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Constitución escrita y Constitución real

La Diputación Provincial de Jaén -y con ella otras muchas instituciones provinciales y municipales, estoy seguro, también- hizo un muy plausible esfuerzo para conmemorar la fecha del 6 de diciembre, cuarto aniversario de la Constitución vigente: engalanó las plazas y calles de la capital y de los pueblos, reunió en un acto público a todos los alcaldes y a una numerosa concurrencia para tal celebración, y yo mismo fui invitado a contribuir a ella con una conferencia sobre el tema de la fiesta, "Una Constitución para un pueblo". Esfuerzo muy loable, repito, el de incorporar esta fecha a la memoria colectiva del pueblo. Esfuerzo, sin embargo, vano, me temo, si aquella fecha, aislada, no se plenifica de sentido, como ya ha empezado a ocurrir, pero es menester que prosiga ocurriendo con otras fechas y otros acontecimientos políticos en ellas. Muchas constituciones se promulgaron entre 1812 y 1931, más ¿quién se acuerda del mes y el día de su promulgación? Yo sólo de la primera guardo memoria, y eso gracias a la regla mnemotécnica del grito patriótico-democrático "¡Viva la Pepa!". El mismo presidente del Parlamento andaluz, que presidió el acto al que me he referido, encomiando esa necesaria guarda en la memoria del pueblo de sus efemérides, ejemplificó con la presencia en la conciencia histórica de todo francés de la fecha del 14 de julio... que no es la de la promulgación de ninguna constitución, sino la de la Toma de la Bastilla. Y me parece que el 6 de diciembre de 1978 no se tomó aquí ninguna Bastilla. Aunque haya ucedeos que tal vez así lo piensen. De uno sé, diputado provincial de Jaén, que piensa que con aquella Constitución se consiguió -bella metáfora futbolística- que "se dejara empatada la guerra de una España contra otra". (Y ha publicado en la Prensa local un artículo titulado "El señor Aranguren, la vejez y la irresponsabilidad de los que no se llaman políticos", no exactamente para defender esa tesis, sino para expresar su indignación ante mi "acto inconstitucional", que le "destroza las venas" y le "pide que diga barbaridades", aunque encontrándome una atenuante: "Está usted viejo, ha alcanzado la edad ideal para participar en la gerontocracia de la URSS". Lo sorprendente, en principio, pero no en su sarta de incoherencias, es que después de este juicio sobre los males que irremediablemente habría producido en mi mente la edad, agrega esto: "Espero que en el futuro pueda superar este mal momento". ¿Será un achaque general a UCD esta pérdida de la calma y la sindéresis, tras la hecatombe -el subrayado hace referencia a la etimología- del 28 de octubre?).Y sin embargo, lo que yo dije en Jaén -bien entendido- no era para indignar a nadie: sólo para incitar a la reflexión y, sobre todo, a la continuada acción política. El motivo conductor de toda mi exposición fue la diferencia, e incluso la distancia, entre la Constitución, el 6 de diciembre de 1978 meramente escrita en el papel, y la Constitución que a partir del 23 (y del 24, y del 27) de febrero de 1981 y, sobre todo, del 28 de octubre de 1982 comenzó a ser inscrita en la realidad. Durante el siglo XIX se creía (y al parecer se sigue creyendo por algún jiennense que otro) en la salvación cuasi bíblica por el librito (bien y dualmente editado, para seguir conmemorando la fecha, por la Diputación de Jaén) que contiene escrita la Constitución. Hoy sabemos que eso no basta. ¿Puede creerse que durante ese período de transición y Gobierno de UCD ese poder de decisión suprema y última que llamamos "soberanía", de verdad, "reside en el pueblo", como reza el artículo 2 de la susodicha Ley Fundamental? A partir del 23 de febrero y ante el hecho de ver al Rey someterse a lo establecido en ella, enfrentándose así a la rebelión militar, empezamos a esperar que el papel y, a lo sumo, la mera forma comenzaban a tornarse realidad.

El 28 de octubre, con el resultado electoral, y el 1 de diciembre, con la investidura del nuevo presidente del Gobierno, se reafirmó nuestra esperanza, que sigue siendo inquieta y preocupada; y algunas de las cosas que se han hecho y se han dicho por quienes desde entonces nos gobiernan no han conseguido desvanecer nuestra inquietud y preocupación.

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¿Es tan difícil de entender esta distancia entre lo meramente escrito y lo realmente inscrito, esta diferencia entre la Constitución, con decimonónica y pretenciosa mayúscula, y la constitución con minúscula, entendida como estructura política real? Sin embargo, esta distinción no es particularmente democrática. El pensamiento liberal conservador, desde Jovellanos a Cánovas, ha afirmado la primacía de lo que se llamaba "Constitución histórica" sobre la "Constitución escrita". Es, en definitiva, el argumento de la reacción y la tradición. Pero hay algo en él de cierto: que la Constitución escrita ha de ser realizada tras su promulgación, para no quedarse en papel mojado o en mera construcción formal. El conservador admite una Constitución escrita que se limite a sancionar el régimen establecido y, a lo sumo, a resucitar una anacrónica constitución o estructura medieval, la de las llamadas Cortes (que, por supuesto, a contrahechas, eso decían ser las franquistas). El demócrata quiere una Constitución escrita, mas no para quedarse embobado en ella, sino como mero punto de partida o referencia para su realización. El caso de Inglaterra es singular: no ha tenido que darse una Constitución escrita para hacerla real, porque no se fijó en una constitución histórica (de)-terminada, sino que fue modificándola en el curso del tiempo: lo constituyente fue allí la realidad. El derecho -escrito o consuetudinario- subsiguió a ella y no, como en todos los demás Estados constitucionales, al revés.

Hasta el actual Gobierno hemos vivido la transición delfranquismo aa la democracia formal. Sólo ahora puede decirse que -con mucha prudencia, tal vez con damasiada prudencia- hemos empezado a vivir la democracia real. (El lector avisado advertirá que mi distinción entre democracia formal y democracia real no está tomada del marxismo, sino que se inspira en una sociología política, en contradistinción al derecho político formal).

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