renunciar a un aspecto completo de su existencia como ser humano para poderse realizar en otro. El precio que ha de pagar una mujer que decide tener hijos tampoco debería ser el de su total dependencia de un solo hombre. Cada vez es mayor el número de mujeres que consideran que ese precio es excesivo. Y no es probable que los hombres deseen seguir cargando con tamaña responsabilidad si ven una alternativa.

Si el feminismo va a representar algo más que el permitir a las mujeres competir en la ratonil carrera masculina, cualquier filosofía feminista debe poner sobre el tablero el problema de ser padres. Lejos de negar la importancia de la maternidad, la mayoría de las feministas defenderían la idea de que la crianza de generaciones futuras es la tarea más importante que pueda nadie acometer; el problema radica en que, aunque el sistema patriarcal defiende esta idea, sólo lo hace de boquilla. De hecho, la recompensa material que la mujer que emprende esta labor percibe es escasa o nula. En términos de recompensa, los hombres, evidentemente, ven la crianza de los niños como una tarea indigna de ellos, comparable a guisar o limpiar. La mayor parte de las mujeres que optan por criar a sus hijos sólo salen perdiendo en cuanto a beneficios materiales. Quizá más importante desde un punto de vista social a largo plazo, los niños que dependen exclusivamente de sus madres también salen perdiendo.

Si uno reconoce el hecho de que la familia tradicionalmente patriarcal está condenada a des aparecer, y todos los indicios, nos guste o no, parecen indicarlo; si uno reconoce que la subsistencia de una mujer depende por entero de otro ser humano; si uno reconoce que los niños deberían ser criados en un ambiente de salud y seguridad, entonces cabe esperar, como se espera la noche tras el día, que el Estado termine por intervenir y asuma los costes que la crianza de los niños conlleva. Constituye un deber del Estado, en términos de impuestos y ayudas, la supresión de desigualdades entre el salario del padre y el monedero de la madre. Y, de hecho, la de la diferencia entre los ingresos de la mujer que decide no tener hijos y los de la mujer que elige tenerlos.

Esto no debe inducirnos a pensar que el cuidado de los hijos no puede confiársele a ningún hombre. Claro que esto no es así. Pero también resulta erróneo pensar que si se les deja elegir libremente, todos los hombres se comportarán altruista y sacrificadamente. Sabemos que la realidad es muy distinta. Como dijo hace un siglo John Stuart Mill en su famosa defensa del feminismo, no se promuevan las leyes penalizadoras del asesinato porque se espere de todo ser humano que vaya a cometer un asesinato.

Uno de los puntos en los que se fundamenta mi filosofía feminista ha sido siempre que el feminismo debería, idealmente, proporcionar una sociedad más igualitaria para todos, redistribuyendo los recursos no solamente entre las mujeres y los hombres, sino también entre los ricos y los pobres, entre los que tienen y los que no tienen. Un programa de sustento nacional, y no individual, para la crianza de los hijos contribuiría a conseguirlo. Pero hasta ahora, en el mundo occidental sólo Suecia parece haber logrado algo que se asemeje al modelo de sociedad ideal.

De momento, al menos, muchos de los propósitos feministas parecen haber caído en saco roto. Las mujeres jóvenes no organizan campanas para conseguir guarderías infantiles ni jardines preescolares: ¿qué sentido tendrían en una época de restricciones a la ayuda escolar y de desempleo masivo? Ante semejante panorama, las mujeres parecen haberse sumado a la carrera competitiva, y corremos el riesgo de acabar dividiendo también a las mujeres en dos naciones: la de las mujeres jóvenes dotadas de formación superior y sólo pendientes de su propia promoción profesional, de un lado, y, de otro, la de las mujeres jóvenes ignorantes y abocadas sin esperanza a una maternidad no planificada desde los diecisiete años.

Pero en medio de este sombrío panorama, un punto de luz permite aún concebir esperanzas sobre la salud y la vitalidad del feminismo, que es algo más que el derecho a la libre autodeterminación individual: me refiero al Movimiento para la Paz de las Mujeres en contra de las armas nucleares. Sean las que sean sus flaquezas, ha demostrado tener valor y determinación, y ha hallado un eco de gran solidaridad en un mundo desolado y poco prometedor, entregado a una agresividad masculina que amenaza muy seriamente con terminar por destruirnos a todos. Esta es la prueba más importante de que la feminización de la sociedad es una posibilidad verdadera, una esperanza. Quizá la única esperanza que tengamos.

es novelista y ensayista británica, autora, entre otros libros, de Actividades patriarcales: las mujeres en la sociedad.

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