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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Tartufo y el enfermo imaginario

LA SUSTITUCIÓN, en La clave del pasado viernes, del debate anunciado sobre los ayuntamientos de izquierdas por otro previamente grabado sobre la estancia de Napoleón en España ha suscitado la protesta del grupo parlamentario de Alianza Popular. Según el diputado Gabriel Camuñas (véase EL PAIS del día 15), la razón de ese cambio fue el veto interpuesto por el Gobierno, obedientemente aceptado por el director de RTVE, a la presencia en el programa de algunas personas -fundamentalmente Antonio Alonso Puerta, ex teniente de alcalde socialista del Ayuntamiento madrileño- dispuestas a criticar la gestión socialista en determinados municipios. Los directivos de Televisión han rechazado esa versión y han propuesto -de manera escasamente convicente- como explicación alternativa que una repentina enfermedad habría impedido a José Luis Balbín, que simultanea todavía -un mes después de su nombramiento- su nuevo puesto de director de Informativos con sus viejas funciones de moderador en La clave, presentar en directo el polémico debate municipal. La imposibilidad de localizar a Balbín en el lecho del dolor y el testimonio de un espontáneo que afirma haberle visto transitando el viernes por Madrid sin aparentes dolencias han despertado en los periodistas esa pasión soterrada de cualquier buen lector de novelas policíacas por resolver enigmas y rastrear pistas.Hasta tanto los detectives, profesionales o aficionados, consigan desentrañar ese vaudeville o aparezca un certificado médico en regla será preciso mantener en suspenso el juicio clínico sobre el asunto. Ahora bien, la supuesta enfermedad de Balbín no bastaría tampoco para justificar la suspensión del debate, ya que existen precedentes, no sólo de actuaciones suyas en La clave con fiebre, sino también de sustituciones a cargo de otros profesionales de Televisión. Aunque el director general de Tráfico mantenga la peregrina tesis de que las nuevas autoridades -pero no las anteriores- tienen derecho a beneficiarse del principio in dubio pro reo, el conjunto de presunciones racionales van en contra de los directivos de Televisión y a favor de la existencia de un auténtico veto político, penosamente disfrazado con una enfermedad, fingida o verdadera pero no significativa, del presentador habitual del espacio.

De confirmarse esa conjetura, resultaría que Balbín y Calviño se habrían dedicado estos días a interpretar los papeles estelares de El enfermo imaginario y Tartufo, -dos obras de Molière adaptadas para esta ocasión por Alfonso Guerra, con el fin de encubrir la agresión más estúpida, hipócrita y grosera perpetrada contra los principios que animan el Estatuto de RTVE desde su promulgación. Las salpicaduras políticas de ese zafio acto de censura alcanzan al propio Gobierno y ponen en juego nada menos que el compromiso formal, expresado por su vicepresidente, de garantizar el pluralismo, la profesionalidad y el carácter público de Televisión Española. Tras el insólito veto, escondido bajo las mantas del lecho de un hipotético enfermo, poco resta de las tres pes famosas de Alfonso Guerra. Si el profesionalismo de Prado del Rey sale mal parado del incidente, puesto que la teoría oficial exculpatoria de Calviño significaría que el resfriado de un locutor puede obligar a suspender un programa, todavía peor tratados quedan el pluralismo, atacado por la decisión de sofocar la voz de los críticos o disidentes, y la dimensión pública de Televisión, convertida de nuevo en juguete privado del Gobierno y su partido.

El director de Televisión, nombrado por el Gobierno por un espacio de cuatro años, puede ser cesado por su "actuación contraria a los criterios, principios u objetivos" expuestos en los artículos tercero y cuarto del Estatuto, entre los que figura el respeto a los valores de igualdad, al pluralismo político y a la libertad de expresión. La suspensión del debate de La clave y la ridícula comedia de disfraces sanitarios montada para encubrir ese medroso veto político, protector de los ayuntamientos de izquierda, han destruido la credibilidad moral -no demasiado abundante- de Calviño, encubridor o cómplice de José Luis Balbín, para cumplir con los deberes, que el artículo 11 del Estatuto asigna al director del ente. Su destitución sería la única salida congruente no sólo con el desarrollo de los hechos, sino también con las promesas realizadas por Felipe González durante su campaña electoral. El presidente del Gobierno dispone del amplio crédito, ético y político, que le entregaron diez millones de votantes a cambio de la honestidad, sinceridad y firmeza de sus palabras. Pero las voces, y después los votos, terminarían siendo arrastrados por el viento si las decisiones adoptadas por el Gobierno no tradujeran en hechos tangibles y sólidos las abstractas promesas de moralizar la vida pública, garantizar las libertades, respetar el pluralismo, sanear la Administración e igualar las oportunidades sobre las que descansó el arrollador triunfo socialista en las urnas. Probablemente el Gobierno se considere impotente, por un malentendido sentimiento de la dignidad del poder y de la respetabilidad de las instituciones, para cesar de manera fulminante al director de RTVE o exigirle la dimisión. Tiempo habrá, sin embargo, no sólo para que el Gobierno tenga que arrepentirse de esa actitud combinada de arrogancia y medrosidad, sino además para que se vea forzado a sustituir al máximo responsable de RTVE cuando la decisión no signifique un gesto de coherencia con su programa y una prueba de la sinceridad de sus promesas, sino un acto arrancado por las circunstancias.

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