El exilio y los jóvenes
Tantos y tan graves son los problemas que hoy enfrentan los pueblos latinoamericanos que esa gravedad relega a veces el análisis de otros deterioros de más lento proceso, pero también de una trágica proyección hacia el futuro. Uno de tales temas es, sin duda, el exilio en relación con los jóvenes.Obviamente, son muchos los desajustes que implica el exilio, al segregar de la vida nacional a un importante sector de la población y obligarlo a insertarse en contornos que no siempre lo admiten de buen grado. El trasplante forzoso es arduo para cualquier edad, pero tal vez sean los jóvenes quienes, justificadamente o no, consciente o inconscientemente, se sienten más castigados por una situación tan imprevista como abusiva. A los jóvenes, más que a los adultos o a los niños, les es casi imposible concebir este tramo de sus vidas como algo no transitorio, como una frustración a larguísimo, innominado plazo. El riesgo es que tal sensación, unida a una explicable inmadurez, puede convertirlos en víctimas de una erosión poco menos que irremediable.
¿Cuántos de esos jóvenes conosureños que hoy vemos en París, o en Florencia, o en Madrid, tratando de vender productos artesanales que ellos mismos han moldeado o tejido- cuántos de esos muchachitos y muchachas, de vaga sonrisa y mirada lejana, no habrán visto, meses o años atrás, cómo caían a su lado sus camaradas más queridos o no habrán oído gritos desgarradores desde la celda nauseabunda y contigua? ¿Cómo juzgar justicieramente a esos neopesimistas, a esos escépticos prematuros, si no se empieza por entender que sus esperanzas juveniles han sido abruptamente mutiladas por una despiadada acción represiva?
Cuando se habla de derechos humanos, ¿cómo omitir que a estos jóvenes, segregados, de su medio, de su farrrilia, de sus amigos, de sus aulas, se les ha suspendido su humanísimo derecho a rebelarse como jóvenes, a luchar como jóvenes, a estudiar como jóvenes? Sólo se les dejó el derecho a morir como jóvenes, y cabe señalar que en estos sobre
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vivientes lanzados al exilio la muerte ha permanecido como una presencia insoslayable.
Es sabido que en la opaca calma que sigue a las matanzas, el sobreviviente experimenta, entre otras cosas, algo así como una oscura culpa de sobrevivir, y aunque racionalmente sea posible desvirtuar esa sensación con argumentos sólidos, después de los razonamientos la sensación vuelve como un sabor recurrente y amargo. ¿Cómo ese estado de ánimo no va a ser campo fértil para el escepticismo, para las distintas formas de evasión, para el cinismo, la droga y hasta ciertas variantes de delincuencia común? A veces se tiene un valor a prueba de balas y, sin embargo, no se posee un ánimo a prueba de desencantos. Muchos de esos jóvenes que arriesgaron generosamente la vida por una convicción política deben hoy aprender el coraje más gris, más modesto, de asumir una derrota, enfrentar una realidad y empezar a construir una victoria, y también una vida cotidiana.
Ningún régimen que elimine por decreto a toda una generación de la vida nacional puede verosímilmente aspirar a que el desarrollo del país se cumpla sin sobresaltos. Sin duda, la historia juzgará severamente a las dictaduras responsables de este salto hacia atrás. Pero, mientras tanto, los jóvenes no deben sentarse al borde del camino simplemente a la espera de ese eventual juicio de la historia. Ya que ninguno de esos Gobiernos de fuerza ha sabido retenerlos, como no sea en prisiones, los jóvenes no deben, en cambio, aceptar su propio descarte; más bien deben ellos mismos, fuera o dentro de fronteras, retener el país, mantenerlo lo más vivo que puedan y quieran.
Un país sin jóvenes o al margen de los jóvenes corre el riesgo de perder su identidad, y es imprescindible evitar que ello ocurra. Por suerte, en nuestros sojuzgados países ha surgido una nueva promoción, la de los muchachos que eran niños cuando los jóvenes de entonces se vieron obligados a emigrar, y esta nueva hornada que ya ha empezado a expresarse en varios órdenes, viene con impulso y lucidez, y además tiene los pies sobre la tierra. Ya va encontrando su camino por sí misma.
Bien sé que a muchos de nosotros, por nuestra edad, nos separa de las jóvenes generaciones una indecisa pero real frontera. Sin embargo, en estos tiempos de luchas y zozobras, de diáspora y dé muerte, la relación intergeneracional suele ser distinta que en épocas normales; entre otras cosas, porque la represión golpeó y golpea a jóvenes, a maduros y a viejos. En más de una familia han estado presos el hijo, el padre y el abuelo.
A veces pienso que buena parte del escepticismo de algunos jóvenes viene de que sólo vivieron el último capítulo de una historia que empezó hace mucho y que es muy rica, muy compleja. Y aunque los más estudiosos pueden estar informados sobre lo que pasó en los últimos cincuenta años, no es lo mismo que haber vivido lo que representaron para sucesivas. generaciones hechos como la guerra civil española, la derrota del fascismo europeo, el triunfo de la revolución cubana.
La juventud, como es lógico, es sólo un segmento en el desarrollo biológico del ser humano. Pero la juventud es también una actitud. Una actitud que incluye frescura, osadía, imaginación, agilidad, rebeldía, dinamismo, goce de vivir; pero también debemos reconocer que hay jóvenes. que son conservadores, mezquinos, cobardes, resecos; éstos son, en realidad, jóvenes-viejos.
No estoy proponiendo que transmitamos a nuestros jóvenes un optimismo irreal.
Estoy proponiendo que, desde nuestra experiencia y nuestro oficio, desde nuestra memoria y nuestra imaginación, les ayudemos a encontrar su verdad, que, después de todo es también la nuestra. No con una postura paternalista, sino poniendo a su disposición aquello que, por llevar más camino recorrido, nos enseñó la pequeña historia, ésa que frecuentemente no está en los textos o a lo sumo figura en las notas al pie.
La juventud, cuando tiene una actitud joven, es particularmente sensible al amor, al dolor, al disfrute. Ojalá podamos usar nuestros mejores y más eficaces instrumentos, oficios y talentosli para convencerles de que su obligación, su deber primero, es mantenerse jóvenes. No envejecer de nostalgia o de tedio, sino mantenerse jóvenes. No envejecer de rencor o descreimiento, sino mantenerse jovenes para que en la dificil y anhelada hora del regreso vuelvan como jóvenes y no como residuos de pasadas rebeldías; como jóvenes, no como valetudinarios en flor. Como jóvenes, es decir, como vida.
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