La reunión de la OPEP y los precios del petróleo
EN LA reunión celebrada en un elegante hotel de Ginebra, los representantes de los trece miembros de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) no han llegado a ningún acuerdo sobre las cantidades de crudo que deberían integrar su oferta diaria conjunta a lo largo de 1983. Esta falta de concertación referida a la producción lleva implícita lógicamente la caída de los precios del petróleo, dado que los niveles de la demanda mundial se hallan bastante por debajo del suministro competitivo de los productores, a diferencia de lo que había venido ocurriendo desde finales de 1973.El éxito del legendario cártel petrolero que ahora empieza a cuartearse radicó en su control sobre el mercado de crudos. En la ventura de esa conducta cuasimonopolística, de la que se beneficiaban también los países oficialmente situados al margen de la organización, anidaban, sin embargo, las semillas del fracaso. El alza de los precios del petróleo provocó un descenso de la actividad económica de los países industrializados. Por lo demás, resultaba inevitable que los elevados costes de los crudos engendraran un proceso de sustitución de fuentes de energía -desde el carbón a las centrales nucleares, pasando por los ensayos de energía solar- y el ahorro de consumos domésticos e industriales. El resultado fue que, a comienzos de la década de los ochenta, el consumo de petróleo de las naciones industrializadas del planeta es prácticamente idéntico al que existía a mediados de la década de lo sesenta. Los elevados precios del petróleo, por un lado, y la eficacia de las grandes empresas multinacionales para poner en explotación nuevos yacimientos de oro negro (en el mar el Norte, Noruega o México), por otro, aumentó considerablemente la producción de crudos fuera del área de la OPEP. De añadidura, el carbón, como consecuencia de los mayores precios relativos del petróleo y de la amenaza de su escasez, volvió a ser codiciado como materia prima y las enormes reservas mineras de Australia, Suráfrica, Colombia y Estados Unidos fueron puestas en explotación, en niveles óptimos de rentabilidad, para abastecer a las centrales térmicas.
Las sacudidas de los precios del petróleo tuvieron, por lo demás, consecuencias devastadoras para los países del llamado Tercer Mundo desprovistos de recursos energéticos. Por un lado, estas naciones se encontraron ante la necesidad de pagar una factura de crudos enormemente encarecida, a la vez que hallaban una demanda menor para sus propios productos de exportación, resultado de las repercusiones de la depresión mundial sobre las zonas industrializadas. Los déficit de los países subdesarrollados tuvieron que ser financiados, en consecuencia, con los petrodólares que la banca internacional canalizaba desde los países de la OPEP hasta las zonas pobres. Precisamente fue en este punto donde se rompió el cántaro de la lechera, ya que los negocios de los muy ricos resultan inviables desde el momento en que los muy pobres se ven obligados a endeudarse con sus acreedores para poder pagarles sus deudas anteriores. El esquema se complicó todavía más cuando la escasa demanda internacional se concentró en los países de la OPEP, los únicos que disponían de liquidez abundante no sólo para colocar el dinero en los circuitos de las finanzas internacionales, sino también para incrementar la adquisición de mercancías. Por esta razón, el eventual hundimiento de los precios del petróleo constituiría, aunque parezca una paradoja, un riesgo añadido para el sistema de relaciones económicas internacionales, ya que haría peligrar la solvencia de los clientes hasta ahora capaces de tirar de la demanda de mercancías. A estos temores se añaden los recelos de aquellos bancos europeos y norteamericanos que, para colmo de males, son acreedores de los países petroleros.
Desde una perspectiva menos pesimista e interesada, hay que acoger con alivio los primeros síntomas de derrumbamiento del cártel del petróleo. La economía internacional no podría seguir aguantando unos precios del petróleo que obligaran a dedicar una parte excesiva de los recursos de los países importadores al pago de las facturas de importación de crudos, en vez de asignarlos a alternativas productivas. La última década de estancamiento de la economía mundial ha desplazado la prosperidad y el pleno empleo por la recesión y el paro. Paralelamente, el anterior dinamismo de los países eufemísticamente bautizados como en vías de desarrollo ha sido sustituido, en los años recientes, por una lenta agonía de suspensiones de pagos y quiebras financieras, sin que falten estampas tan dramáticas como la expulsión de trabajadores africanos extranjeros de Nigeria.
Para España, el encarecimiento de los precios de petróleo, acompañado de una desastrosa política energética, representó un fuerte déficit de la balanza comercial y el comienzo de un preocupante endeudamiento exterior. En el transcurso de pocos años, nuestra deuda exterior ha pasado de los 6.000 a los 28.000 millones de dólares, sin que se haya conseguido reducir el consumo de petróleo. La economía española devora todavía un 25% más de petróleo que antes del inicio de la crisis de 1973. La perspectiva de un eventual descenso del precio del barril en dos dólares nos supondrá un ahorro cercano a los seiscientos millones de dólares anuales. Es de esperar que, ante esta posibilidad, la cariacontecida expresión del ministro Boyer mejore de apariencia y dibuje una media sonrisa que podría desplegarse incluso de oreja a oreja si los precios de los crudos cayesen cinco dólares por barril.
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