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Julio Iglesias, en la crisis

Algo importante se ha agotado y no sabemos qué. Se debería poner más atención a las canciones de Julio Iglesias para comprender la época. Desde Sidney a San Francisco, desde Castilla-La Mancha a Tarragona, una melodía que envuelve el corazón en un licor de pasmo da el indicio más cabal de la emoción reinante. Nos balanceamos en los ligerísimos y lentísimos crujidos del sillón de mimbre en el que se sentaba el contemplador de Margueritte Duras y observamos la repetición del mundo. La melodía de Julio Iglesias anegando los oídos con la dulzura del formol y el paisaje redundante de M. Andesmas oscilando como un péndulo en la memoria helada.Nadie ha de negar que la crisis tuvo, al emerger, la calidad de una fiesta. Iba a ser excitante ver cómo esa prosperidad de los sesenta recibiría el embate de la locura petiférica. Era el circo: la arrogancia de los tecnificados gladiadores contra las fieras subdesarrolladas del petróleo. La destreza y la inteligencia contra el vigor animal y sus zarpazos. Esos analfabetos del Tercer Mundo osaban entrar en los recintos de la opulencia y, como escardadores, metían sus dedos sucios y sus uñas sin manicura entre las gónadas de la energía. Su acción, entre la logística y el desenfreno, prometía un espectáculo como no se hubiera visto en mucho tiempo ¡Ibamos a ser más pobres! ¡Podía repetirse una crisis como la de 1929

Muy pocos analistas, ya curtidos en la teoría del espectáculo, pudieron prever entonces que la crisis se habría de convertir en esta secuencia de tedio y repetición. Apenas cumplidos unos años de alarmismo estimulante, el desaflo de los desharrapados se ha transformado en una mueca todavía más fatigada y ruinosa. El Occidente mira ahora, con un ojo descreído, a esa temible fiera del setenta hundida en el glaucoma. Toda oportunidad de enfrentamiento transformador ha quedado reducida a cenizas, y esa suerte de lucha energética, metáfora de un orgón a lo Wilhelm Reich, ha implosionado en el vacío. Recíprocamente instalados en la muerte, real o simbólica, los rivales cruzan de acera a acera la reiteración de su pobreza o su impotencia.

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