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Los monos parlantes y 'mister' Darwin

Según cuenta Orge, el personaje de Brecht, el puesto paradigmático del hombre está en las letrinas: bajo las estrellas y sobre los excrementos. Esta concepción del ser humano' dividido entre cielo y tierra, según la cual no forma parte plenamente del mundo natural, fue dibujada enérgicamente por Descartes, para quien los animales son simples mecanismos. Un autómata que imitase perfectamente la figura y movimientos del hombre podría confundirse con él durante algún tiempo, aunque al fin conoceríamos el engaño según dos criterios. De acuerdo con uno de ellos, los autómatas (los animales) sólo poseerían un mecanismo especial para cada "acción particular", mientras que el hombre posee la razón, que es un "instrumento universal". De acuerdo con el otro, los animales "jamás podrán usar de las palabras ni otros signos". (Parte quinta del Discurso del método.)¿Es eso cierto? ¿Se puede concebir el comportamiento animal como un repertorio cerrado de esquemas rígidos de conducta, los instintos, cuando el estudio de las culturas animales muestra la plasticidad de su inteligencia? Aunque en un grado menor que los humanos, también los animales más desarrollados son capaces de enfrentarse con éxito a situaciones novedosas. Pero, ¿qué ocurre con el lenguaje?

Darwin, el hombre que corrompió la imagen tradicional del hombre, propuso una teoría biológica sobre el origen de las especies que, al incluirnos entre ellas, desborda completamente el campo de la pura biología. Si la especie humana es una especie más, resulta que todos los atributos del hombre han de someterse al proceso biológico de la selección natural, para dar cuenta de su origen. De este modo se rompe el campo acotado de las categorías biológicas, ya que bajo este esquema, explicativo cae no sólo la estructura anatómica humana y su funcionamiento fisiológico (la máquina de Descartes, objeto de la biología), sino también las llamadas funciones superiores, especialmente la razón y el lenguaje (el alma, estudiada por la teología, la filosofía o las ciencias del espíritu, como la sociología, la ética o la lingüística).

No deja de ser significativo que Darwin mencione expresamente esas dos aptitudes, la razón y el lenguaje (sin citar a Descartes), en su Cuaderno de notas N (1856), donde expresa su programa de derivar las facultades humanas superiores a partir de los procesos más simples poseídos por otros animales: "Tan pronto como se desarrolla la memoria... tendrá lugar la comparación de las sensaciones... y de ahí el juicio que es parte de la razón". En el caso del lenguaje, la tendencia instintiva a adquirir un arte, en absoluto exclusiva del hombre, contará con la imitación y modificación para dar cuenta de su origen.

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La base de este programa reductivo, que se desarrollará más ampliamente en El origen del hombre (1871), es el materialismo, según el cual las facultades mentales dependen estrictamente del desarrollo cerebral. De ahí que, en la medida en que se ha establecido el origen evolutivo del cuerpo humano, haya de afirmarse el origen biológico del alma; y del mismo modo que se da una continuidad corporal entre el hombre y el mono, haya de' darse también una continuidad espiritual. La diferencia no es más que de grado, incluso para actividades tan específicamente humanas como la moral: "Un animal cualquiera dotado de instintos sociales pronunciados adquiriría inevitablemente un sentido moral o una conciencia, tan pronto como sus facultades intelectuales se hubiesen desarrollado tan bien o casi tan bien como en el hombre". (El pretendido mal, de Konrad Lorenz, sería así una extensión de este aspecto del darwinismo.) Tal vez esa gradación de facultades quede enmascarada por la reducción de la familia hominidae a una sola especie, Homo sapiens. No cabe duda de que si, por un azar, otros representantes del género Homo no hubieran desaparecido (quizá derrotados, quizá cazados por H. sapiens) asistiríamos ahora a una más amplia jerarquía de tencologías, moralidades y lenguajes. En este sentido, la excepcionalidad del hombre es un azar o tal vez una conquista en el campo de batalla.

Los monos, a la escuela

Sin duda, esta perspectiva darwinista generalizada es la que hizo plausible que hace ya cerca de medio siglo los Kellogg, y más tarde Hayes, se animasen a enseñar a hablar al chimpancé: si nuestras diferencias, aunque inmensas, son graduales, un empujoncito por nuestra parte podría mermar, si no anular, el abismo que nos separa. La experiencia constituyó un fracaso notorio, entre otras cosas porque estos investigadores fueron demasiado optimistas. Criaron a sus monos como a hijos, con biberones, pañales, muñecos y la bicicleta para Reyes, descubriendo, tras largas penalidades y sacrificios, que el desarrollo de los monos se estancaba y, en el mejor de los casos, sus sujetos pronunciaban tan sólo tres o cuatro palabras y, además, con un acento fatal.

