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Los de tercera

El número tres ha estado lleno de significados místicos y religiosos desde épocas remotas, entre los pueblos más famosos y respetados de la Tierra. Las trinidades se dan en las culturas más excelsas del pasado y yo recuerdo haber leído hace mucho un estudio del gran filólogo Usener, acerca de lo que supuso en las culturas clásicas. La religión cristiana se funda en la creencia en la Santísima Trinidad, y con esto ya está dicho todo. Pero en la época contemporánea, en esta época en que toda subversión de valores es imaginable, nos ha tocado ver, también, que el número tres ha perdido todo su antiguo prestigio religioso y filosófico y ha pasado a ser un número ordinario, chabacano y antipático por muchos conceptos.Yo tengo la impresión de que la culpa de que haya ocurrido esto se debe a las compañías de ferrocarriles, cuando establecieron las tres tarifas: de primera, segunda y tercera. Creo que ahora este sistema se ha abolido ya, pero cualquiera que cuente sobre su cuerpo un regular número de años recuerda perfectamente la sordidez de los asientos de tabla de los vagones de tercera, la mediocridad vergonzante de las segundas y el lujo de las primeras. Esta maldita división hizo que, insensiblemente, todo el mundo se sintiera ferroviario y que hablara con desprecio de una serie de cosas que, de modo automático, venían a ser de tercera clase. Lo mismo si se trataba de poesía que de bellas artes. La tercera nos atemorizó a todos. A veces sin razón. Porque, al menos yo, durante mis viajes etnográficos juveniles, he encontrado en los vagones de tercera a gentes que eran simpáticas, cordiales e interesantes (siempre con alguna excepción, claro es), y en las primeras, muchos tipos petulantes, que afectaban gran frialdad y distancia, tomadas de algún patrón británico de los que, con frecuencia, tomamos como modelo para nuestro mal. Y he de añadir que mi experiencia es la que también tuvo el príncipe Kropotkin, el cual recordaba (y en esto tomo de testigo a don Ramón Carande) sus viajes en las terceras españolas como cátedras de educación e hidalguía. Pero la experiencia de nada vale. Y volviendo a lo británico, recuerdo también que hace cosa de treinta años conocí en Oxford a un historiador que, hablando de cierto joven colega, decía con desdén que había escogido un tema histórico de tercera, al orientar su carrera (a third class subject). Este tema de tercera era, para mayor oprobio, la historia de la España contemporánea. El joven ahora es un historiador conocidísimo del que no diré el nombre. Tampoco el del que clasificaba de aquella manera desdeñosa y que se dedicaba al estudio de las casas ducales de su país.

La tercera nos persigue. Ahora es corriente oír afirmar a personas que comentan algo que ha ocurrido en este país: "Eso es tercermundista". Porque el mundo también está dividido en primera, segunda y tercera, y los españoles andamos, al parecer, en el paso que va de la segunda a la tercera. Los de primera son los que todos sabemos.

Personalmente, en fin, me encuentro con que, por decisión unánime, estoy también en la tercera edad, acerca de la cual la televisión nos proporciona unos reportajes que da gloria ver, porque demuestran lo bien que se portan los de las dos edades felices de primera y de segunda con una serie de ancianos desdentados, tuertos, cegatos, cojos o lisiados, de uno y otro sexo, y lo a gusto que viven éstos juntos en hospitales y asilos, separados de sus hogares y familia.

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Un reportaje de éstos es particularmente agradable a la hora de cenar, como asimismo lo son las informaciones que vienen del Tercer Mundo precisamente, en el que ocurren toda clase de desaguisados, cosa que no se da tampoco ni en el primero ni en el segundo. Muy bien. Somos de tercera, viajamos en tercera. Acaso moriremos de una manera que también será de tercera. Como podamos. ¿Pero qué son la primera edad y el primer mundo? Pues, la verdad sea dicha: algo que no es tan envidiable como se dice, o más bien, algo que objetivamente es envidiable para los que no estamos dentro, pero que los que están nos parece que desaprovechan de modo miserable con harta frecuencia. Y así resulta que puede pasar lo que me ocurría a mí en mis viejas experiencias ferroviarias: que estaba mejor en el vagón de tercera, con sus duras tablas, que en la mullida primera, con sus alcornoques displicentes. Porque yo no veo que esté demostrado que en el primer mundo haya menos melones que en el segundo o en el tercero. Tampoco que la primera edad esté llena de Venus, Adonis, Apolos, las tres gracias, Orfeo y Eurídice, etcétera. Así que uno, con su visión gastada, sus dientes más bien postizos y otros achaques y flaquezas, puede decir: ¡Pche!, para lo que pasa con la tercera edad basta, y hay que reconocer que el Tercer Mundo tiene su hechizo particular. Más aún. Vuelve a pensar que el número tres es algo muy grande, misterioso y augusto, y que le hace a uno aliado y protegido de la Santísima Trinidad.

Si el que escribe fuera un viejo que promete, como lo fueron Clemenceau y Churchill, formaría un partido con la divisa de "Sesentones y septuagenarios de todo el mundo: uníos. Tenemos el porvenir por delante". Pero el que escribe no ha prometido nunca nada.

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