Memorias de un fumador retirado
En una época casi irreal, en que todo el mundo era joven, el crítico mexicano de cine Emilio García Riera se quedó dormido en un cuarto de hotel mientras leía fumando en la cama. El cigarrillo resbaló de sus labios al mismo tiempo que resbaló el libro de sus manos, y cuando despertó estaba a punto de morir asfixiado en un cuarto lleno de humo y sobre un colchón en llamas. No fue posible convencer al administrador del hotel de que había sido un accidente común, que debía estar previsto en los contratos de seguro, como los vasos que se quiebran y las alfombras que se estropean porque se deja abierta la llave de la bañera, y que, por consiguiente, no era justo que trataran de cargar el precio del colchón quemado en la cuenta de un crítico de cine cuyo único lujo burgués era fumar dormido. No hubo nada que hacer: el hotel cobró el colchón a precio de colchón nuevo. He recordado este percance de juventud leyendo un artículo sobre los peligros de fumar, y entre los cuales no se menciona el cáncer como uno de los más temibles, no: parece que en Estados Unidos, donde el temor al fuego es una especie de obsesión patriótica, el vicio de fumar ocasiona más incendios que cualquier otra causa. Inclusive más que cocinar. “Se calcula”, dice el artículo distribuido por el servicio de noticias del New York Times “que no menos de 2.500 personas mueren cada año en incendios provocados por cigarrillos, y unas 25.000 resultan lesionadas en incendios del mismo origen, en los que se registran pérdidas de más de trescientos millones de dólares”. Es probable, además, que estos desastres ocurran en lugares donde no está prohibido fumar, lo cual puede dar una idea de cuál sería el tamaño de los estragos si no existiera ningún límite, al albedrío de los fumadores.
Algún piloto me explicó una vez por qué en los aviones está prohibido fumar sólo durante el despegue y el aterrizaje, y no recuerdo su explicación, quizá porque no me pareció muy convincente. Sin embargo, cada vez que veo a alguien fumando durante un vuelo tengo la impresión ineludible de que está cometiendo una imprudencia y que nos está sometiendo a todos los pasajeros a un riesgo adicional, además de los muchos a que nos somete por sí sola la navegación aérea. A un vecino de asiento que me preguntó el otro día sobre el océano Atlántico si me molestaba que fumara, le contesté que no, siempre que él tuviera la amabilidad de fumarse su cigarrillo apagado. Quería decirle que el humo no me estorbaba para nada, pero que no podía soportar la tensión de ver una brasa ardiendo dentro de un ámbito artificial sometido a una presión de mil metros a 15.000 pies de altura, y disparado a una velocidad de novecientos kilómetros por hora.
Hasta hace unos cinco años no estaba prohibido fumar en los retretes de los aviones. Ahora no sólo hay letreros alarmantes que lo impiden, sino que en las instrucciones verbales que se imparten a través de los altavoces se subraya con un énfasis sospechoso, y a veces sin ningún motivo aparente, que está prohibido fumar en los lavabos. Hay indicaciones muy creíbles de que esa prohibición fue el resultado de un accidente atroz que ocurrió hace unos seis años en un aeropuerto de París, cuando un avión gigante de una empresa latinoamericana se precipitó a tierra a pocos metros de la pista. La investigación del accidente, que yo sepa, no fue nunca divulgada, pero hay versiones muy serias de que los pasajeros murieron asfixiados por el humo de las materias plásticas incendiadas en un lavabo. Al parecer, un pasajero había dejado allí un cigarrillo encendido.
Es fácil imaginar por qué me siento tan a gusto contando estos horrores. Sucede que soy un fumador retirado, y no de los menores. Hace poco le oí decir a un amigo que prefiere ser un borracho conocido que un alcohólico anónimo. Yo había dicho otra cosa menos inteligente, pero tal vez más sincera en ese momento: “Prefiero morirme antes que dejar de fumar”. Sin embargo, antes de dos años había dejado. De eso hace ahora catorce años, y había fumado desde la edad de dieciocho, y a un ritmo que no le conozco a muchos fumadores empedernidos. En el momento en que me detuve, me fumaba cuatro cajetillas de tabaco negro en catorce horas: ochenta cigarrillos. Alguien había calculado que de esas catorce horas útiles en la vida malgastaba cuatro horas completas en el acto simple de sacar el cigarrillo, buscar los fósforos y encenderlo. Fumaba en exceso, pero no era un adicto catastrófico: nunca me quedé dormido fumando, ni quemé un sillón o una alfombra en una visita, ni fumé desnudo, pero caminando con los zapatos puestos ―que es una de las cosas de peor suerte que se pueden hacer en la vida―, ni olvidé un cigarrillo encendido en ninguna parte, y mucho menos, por supuesto, en el lavabo de un avión. No estoy tratando de hacer proselitismo, aunque suelo hacerlo y me gusta, como a todos los conversos. Al contrario, debo decir que en mis largos y dichosos años de fumador no tuve nunca un acceso de tos, ni ningún trastorno del corazón, ni ninguno de los males mayores y menores que se atribuyen a los grandes fumadores. En cambio, cuando dejé de fumar contraje una bronquitis crónica que me costó mucho trabajo superar. Más aún, no dejé de fumar por ningún motivo especial, y nunca me sentí ni mejor ni peor, ni se me agrió el carácter ni aumenté de peso, y todo siguió como si nunca hubiera fumado en mi vida. O mejor aún: como si aún siguiera fumando.
Durante muchos años repetí un chiste flojo: “La única manera de dejar de fumar es no fumar más”. Mi mayor sorpresa en este mundo es que cuando dejé de fumar comprendí que aquel no era un chiste flojo, sino la pura verdad. Pero la forma en que ocurrió merece recordarse, por si estas líneas llegan ante los ojos de alquien que quisiera dejar de fumar y no ha podido. Sucedió en Barcelona, una noche en que salimos a cenar con el médico Luis Feduchi y su esposa, Leticia, y él andaba feliz porque había dejado el cigarrillo hacía un mes. Admirado de su fuerza de voluntad, le pregunté cómo lo había conseguido, y me lo explicó con argumentos tan convincentes, que al final aplasté la colilla de mi cigarrillo en el cenicero, y fue el último que me fumé en la vida. Dos semanas después el doctor Luis Feduchi volvió a fumar, primero en una pipa apagada, después en una pipa encendida, y después en dos, en tres y en cuatro pipas diferentes, y ahora en una preciosa colección de cuarenta pipas de todas las clases. A veces, para descansar de tantas pipas, fuma tabacos puros de todas las marcas, sabores y tamaños. Su explicación es válida: nunca me dijo que había dejado de fumar, sino que había dejado el cigarrillo.
Todas estas experiencias ―que tal vez no sean más que las ráfagas de envidia que a veces deben sentir los curas que colgaron los hábitos― me permiten pensar que, a fin de cuentas, tal vez sea lo mismo fumar que no fumar. Pero que quienes dirigen las campañas contra el tabaquismo no debían ser los médicos y psicólogos ―que, después de todo, no han logrado convencer a muchos―, sino que debía de ser una de las tantas y fructíferas atribuciones de los bomberos.
Copyright 1983, Gabriel García Márquez-ACI.
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