El problema es que los chimpancés no tienen un aparato fonador como el nuestro, que les permita articular; de manera que pretender de ellos que hablen con sonidos es como pretender que nosotros braquiemos por los árboles. De ahí que la segunda hornada de pedagogos del mono cambiasen de método, obteniendo con ello resultados tan diversos como controvertidos. En la segunda mitad de los años sesenta, los Gardner educaron a la chimpancé Washoe, instruyéndola con una forma degradada del lenguaje de sordomudos americano, mientras que Premack usaba con la mona Sarah un lenguaje sencillo, cuyas palabras eran fichas de plástico y que contaba no sólo con sustantivos, adjetivos y verbos, sino también con funciones abstractas del tipo "no", "sí... entonces...". Un tercer programa desarrollado por Rumbaugh recurría a un lenguaje más bien similar a este último, con la novedad de utilizar un computador para evitar interferencias no deseadas entre mono y adiestrador del tipo de las de Hans el listo (un caballo que aparentemente sabía sumar, aunque toda su ciencia consistía en fijarse en las sutiles, aunque inequívocas, expresiones de satisfacción de su amo cuando daba el número adecuado de patadas en el suelo).

Los programas tipo Washoe tenían la ventaja de dotar al mono de un contexto comunicativo rico y potencialmente creativo frente al ambiente rígido y de laboratorio de los de tipo Sarah. Pero estos últimos poseían, frente a aquéllos, la ventaja de un mayor control sobre la estructura del lenguaje enseñado y sobre los logros de sus peludos escolares. Sea como sea, tales alumnos llegaban presuntamente a dominar léxicos de varios cientos de palabras o a componer frases condicionales y negativas, siguiendo un patrón de desarrollo un tanto similar al de los niños de hasta unos tres años más o menos. Sin embargo, la euforia de estos resultados positivos se vino abajo, principalmente cuando a finales de los setenta Terrace realizó un programa tipo Washow con un chimpancé llamado irreverentemente Nim Chimsky, sometiendo las realizaciones del mono a una crítica implacable, según la cual no podían tenerse como logros lingüísticos.

Por otra parte, los críticos de Premack han mostrado que su procedimiento estaba sujeto a efectos del tipo Hans el listo.

Con todo, tanto los defensores como los detractores de los monos parlantes parecen en ocasiones perder el norte, pues. no se trata tanto de que los monos vayan a terminar hablando de fútbol los lunes, sino de ver hasta qué punto la dicotomía parlante/ no parlante se puede atenuar con estadios intermedios. Se ha dicho que los niños adquieren el lenguaje sin dificultades y sin aprendizaje, olvidando las innumerables horas de clase que nuestros niños reciben con esa especie de método Berlitz por inmersión, que es vivir en una familia y ovidando que estos programas trabajan con niños un tanto peculiares. Se ha señalado también que los monos modifican los signos, produciéndolos incorrectamente, olvidando que nuestros niños cometen incorrecciones semejantes, frecuentemente tomadas como muestras de la creatividad y del carácter no imitativo del lenguaje humano. Da la impresión de que, en resumidas cuentas, la diferencia fundamental entre niños humanos y de chimpancé estriba en que aquéllos acaban hablando como nosotros, y éstos, no; mas parecería que si al lenguaje infantil se le aplicasen las mismas estrecheces metodológicas y rigores críticos que se esgrimen frente al lenguaje de los monos, tendríamos que negarles también la facultad de hablar a nuestros retoños.

La actual polémica sobre estos programas de enseñanza a otra especie parece un tanto prematura, dado que los estudios lingüísticos sobre el lenguaje de sordomudos se empezaron a hacer después de Washoe, los estudios sobre protolenguaje en niños son aún algo reciente y la caracter¡zación del lenguaje humano de Noam Chomsky está siendo debatida. Si pensamos, por el contrario, que el lenguaje no es una capacidad independiente de otras habilidades cognitivas, sino que se asienta sobre ellas (aspectos prelingüísticos, como la comunicación preverbal o el juego simbólico que algunos psicolingüistas consideran la puerta del lenguaje), entonces los monos parlantes podrán decir cosas espectaculares a favor de la filosofía de míster Darwin. De momento, los monos se han tomado su revancha y los programas de enseñanza del lenguaje creados para ellos se están aplicando esperanzadoramente a humanos con problemas.

Carlos Solís es profesor de Filología de la Ciencia en la UNED. Pilar Soto es profesora de Psicología Cognitiva en la Universidad Autónoma de Madrid.

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