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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una huelga en las alturas

LOS ALTOS cuerpos de la Administración del Estado amenazan con la huelga, la primera de su historia laboral. El motivo de procedimiento aducido es su falta de representación en una mesa de negociaciones en la que se discutirá el aumento de las retribuciones salariales para este año y, al parecer, una serie de criterios sobre la reforma de la Administración. Pero los altos cuerpos se han movilizado también por razones de fondo, ya que rechazan de antemano cualquier posibilidad de subida lineal de los sueldos en la Administración Pública y temen una drástica alteración en el sistema de retribuciones, mantenido hasta ahora en la discreta penumbra de los despachos ministeriales.Unos diez mil altos funcionarios de una veintena de cuerpos, que constituyen la flor y nata de la Administración y lucen los mayores coeficientes en su paga mensual y no pocos beneficios históricos, han sido convocados para secundar el paro. Los ciudadanos mas ingenuos se preguntarán con cierto asombro cómo esas miles de personas, que dicen representar ante la sociedad la continuidad, la permanencia y la responsabilidad del Estado, se vuelven contra ese Estado que ellos mismos pretenden servir. En medio de una gigantesca crisis de empleo, con más de dos millones de parados que suspiran por un puesto de trabajo, el clamor de nuestros funcionarios de élite podría sonar como algo resueltamente onírico si no fuera porque su protesta se ampara en la confusión existente en torno al reconocimiento de la acción sindical dentro de la propia Administracción pública y en la ausencia de un Estatuto de la Función Publica.

El reciente anuncio del ministro de Trabajo en el Congreso sobre una próxima legislación reguladora de la sindicación de los funcionarios y su derecho de huelga se ha cruzado con esa reclamación de los trabajadores públicos más privilegiados que no se consideran representados por las centrales sindicales UGT, CCOO y la Confederación Sindical Independiente de Funcionarios (CSIF). Las elecciones sindicales se han desarrollado entre los funcionarios de un modo parcial e indirecto. Una de las consecuencias de este proceso ha sido que los cuerpos superiores tuvieron diversas opciones para presentar candidatos individual o colectivamente. Algunos de estos funcionarios de élite formaron parte como independientes de las listas del CSIF. Ahora, sin embargo, protestan porque quieren mantener su repesentación corporativa, la misma que durante decenios les permitió controlar las partidas presupuestarias a través de la junta de retribuciones que repartía los complementos y las dotaciones especiales haciendo gala de una cierta concepción patrimonialista del Estado.

La huelga se inscribe así, parcialmente, en una confusa discusión sobre la representatividad de los sindicatos convocados por la Administración para negociar sus niveles de retribución y su sistema de reparto. Pero la acción de estos singulares huelgistas, sin experiencia sindical, se suma a otras salpicaduras de diversa índole causadas por el retraso del Gobierno en acometer la reforma de Administración en toda regla y por el sucedáneo improvisado e incompleto de aplicar la mano dura tan sólo en cuestiones de horario o incompatibilidades. La brecha abierta por esta huelga sin precedentes podría llevar al Gobierno y a no pocos sectores de nuestra sociedad a considerar la necesidad de unificar estos reinos superiores de taifas en un sólo cuerpo de la Administración pública y de destinar los complementos e incentivos a premiar lo que hacen -y no lo que son- nuestros funcionarios. Sin embargo, justo es reconocer que el Gobierno comenzó por el tejado la reforma de la Administración y que hubiera sido bueno que las Cortes Generales tuvieran ya en su poder el proyecto de ley encargado de desarrollar el mandato constitucional incluído en el artículo 103 de nuestra norma fundamental.

La oportunidad de pasarle una gruesa factura a los funcionarios de altos cuerpos de la Administración española no carece, por lo demás, de justificaciones, entre otras su apacible convivencia con el anterior régimen autoritario y su tendencia, en el sistema actual, a brincar primero desde la función pública a la política y después, en obligado regreso cuando se pierden unas elecciones, desde los cargos electos a los escalafones administrativos a los que pertenecen con carácter vitalicio. En nuestro país, el servicio civil y la política a secas están intercomunicados por mil canales que privan de autonomía a la función pública y la hipotecan con criterios partidistas y politizaciones interesadas. La patrimonialización del Estado, en unos casos más claros que en otros, es una de las acusaciones de la sociedad hacia quienes hubieran debido promover de manera continua y eficaz el desarrollo de las instituciones y el mejor funcionamiento del sistema. Porque, en ocasiones, estos presuntos servidores del Estado se comportan más bien como si fuesen sus dueños.

Pero, en última instancia, en 1983 no se está juzgando el pasado, sino que se trata de configurar el futuro con el concurso de todos. La impetuosa llegada del Gobierno socialista a la Administración, con la nueva reglamentación de las incompatibilidades y los horarios, no ha sido demasiado mal acogida por los propios afectados, pese a su alto grado de improvisación. Existe entre muchos la sana presunción de que el restablecimiento de la normalidad en el funcionamiento del Estado quizá precise unos cuantos correctivos ejemplificadores. Ahora bien, la discriminación de las minorías en materia de representación y en su capacidad para opinar sobre las subidas de sueldos y los criterios de reforma de la Administración entraña el riesgo de un agravio comparativo, con sus correspondientes cargas de humillaciones. El divorcio de los representantes electos de la soberanía popular con los cuerpos especiales de la Administración puede dejar desguarnecido uno de los flancos más vulnerables de la sociedad en la hora en que se avecinan importantes decisiones políticas, sociales y económicas. El Gobierno y su mayoría parlamentaria, que disponen de legitimidad política suficiente para reformar el aparato del Estado, deben actuar con firmeza, pero también con prudencia, al adoptar decisiones importantes en el trato con el personal que tiene el deber (tan mal entendido por tantos de ellos), de estar al servicio de todos los ciudadanos. La huelga de hoy reviste por eso peligrosos caracteres políticos que no conviene perder de vista.

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