La crisis: del crecimiento a la excrecencia
No hay crisis sino de crecimiento. Esto equivale a decir que todos los días, al multiplicar el discurso sobre la crisis, acreditamos, prolongamos, resucitamos la hipótesis del crecimiento, que es la única hipótesis fundadora de la modernidad. El crecimiento puede adquirir tintes más sombríos, desesperar de sus medios, vacilar sobre sus fines, pero sigue siendo el único sistema de valores que puede mantener una solidaridad orgánica, porque no tenemos nada con que sustituirlo, ninguna finalidad alternativa; por tanto, hay que intensificar el discurso sobre la crisis para salvar el espectro ideal del crecimiento.Se puede incluso montar una crisis real para regenerar, por así decirlo, la energía propia del crecimiento. Nunca agradeceremos bastante a los árabes su teatral golpe petrolero, que nos ha devuelto a la penuria y, por ende, a la crisis y al crecimiento. Sus benéficos efectos se han percibido inmediatamente con un brusco aumento colectivo de moralidad en las naciones occidentales, y la credibilidad y buena fe de los dirigentes, un tanto desfallecidas tras las convulsiones de los años sesenta, han recibido un amplio refuerzo con la gestión de la crisis. Al poner fin a la utopía energética del crecimiento, los árabes nos han devuelto su energía simbólica, la de la austeridad y la penuria; a través de la crisis nos han devuelto un principio de realidad y de gobierno.
Todo el mundo se ha instalado en la crisis como principio fantasmal de realidad. Principio de hiperrealidad: en el fondo, nadie lo cree, pero todo el mundo quiere coincidir sobre su credibilidad, es decir, sobre su mayor probabilidad como compromiso, sobre la esperanza de ese compromiso definitivo. Mantengamos esta coyuntura aleatoria, este movimiento indefinible de la crisis; sólo él puede ahorrarnos la evidencia de nuestro fin. Difundir en la gestión de la crisis esta evidencia, a saber: que el crecimiento ya ha dado fin, y que estamos en otro régimen, cuyas consecuencias son incalculables.
La excrecencia
Ya no estamos en el crecimiento, estamos en la excrecencia. Estamos en una sociedad de la proliferación, es decir, de lo que continúa creciendo sin poder medirse conforme a sus propios fines. Lo excrecente es aquello que se desarrolla de forma incontrolable, aquello cuyos efectos se multiplican al desaparecer las causas. Es lo que lleva a una prodigiosa obstrucción de los sistemas, a un desarreglo por hipertelia, por exceso de funcionamiento, por saturación virtual. No hay mejor comparación que el proceso de las metástasis cancerosas: es la pérdida de la regla de juego orgánico de un cuerpo lo que hace que determinado conjunto de células pueda manifestar su vitalidad incontenible y mortífera, desobedecer, en cierto modo, las propias órdenes genéticas y, en vez de desarrollarse según un esquema organizado, proliferar hasta el infinito.
Esto ya no es un proceso crítico: la crisis es funcional, es siempre una cuestión de causalidad, de desequilibrio entre las causas y los efectos, y encuentra o no su solución en un reajuste de las causas. Mientras que, en lo que a nosotros atañe, son las causas las que se borran y se vuelven ilegibles, dejando paso a una intensificación de los procesos en el vacío.
Mientras hay contradicción, disfunción en un sistema, desobediencia a leyes conocidas de funcionamiento, la cosa no es grave, puesto que queda una perspectiva de rebasamiento, de solución por rebasamiento. Lo que es más grave y ya no constituye crisis, sino catástrofe, es cuando el sistema ya se ha rebasado a sí mismo, cuando ya ha rebasado sus propios fines y no es posible, por tanto, encontrarle ningún remedio. La carencia nunca es dramática, es la saturación la que es fatal: crea al mismo tiempo una situación de tetanización y de inercia.
Embarazo y desierto
Lo que me asombra es la obesidad de todos los sistemas actuales, ese embarazo diabólico, como dice Susan Sontag del cáncer, que aqueja a nuestros dispositivos de información, de comunicación, de memoria, de almacenamiento, de producción y de destrucción, tan amplificados y pletóricos, que tienen de antemano la certeza de su inutilidad.
No somos nosotros los que hemos puesto fin al valor de uso en teoría, es el propio sistema el que lo ha liquidado por exceso de producción. Se producen y acumulan tantas cosas, que ya nunca tendrán tiempo de emplearse (lo cual resulta sumamente afortunado en el caso de las armas nucleares: la obesidad de los sistemas de destrucción es lo único que nos protege de su puesta en marcha). Se producen y difunden tantos mensajes y señales, que ya nunca podrán adquirir un sentido. ¡Mejor para nosotros! Felices nosotros, que no llegamos a conocer el 99% de la información, el 99% de la producción; ya con la ínfima parte que absorbemos nos encontramos en estado de electrocución permanente.
