La política autonómica del nuevo Gobierno
LOS PRIMEROS pasos del Gobierno de Felipe González por el minado terreno de las relaciones entre la Administración central y las instituciones autonómicas se han caracterizado por la inteligencia y la prudencia. De los contactos mantenidos, antes de las fiestas navideñas, por Tomás de la Quadra, ministro de Administración Territorial, con Miquel Roca y Mario Fernández cabe deducir un positivo cambio de actitud del poder ejecutivo respecto a los regímenes de autogobierno catalán y vasco. Esas conversaciones iniciales pueden desembocar en la apertura de un diálogo sincero orientado a facilitar la reanudación de las transferencias de competencias (proceso parcialmente congelado durante la última etapa del Gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo) y la interpretación convergente de la polémica ley orgánica para la Armonización del Proceso Autonómico, aprobada por las Cortes Generales con el voto en contra de las minorías nacionalistas y pendiente de la sentencia del Tribunal Constitucional.En repetidas ocasiones se ha dicho que uno de los factores decisivos para la consolidación de la Monarquía parlamentaria en España es la definitiva solución del viejo litigio (nacido bastante antes de la guerra civil, pero agravado por el centralismo uniformista del anterior régimen) que enfrenta a la realidad de la unidad supranacional española -basada en la homogeneidad del mercado, los trasvases de población, las migraciones laborales, las instituciones estatales y los condicionamientos geopolíticos- con las tensiones centrífugas nacidas de un proceso de integración histórica insuficientemente soldado y de la afortunada pervivencia de idiomas y culturas propios en Cataluña y en el País Vasco. La equívoca forma en que las Cortes Constituyentes afrontaron el problema y la audacia intuitiva con la que Adolfo Suárez negoció los estatutos de Guernica y de Sau dejaron en el aire, pese a sus aciertos globales, cabos sueltos y líneas de fuga.
De un lado, la posibilidad de generalizar los regímenes autonómicos de las nacionalidades históricas, aunque trabada por los obstáculos de procedimiento del artículo 151, suscitó una desaforada puja de agravios comparativos y multiplicó las señas de identidad al servicio de intereses partidistas. De otro, los difíciles acuerdos alcanzados durante el verano de 1979 entre el Gobierno y los nacionalismos catalán y vasco descansaron en muchos casos sobre la ambigüedad. El movimiento reactivo posterior al 23 de febrero trató no sólo de reconducir las extremosidades de las regiones o provincias que no querían quedar rezagadas en la lucha simbólica por la llamada autonomía plena, sino también de equiparar los estatutos de Guernica y de Sau, en nombre de una solidaridad abstracta pero despreciadora de las diferencias concretas, con el resto de las cartas de autogobierno. Los pactos autonómicos entre el Gobierno de Calvo Sotelo y el PSOE y el proyecto de la LOAPA fueron los instrumentos ideados para cubrir esos objetivos.
Las elecciones del 28 de octubre no sólo proporciona ron a Felipe González el respaldo global de diez millones de votos en toda España, sino que, de añadidura, dieron a los socialistas la victoria en Cataluña y el segundo puesto en el País Vasco.
Desaparecido cualquier temor razonable a la exteriorización de la política autonómica catalana y vasca respecto al resto de la vida pública española, dado que el PSOE puede tener una amplia o decisiva presencia en los Parlamentos de ambos territorios, el Gobierno socialista está en condiciones de replantearse, sin complejos ni recelos, el regreso al espíritu inicial de los estatutos de Sau y de Guernica. Es evidente que sólo al Tribunal Constitucional corresponde decidir sobre el carácter inconstitucional de la LOAPA como resultado de las eventuales modificaciones operadas sobre ambos Estatutos (que exigirían en cualquier caso, como establece el artículo 152, un referéndum popular) o de su injustificada catalogación como ley orgánica.
Aun dejando claro que el respeto hacia el Tribunal Constitucional le impide al nuevo poder ejecutivo reabrir el expediente de la LOAPA hasta tanto no se produzca la sentencia, Tomás de la Quadra ha manifestado a los nacionalistas vascos y catalanes la voluntad del Gobierno socialista de alcanzar interpretaciones convergentes sobre los puntos ambiguos de la ley y, sobre todo, de negociar las leyes de bases, anunciadas por Felipe González en su discurso de investidura, que desarrollarían su contenido y garantizarían que los techos autonómicos no serían rebajados.
Ese clima de entendimiento precisará, por supuesto, que los nacionalistas vascos y catalanes correspondan a la voluntad negociadora del Gobierno con una posición que renuncie a los ventajismos, sepa comprender que las propias razones han de conjugarse con las razones del interlocutor y tome en cuenta las necesidades funcionales de un Estado moderno en una sociedad compleja. En la cuestión de las transferencias, el ministro de Administración Territorial se ha comprometido también a establecer un nuevo calendario que asegure a las dos comunidades autónomas, cuyas instituciones comenzaron a funcionar en la primavera de 1980, la recepción de todas las competencias estatutarias a lo largo de 1983. Las obvias dificultades de transformar los hábitos de una Adminístración fuertemente centralizada tendrán que ser superadas, en este terreno, con idéntica voluntad de comprensión mutua. Mientras el Gobierno habrá de tomar en consideración que las instituciones autonómicas también son Estado, los nacionalistas deberán renunciar a identificar a Cataluña y al País Vasco con sus propios partidos y huir de las tendencias feudalizantes en la administración de unas competencias que forzosamente se inscriben en un marco mucho más complejo.
Sorprenden temente, la esperanzadora dinámica pues ta en marcha por el Gobierno de Felipe González ha recibido el jarro de agua fría de las críticas de Rafael Escuredo, encolerizado por el supuesto agravio comparativo que significaría el calendario menos apremiante de transferencias en favor de la comunidad andaluza, de la que es presidente. La circunstancia de que el Parlamento andaluz haya sido elegido en mayo de 1982 establece, sin embargo, unas diferencias temporales obvias respecto a las necesidades de los regímenes autonómicos catalán y vasco, en funcionamiento desde marzo de 1980. Dada la escasa justificación de la protesta formal e inconvincen temente expresada, cabe interrogarse sobre la eventual existencia de otras razones que pudieran explicar la intemperancia de Rafael Escuredo, personaje desde siempre más preocupado por la imagen y la retórica del poder que por las obligaciones de los gobernantes en tanto que administradores de los recursos públicos. La exhorta ción a la solidaridad entre los territorios españoles no debería ser, en ninguna circunstancia, una bandera de magógica al servicio del clientelismo personalista de los políticos, ni una fórmula agresiva destinada a fomentar la desunión bajo capa de combatir los privilegios. Las elecciones generales del 28 de octubre pasado demostra ron que los comicios andaluces del 23 de mayo de 1982 no fueron el éxito carismático de un líder regional, sino el anuncio de la victoria socialista en toda España. En cual quier caso, sería grave que las baronías dentro del PSOE, considerablemente atemperadas dentro de su grupo parlamentario, recobraran su significado estrictamente territorial y, precisamente cuando se vislumbra un acuerdo global del Gobierno de Felipe,González con los nacionalistas vascos y catalanes, feudalizaran el e ercicio del poder estatal en las autonomías controladas por líderes socialistas ambiciosos o simplemente vanidosos.
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