La imposición sobre la renta 50 años
El día 20 de diciembre de 1932 suscribía Alcalá Zamora, primer presidente de la II República española, y refrendaba Jaime Carner, a la sazón ministro de Hacienda, una ley con un largo título y comenzando por un gerundio: "...disponiendo que a partir del ejercicio económico de 1933 se' exigirá en todas las provincias del territorio de la nación una contribución general sobre la renta".El correspondiente proyecto de ley había sido presentado a las Cortes Constituyentes según decreto de 13 de octubre de 1932, y en su preámbulo se exponía: "Falta en nuestro sistema tributario un elemento esencial aceptado ya en todos los pueblos cultos y de una economía nacional plenamente desarrollada; es, a saber", se añadía, "un instrumento personal que sirva de coronamiento y clave de todo el sistema de la tributación directa del Estado". Y concluía "con la declaración del decidido propósito que el Gobierno abriga, contando con la aquiescencia del Parlamento, de llevar a cabo la reforma e iniciar con ella la honda transformación del sistema tributario español en la dirección que marcan a la vez los principios de justicia fiscal y las exigencias del Tesoro público".
Han transcurrido, pues, cincuenta años desde que la imposición personal sobre la renta llegó a las páginas de la Gaceta de Madrid, para ser paciente víctima de toda clase de remiendos y aun de asechanzas, cuando no sobrevivió en letargo con el sólo propósito de dar mudo testimonio de la presencia de España entre los países con un sistema tributario moderno u occidental.
Supresión de privilegios
De los primeros lustros del siglo XVIII datan los intentos de establecimiento de una contribución -"la única contribución"- que lograse una distribución más justa del importe de los gastos públicos, la supresión de los privilegios tradicionales y una recaudación con menor coste para los contribuyentes. En 1810, en plena guerra de la Independencia, que tanto influyó en la historia de España, se instauró la contribución extraordinaria de guerra, que un año después era ratificada en méritos a la siguiente consideración: "...siendo justo que los ciudadanos de todas clases contribuyan a la defensa de la nación, en proporción a las rentas que cada uno disfruta y en razón de lo que se expone a perder, lo cual debe graduarse por medio de una progresión equitativa..." Pero esta pretensión, como tantas otras al servicio de la solidaridad de los españoles, quedó en los anaqueles de nuestra historia social para demostrar que las instituciones progresistas sólo fructifican cuando cuentan con el aliento de la cultura y de la responsabilidad social del respectivo pueblo.
Antecedentes más próximos de la contribución general sobre la renta de 1932 son los numerosos proyectos legislativos que a partir de 1910 elaboró el profesor Flores de Lemus con la asistencia de los técnicos del Ministerio de Hacienda -a lo Ramón de Santillán en 1845-, que en sus covachuelas, sin compromisos políticos, pero con la lealtad que se debe al Gobierno legítimamente constituido y a las metas que señala la justicia, supieron acopiar datos y preparar borradores en busca del perfeccionamiento del sistema tributario español, que es tanto como decir en favor de la imposición personal sobre la renta.
Los proyectos relativos a las personas físicas fueron promovidos por los siguientes ministros de Hacienda: Cobián, en 1910; Suárez Inclán, en 1913; el conde de Bugallal, en 1919; Cambó y Bergamín, sucesivamente, en 1921-1922, y Calvo Sotelo, en 1927, con el impuesto sobre rentas y ganancias, que marcó el punto de su inflexión política -y la de la dictadura de Primo de Rivera-, que más tarde le llevó a la radicalización en favor de quienes entonces ocuparon las tribunas conservadoras del país.
Así, se llega al proyecto de Carner y Romeu, que, al fin, se convierte en la ley que conmemoramos. El ministro Carner, con "buen sentido administrativo" y con "criterio realista", como de él dijo el diario El Sol, concibió la contribución general sobre la renta como un gravamen complementario; esto es, a partir de 100.000 pesetas de renta imponible y manteniendo los impuestos de producto entonces existentes que se deducían como meros costes fiscales. La tarifa de tipos de gravamen comenzaba con el 1 % y concluía con el 11 % para el exceso del primer millón de pesetas de renta imponible.
La contribución general sobre la renta entraba de puntillas en el escenario tributario español intentando su aclimatación en el sector de la población en que había de ser aplicada: el de las unidades familiares con alto nivel de renta en el año 1933. El camino era adecuado y eficaz, pues evitaba que los contribuyentes obligaaos a pagar el impuesto quedasen en el anonimato que propicia cualquier gravamen de ancha base popular.
Es más, Jaime Carner, siempre prudente y responsable ante la co munidad nacional, en el mes de febrero del propio año 1932 decía a las Cortes Constituyentes: "Yo os digo, y digo a todos los que patro cinan esta introducción, que la introducción de un impuesto sobre la renta hubiera sido catastrófica, porque ni siquiera hubiésemos lo grado tener, no teníamos, no tene mos, la organización administrati va necesaria, los elementos preci sos para la formación y la recaudación de este impuesto".
En este sentido se habían expre sado Cambó (1916) y Argüelle (1921). Calvo Sotelo (1927), más optimista, estimaba "que no se puede pensar en formar ni intentar formar el órgano sin que exista la función".
De todos modos, se denunciab la deficiencia administrativa, pero no se acometía la puesta a punto de la Administración tributaria. Así, se retrasaba la imposición personal, y si ésta se colaba a remolque de circunstancias políti
cas, se conseguía que sólo rigiera en quienes perciben rendimientos controlados en las sociedades o en las personas que los pagan o los abonan, como sucede con los del trabajo.
La historia posterior de la imposición sobre la renta en España no puede ser aquí resumida, aunqae ya está escrita desde distintos ángulos de enfoque. La miopía de las clases mal llamadas conservadoras las hizo incurrir "en el grave pecado de egoísmo" (J. Chapaprieta) en muchas ocasiones. No quisieron pagar la "prima de seguridad" (S. Alba) que el impuesto personal siempre brinda, siquiera sea como factor que hoy legitirna a la propiedad privada.
Aparcar las reformas progresistas; cesar a los ministros de Hacienda que potencian la eficacia en la gestión tributaria (J. Larraz, en 1941, por ejemplo); establecer cleducciones y desgravaciones que recortan el peso del impuesto sobre las rentas altas, sin ventaja apreciable para la economía riacional, y mantener deteriorada a la administración del tributo y sin fervor a sus responsables son líneas de actuación que pueden presentarse como una constante histórica.
Que la historia remota y próxima de la imposición personal sobre la renta sirva de acicate para enderezar el impuesto establecido en 1978, y que deje de ser instrumento principal de la política redistributiva de la renta y del pairimonio si ha de ser, al mismo tiempo, instrumento asimismo fundamental para incentivar el ahorro y la inversión privados. Que el gasto público cumpla esta última ftinción de estímulo del no-consumo, aunque sea a costa de una mertor progresividad del impuesto sobre la renta que a todos alcance. Piénsese si la política de rentas por vías ajenas a las tributarías redístribuye más que la imposición personal y, además, con anestesia que nunca podrá recetar gravamen alguno sobre la renta de la unidad familiar.
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