Hay, sin embargo, una náusea peculiar en esta inutilidad prodigiosa. Es la inutilidad de un mundo que se hincha, que acumula, prolifera y se hipertrofia, y que no consigue dar a luz. ¡Todas esas memorias, archivos y documentaciones que no consiguen parir una idea!; ¡todos esos planes, programas y decisiones que no consiguen parir un acontecimiento!; ¡todas esas armas sofisticadas que no consiguen parir una guerra!
Esta saturación ya no tiene nada que ver con el excedente descrito por Bataille, que todas las sociedades siempre han sabido crear y destruir como efectos de gasto inútil y suntuario. Ya no hay gasto que pueda acabar con toda esta acumulación; se trata del mismo guión de la crisis del año 1929, y en realidad seguimos en esa crisis, porque la brecha que abrió nunca se ha vuelto a cerrar. Sigue siendo el acontecimiento fundamental de nuestro siglo. Y ni siquiera disponemos del uso de esa acumulación; ya no tenemos más que una descompensación lenta o brutal en que cada factor de aceleración, de concentración, juega como factor de inercia, aproximándonos al punto de inercia. Lo que llamamos crisis es el presentimiento de ese punto de inercia.
Este principio de saturación y de inercia puede leerse en la desertización del tiempo, del cuerpo, del territorio. Son cosas que ya no tienen principio ideal a escala humana: no quedan más que sus efectos concentrados, saturados, miniaturizados. Ese cuerpo que es el nuestro ya no aparece sino como superfluo, inútil, a fin de cuentas, en su extensión, en la multiplicidad y complejidad de sus órganos, tejidos y funciones, puesto que hoy todo se concentra en el cerebro y la formula genética, que resumen por sí solos la definición operacional del ser. La tierra, los inmensos campos geográficos, parecen un cuerpo desértico, cuya extensión misma es innecesaria (alguna vez nos vemos forzados a atravesarla), dado que ya todos los acontecimientos se resumen en las ciudades, las cuales, a su vez, se están reduciendo a algunos enclaves miniaturizados de excepcional importancia. Y el tiempo: ¿qué decir de ese inmenso tiempo libre que se nos otorga, demasiado tiempo, que nos rodea como un solar vacío, una dimensión cuyo desarrollo ya es inútil, puesto que la comunicación instantánea ha miniaturizado nuestros intercambios en una sucesión de instantes?
El régimen anómalo
Si nos paramos a reflexionar, ese doble proceso de tetanización y de inercia, de aceleración en el vacío; de redoblamiento de la producción donde nada se pone en juego ni hay finalidades sociales; de recrudecimiento de la visibilidad donde nada hay que ver, etcétera, refleja bien el doble aspecto que suele atribuirse a la crisis: inflación y paro. Pero precisamente este análisis en términos de inflación y paro es convencional y engañoso, porque todo lo circunscribe únicamente al nivel socioeconómico. Ahora bien, la inflación y el paro tradicionales son, como es sabido, variantes integradas en la educación del crecimiento: a ese nivel no hay crisis en absoluto, se trata de procesos anómicos, y la anomia es la sombra de la solidaridad orgánica, no es inquietante como tal. Lo que sí es inquietante es la anomalía.
Pues bien, estamos en régimen anómalo: la anomalía no es un síntoma claro, es un signo extraño de desfallecimiento, de infracción a una regla de juego secreta, o al menos, desconocida para nosotros. Tal vez sea un exceso de finalidad, no lo sabemos. Algo se nos escapa; nos escapamos en un proceso de no-retorno, hemos pasado un determinado punto de reversibilidad, de contradicción en las cosas, y hemos entrado vivos en un mundo de no-contradicción, de entusiasmo, de éxtasis, de estupefacción ante procesos irreversibles que, sin embargo, no tienen sentido.
Véase la moneda. Estamos de acuerdo en que la inflación es la crisis, pero hay algo mucho más inquietante, o mejor, alucinante: es la masa de las monedas flotantes que rodea la Tierra con su ronda orbital. Es el único y verdadero satélite artificial: la moneda transformada en artefacto puro, de movilidad sideral, de convertibilidad instantánea, y que por fin ha encontrado su auténtico lugar, más extraordinario que el stock exchange: la órbita donde sale y se pone como un sol artificial.
