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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

España y el Tercer Mundo

LO MAS significativo de la reunión de ministros de Asuntos Exteriores de los países no alineados en Managua, no es la mayor o menor abundancia ni el tono de las críticas a la política de la Administración Reagan. Es que un movimiento en el que figuran países tan alejados de posiciones socialistas como Marruecos, Egipto, Zaire, Pakistán, Indonesia y Argentina haya podido adoptar una resolución común sobre esa materia.Eso inquieta al departamento de Estado, y con razón. Porque descubre una debilidad profunda en la elaboración de su política. Leer las realidades centroamericanas colocando sobre ellas la clave de la contradicción Este-Oeste incapacita para entender las raíces verdaderas de movimientos revolucionarios, de actitudes políticas, engendrados principalmente por el subdesarrollo y la miseria. Y aún más, en ciertos casos, por la humillación de sentimientos nacionales.

Por mucho que influyan las maniobras soviéticas, la operación del Reino Unido en las Malvinas -recordada inoportunamente por el reciente viaje de Thatcher- y el apoyo sin matices que EE UU dio a la posición británica han sido un factor mucho más eficaz para crear el clima de la reunión de Managua. La oposición a la actual política de EE UU en Centroamérica no parte de principios o ideales revolucionarios; se puede apoyar en la simple necesidad de buscar soluciones de diálogo y negociación a situaciones como la de El Salvador, de poner fin a una violencia que dura años y años. En el caso de Nicaragua, lo que se trata es de respetar su soberanía e independencia, lo que no implica aprobación o simpatía por la evolución de su situación política interior.

En el encuentro que celebraron el 9 de enero los cancilleres de México, Venezuela, Colombia y Panamá reafirmaron estas ideas, que en esencia han sido respaldadas en Managua con la participación de más de cien países.

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Pero independientemente de su incidencia en los problemas americanos, la reunión de cancilleres de Managua anuncia una cierta recuperación del Movimiento de No Alineados. Este se encontraba el verano pasado al borde de la ruptura: su cumbre trienal estaba convocada para septiembre en Bagdad, la capital de un país en guerra con otro país no alineado. Mantener esa convocatoria hubiese significado la disgregación del movimiento. La crisis se superó aplazando la cumbre hasta marzo de 1983 y decidiendo que se celebrase en Nueva Delhi. Este problema de la sede de las conferencias-cumbre tiene en el Movimiento de No Alineados una importancia especial: el jefe del Estado huésped se convierte, para tres años al menos, en presidente del movimiento y responsable de coordinar su actividad.

Si se piensa en la heterogeneidad característica de los no alineados, es fácil imaginar los peligros de escoramiento a que diversas sedes pueden dar lugar. En realidad, desde su nacimiento en la Conferencia de Belgrado de 1961, el movimiento ha estado sometido a dos corrientes contrapuestas: los que quieren inclinarle al máximo del lado soviético y los que tienden a preservar una actitud independiente, neutral ante los dos bloques.

Actualmente las contradicciones en su seno son tan fuertes como en otras épocas; quizá más. Pero es probable que la próxima cumbre de Nueva Delhi permita abrir la perspectiva de cierto retorno a los orígenes, a la reafirmación, en un mundo en el que crecen los peligros de guerra, de los principios fundacionales, enfilados a lograr la preservación de la paz, buscando soluciones negociadas en los conflictos, huyendo de la dialéctica del enfrentamiento entre los bloques.

En la reunión de Managua España ha participado en calidad de país invitado. Esa presencia modesta, si se coloca en su contexto real, no parece justificar ninguna polémica. Un país como Portugal, miembro de la OTAN desde su fundación, participa en las mismas condiciones en que lo hace España. En la cumbre de no alineados de La Habana, en 1979, Carlos Robles Piquer, con la categoría que tenía entonces en la diplomacia española, encabezó la delegación española, igualmente invitada. Poner esta presencia como símbolo de una nueva orientación general de la política exterior de España parece a todas luces excesivo. Una cosa es hacer una política tercermundista, y otra muy diferente reconocer la realidad y el peso del Tercer Mundo, y el eventual papel a jugar por nuestro país en algunas de sus zonas, concretamente en América Latina. La presencia española en la reunión es, desde este punto de vista, un acierto del gobierno y un hecho reconfortante.

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