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La ley del aceitunamiento creciente

Daba gusto ver el otro día a un hombre de edad como Bruno Kreisky de vacaciones en Palma de Mallorca. Con los periodistas aparecía distendido, suelto y en paz, no obstante los problemas que le debe proporcionar ser canciller de Austria, presidente de la Internacional Socialista y uno de los personajes más activos de la esfera mundial. De Olof Palme puede decirse otro tanto. Hasta se permite el lujo de pasear por las calles de Estocolmo, comprar en las tiendas, como si fuera, siendo como es, un ciudadano normal. Para llevar esta vida higiénica y humana no es imprescindible ser socialdemócrata: gente como Reagan, López Portillo o Trudeau suelen montar a caballo, hacer esquí e incluso bailar en discotecas.Es posible que además del maquillaje que engalana a alguno de esos políticos, el aire campestre, el deporte y el descanso contribuyan a proporcionar el colorido serrano que registran unos rostros tan trabajados. ¿Cómo es posible que esta gente pueda permitirse tales lujos? ¿De dónde sacan el tiempo para poder tomarse con tanta facilidad una semana de vacaciones? ¿No estaremos, por ventura, ante una recua de vagos? Lo digo porque en España las cosas son, una vez más, diferentes. Aquí los políticos viven a salto de mata, sin dormir apenas, aprovechando la hora de la comida para seguir con el trabajo, privados de todo lo que constituye el quid de una vida cotidiana común: la lectura, los espectáculos, el descanso, el placer, los fines de semana, la familia, las aficiones, etcétera.

El político, en nuestro país, es un ser demacrado, verdoso, de noches blancas, tenso, vigilante, sin tiempo para hablar con un amigo o ver una película. La imagen de un Adolfo Suárez cetrino, colgado del café, insomne, envejeciendo a un ritmo de cuatro años por cada año natural, resultaba cuando menos patética. De nada le valieron sus partidos de tenis con Manolo Santana. Adolfo Suárez salió de la Moncloa con la vida encogida y la arruga por perfil. Le bastaron unas cuantas semanas de alejamiento del poder para recuperar su aspecto de buen mozo amorenado.

Ahora incluso puede vérsele tomando clases de esquí en las pistas pirenaicas, cada día más europeo y chulapón.

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Una vez muerto el dictador, los ejecutivos que le han ido sucediendo han terminado convertidos, cada cual a su aire, en representaciones del Mekong (¿recordáis que era de un verde terroso?). En especial, Arias Navarro, al que cada semana en el poder se le alargaban un poco más las orejas hacia arriba. Lo verdoso se transformó en cetrino en el caso de Calvo Sotelo, que abandonó la Moncloa con aspecto de penitente en miércoles de ceniza. ¿Qué tendrá ese terrible palacio monelovita? ¿Qué desintegradores componentes químicos comporta el ejercicio del poder en España?

Tengo mis dudas sobre el hecho de que la propuesta socialista implique un cambio en este terreno. Cuando Felipe González subió al carro del poder de la oposición eran tan joven y fresco, que hubieron de nevarle las sienes para dar más consistencia a su imagen. Resultó que la nieve era de verdad y ya estamos comprobando que avanza por sí misma y en poco tiempo cuajará toda la cabeza presidencial. Todos podemos ver su avejentamiento, lento pero seguro, en forma de bolsas faciales. Se dice que Felipe González trabaja demasiado. Ni siquiera se le conocen veleidades tenísticas que le destensen un poco. Su única distracción es una mesa de billar que, al parecer, aún no ha probado. Si alguien no lo remedia, el presidente está abocado a un pronto aceitunamiento.

Estos regímenes espartanos

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La ley del aceitunamiento creciente

Viene de la página 9no son exclusivos de los presidentes. Lo más incomprensible es que todos los altos cargos de la Administración comparten idéntica alienación. De ministro a director general, el acecinamiento es la norma. Nadie tiene tiempo para nada. Los más heroicos consiguen robarle un trozo al sueño de la madrugada para leer un libro de último cuño. Ahora, con la extremosidad horaria, con ministros que están en sus despachos a las ocho menos cuarto, la situación se ha agravado. Por mucha loción after shave que se eche, el subsecretario no puede ocultar la tirantez del surco nasogeniano con la que se metió en la cama por la noche. Sus hijos los verán envejecer, no por comprobación directa, sino a través del telediario. Sus mujeres, además de compartir la mística, han de hacer solemnes votos de voluntad solitaria.

Yo me pregunto qué es lo que pasa en España. ¿Por qué el presidente Reagan, administrador de medio mundo, tiene tiempo para montar a caballo y el presidente González no? ¿Por qué un simple director general español está condenado al acartonamiento y un director general francés consigue tiempo hasta para mantener a una amante? ¿Por qué un ministro inglés va a la ópera, hace vela, y en España su homónimo ha de conformarse con un triste partido de fútbol el domingo por la tarde? Y menos mal que ahora hemos mejorado notablemente, porque en tiempos de Franco (y ésta es quizá una de las claves de nuestro aislacionismo), los encuentros entre políticos españoles y extranjeros producían una inevitable vergüenza ajena, dada la desproporción en altura de unos y otros. La democracia ha impuesto la juventud, y en muchos Casos los papeles se han invertido, siendo los nuestros los que podrían dar capones con la barbilla a políticos de importantes naciones extranjeras.

Es de justicia destacar la excepción que supone el Rey, pues, cumpliendo estupendamente los trabajos propios de su cargo, ofrece además un color envidiable, perfectamente homologable -y aun superior- al de cualquier jefe de Estado foráneo bien conservado.

Pero ello no hace olvidar lo que sucede con nuestros políticos. Permitidme exponer una ley tan simple como la de Arquímedes y sorprendentemente inédita hasta el momento: el grado de aceitunamiento del político español está en proporción directa con el grado de burocratización que atenaza al país.

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