El paro, de acuerdo. Pero sabido es que también el paro ha cambiado de sentido. Ya no es una estrategia del capital (el ejército de reserva) y, a la inversa, ya no es tampoco un factor crítico en el juego de las relaciones sociales; de lo contrario, dado que la cota de alerta se ha rebasado hace mucho tiempo, debería haber producido convulsiones inauditas. ¿Qué es hoy el paro? También es una especie de satélite artificial, un satélite de inercia; una masa, cargada de electricidad que ni siquiera es negativa, de electricidad estática; una fracción cada vez mayor de la sociedad que se congela, que se detiene por inercia y que en casos límites se convierte en objeto de museo en las fábricas- simulacro alemanas. Es un testimonio de esta inercia creciente en todos los campos que existe tras la aceleración de los circuitos e intercambios. Detrás de la exasperación del movimiento hay algo en cada uno de nosotros que va más lento, cada vez más lento, hasta borrarse de la circulación. Se ha operado un cambio total: es la sociedad entera la que empieza a gravitar en torno a este punto de inercia.
Inercia polar, como bien dice Paul Virgilio. Es como si los polos de nuestro mundo se aproximaran, y ese cortocircuito inexorable produce a la vez efectos exuberantes y una extenuación de las energías potenciales. Ya no se trata de una crisis, sino de un acontecimiento fatal, de una catástrofe en cámara lenta. En política todo se ordena conforme a dos hipótesis cuasi-metafisicas.
1. Nada ha sucedido: el progreso, el crecimiento, la liberación la revolución, la felicidad; en el fondo, nada de esto ha empezado realmente, y de ahí nuestra desgracia; pero todo puede esperarse, ¡levantemos los ánimos!
2. Todo ha sucedido ya, todo se ha realizado, las promesas se han cumplido, Dios está con nosotros
El discurso político gira siempre en torno a ambas hipótesis a un tiempo: os lo hemos dado todo, todo está por hacer.
Crisis transpolítica
La verdadera crisis es transpolítica, en cuanto ya no permite ese ,doble juego político de la esperanza y de la promesa metafórica. El polo del vencimiento, del desenlace, del apocalipsis (tanto en el buen sentido como en el malo), cuya llegada podíamos dilatar hasta el infinito del juicio final, pero contando con sus beneficios actuales en forma de tensión histórica, de tensión metarisica, de energía y dedeseo; ese polo, decíamos se ha aproximado infinitamente incluso podría decirse, con Canetti, que lo hemos rebasado sin darnos cuenta, y nos encontramos en la situación de haber franqueado nuestros propios fines, de haber cortocircuitado nuestras propias perspectivas, de estar ya más allá y por ello, sin horizonte ni esperanza. Véanse si no nuestros dos grandes acontecimientos: lo nuclear y la revolución. De nada sirve esperar ésta o temer aquél en el futuro, puesto que uno y otra ya han tenido lugar. Todo está ya liberado, cambiado, subvertido, ¿qué más quiere usted? Es inútil esperar, las cosas están ahí, nacidas o muertas al nacer; están ahí, superadas. La imaginación está en el poder; la luz, la inteligencia están en el poder; vivimos, o pronto viviremos, la perfección de lo social; todo está ahí, el cielo ha bajado a la tierra, y presentimos el gusto fatal de los paraísos materiales. Es desesperante, pero, ¿qué se le va a hacer? No futurice. Y al mismo tiempo, que no haya pánico, todo está ya nuclearizado, enucleado, volatilizado. La explosión ya se ha producido, la bomba no es más que una metáfora. ¿Qué más quiere usted? Todo se ha borrado ya del mapa. Es inútil soñar: el clash ya ha tenido lugar, paulatinamente, en todas partes.
La última bomba, de la que nadie habla, es la que, no conforme con dispersar las cosas en el espacio, las dispersaría en el tiempo. La bomba temporal. Allí donde explota, todo se precipita en el pasado, y tanto más lejos cuanto más potente es la bomba. Pues bien, mire a su alrededor: esta explosión ya se ha producido. En un mundo sin memoria como el nuestro, ya todo es lanzado vivo hacia el pasado, es como si las cosas se hubieran precipitado en una dimensión donde no tienen sentido más que petrificadas por una revolución definitiva del tiempo. Esta es la verdadera bomba, la que inmoviliza las cosas en una recurrencia espectral.
¡Cuánta emoción!, me dirá usted; ¡cuántas reflexiones dramáticas sobre una situación tan trivial! Es cierto, la crisis se ha hecho trivial, tan trivial, que resulta casi nostálgica, reflejando a la vez un deseo de crisis y el deseo crepuscular de salir de ella. Pero precisamente lo interesante es lo que esconde esta trivialidad (de la cual, de todas formas, todo el mundo se beneficia), es un cierto elemento fatal que recorre en filigrana la trivialidad; elemento imprevisible, puesto que ya no depende del encadenamiento de las causas, sino del desencadenamiento de los efectos, y que, por esta razón -y ahí está lo apasionante-, ya no es la estrategia de nadie.
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