En la muerte de Sigfrido Blasco Ibáñez
La reciente muerte, en su Valencia natal, de Sigfrido Blasco Ibáñez, el último diputado a las Cortes constituyentes republicanas, merece un recuerdo público. De no ser por el renombre universal de su padre, el gran Vicente Blasco Ibáñez, pocos guardarían hoy memoria de quién fue Sigfrido Blasco Ibáñez, y nadie, o casi nadie, sabe lo que significó Blasco Ibáñez en la política española. El fue, con el hijo de Salmerón y el de Pi i Margall, un republicano de nacimiento. De casta le venía al galgo. Proclamó la República en Valencia horas antes de que se hiciera en Madrid. Las calles que confluían a la de la redacción de El Pueblo, el diario que fundara su padre y que él dirigía, se convirtieron en auténticas riadas de gentes que vitoreaban con entusiasmo el nacimiento del nuevo régimen. Pasaron los años y la República derivó hacia el abismo en que, tras una incivil guerra, acabó por desaparecer. Sigfrido, como a él se le conocía y le gustaba ser llamado, viose involucrado en el escándalo del estraperlo, aquel inocente y confuso asunto que no tiene comparación posible con los abundantes y deshonestos negocios que han debido ver y juzgar los tribunales de Justicia en ese medio siglo que ha transcurrido desde la contienda que enfrentó a los españoles en el campo de batalla. Algún día valdrá la pena echar luz sobre aquel triste episodio que sirvió para descalificar a un partido político y sobre el cual Blasco Ibáñez hizo muy notables revelaciones.A Sigfrido le persiguieron tirios y troyanos. Se vio obligado a salir de Valencia, pues no era bien visto en agosto de 1936 un político republicano que había rechazado el pacto del Frente Popular. No regresó a España hasta junio de 1977. Dos arduas tareas se propuso acometer Blasco Ibáñez. La primera, recuperar el patrimonio que le habían arrebatado. La segunda, conseguir el reconocimieno de que había sido injusta su condena por el Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo. Blasco Ibáñez consideraba que su gran patrimonio, por encina de muchas otras cosas, era el diario El Pueblo. Las rotativas fueron incautadas y pasaron a ser propiedad de un diario del Movimiento. Hace apenas dos años le devolvieron el carné de periodista y la cabecera del citado periódico, informándole de que si tal era su deseo podía editar un semanario con la misma denominación. Preguntó a Josep Meliá, su interlocutor entonces en la Moncloa, si en el fondo se pretendía algo con aquella sutileza. Le contestó aquel secretario de Estado para la Información que desde las alturas querían convencerle para que, con el prestigio de su nombre, resucitara el Partido Autonomista. Al preguntarle la causa del interés en crear un partido republicano, Josep Meliá le contestó que de este modo por cada voto que obtuvieran los republicanos blasquistas se restaría un voto a los socialistas. Como es lógico y de esperar, el hijo del autor de Una nación secuestrada replicó en forma airada y no aceptó entrevistarse con el mallorquín, pese al interés de éste en lograrlo. Su consejo, siempre valioso y oportuno, no siempre, por desgracia, fue debidamente atendido. Así le sucedió, por ejemplo, al político valenciano José Luis Albiñana. Le dijo Blasco Ibáñez que, a menos que quisiera suicidarse, no tocara el asunto de la senyera, puesto que "el problema del valencianismo y del catalán era cosa de unos cuantos intelectuales que habían sacado dinero en premios literarios concedidos en Barcelona". Y así fue y así es. Albiñana murió políticamente. Tal vez los políticos del presente debieran oír con un poco más de atención a los políticos de ayer; tal vez aquéllos, por haber errado mucho, pueden dar buenos consejos. Es la lección de la historia.
Tampoco pudo Sigfrido obtener la satisfacción de que se reconociera que aquella sentencia que le condenó fue injusta de toda injusticia, puesto que Blasco Ibáñez, a quien se imputaron delitos cometidos antes de que él naciera, fue un hombre entero que nunca quebró ni tan siquiera las reglas del buen gusto y de la más exquisita cortesía. Una anécdota que nos contó en su exilio de Niza ilustrará cuanto decimos. Los hermanos Franco -Nicolás y Francisco- visitaron a Blasco Ibáñez en su despacho de la redacción de El Pueblo para pedirle que a fin de alejar a su hermano Ramón de veleidades políticas y de otras que no lo eran, hiciera que le nombraran agregado aeronáutico en nuestra Embajada en Washington. Díjoles nuestro hombre que juzgaba más conveniente que se lo pidieran a Alejandro Lerroux, a lo cual replicaron los dos hermanos que sería más efectivo si se lo pedía él al antiguo emperador del Paralelo. Habló Sigfrido con Lerroux, y éste, a su vez, con Diego Martínez Barrio, a la sazón presidente del Gobierno. Franco fue nombrado para el cargo que se apetecía y continuó desempeñándolo cuando a los pocos meses se celebraron elecciones parlamentarias (19 de diciembre de 1933) y tomó el poder Gil Robles con su CEDA. Así eran aquellos tiempos, y así eran aquellos hombres. No obstante, de poco le sirvió al nuestro: pasó 41 años en el exilio.
Compartimos en Niza, o bien en Barcelona, o en Valencia, o en Madrid, a su regreso a España, muchas horas de tranquila conversación. Sufrió mucho, muchísimo, en los años de su exilio, pero fue un hombre que jamás conoció el rencor. Descanse en paz frente al mare nostrum que tanto quiso.
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