Arriba y abajo
LA DECISION del nuevo Gobierno de exigir a los funcionarios de la Administración pública el cumplimiento de sus horarios y obligaciones es la congruente aplicación de una parte del programa electoral del PSOE. Los ciudadanos que padecieron alguna vez las ineficiencias y las. corrupciones de algunas oficinas públicas mientras trataban de resolver un asunto o de ejercer un derecho se alegrarán de esas directrices, pero también sentirán el temor a que la animosa agitación inicial de los reformadores termine siendo tragada por las arenas movedizas de los hábitos rutinarios, las resistencias corporativas y la picaresca profesional.No es este el primer Gobierno que comienza su gestión con enérgicas declaraciones y espectaculares medidas orientadas a conseguir una mejoría en el rendimiento del sector público. Sería deseable que fuera, en cambio, el primer Gobierno en conseguir de verdad que esas actitudes programáticas abandonaran el estadio de los buenos propósitos y del moralismo abstracto para materializarse en una auténtica reforma de la Administración. En vez de diluirse, con el paso del tiempo, en un resignado acomodo a las inveteradas costumbres de una burocracia cuya única compensación a la escasa paga es, precisamente, el derecho vitalicio al empleo y la bondadosa flexibilidad para la exigencia del cumplimiento de sus obligaciones. En esa perspectiva, los agravios comparativos poseen una capacidad de corrosión tal que pueden derrumbar, con un solo ejemplo negativo, esa tarea de moralización de la vida pública que Felipe González, con tanto éxito, predicó durante su campaña electoral.
No parece, en ese sentido, demasiado oportuno que una de las primeras iniciativas del presidente del Congreso haya sido la propuesta de equiparar los honorarios de los 350 diputados con los sueldos de los directores generales. Sin duda, la aplicación de un riguroso régimen de incompatibilidades a los parlamentarios cortará, en el futuro, saneadas fuentes de ingreso a algunos representantes de la soberanía popular, para quienes el sueldo de .diputado era una minucia. Sorprende, sin embargo, que el propio presidente del Congreso defienda la compatibilidad entre la actividad parlamentaria y la enseñanza, como si el criterio para aplicarla fuera la oferta de gratuidad de los generosos incompatibles y no las exigencias de un servicio público que precisa enseñantes y diputados de tiempo completo. En cualquier caso, es una lamentable falta de tacto que, mientras el Gobierno exhorta a la sociedad española a apretarse el cinturón, portavoces del Poder Legislativo consideren que una remuneración de tres millones de pesetas anuales es algo así como el salario mínimo vital de un profesional de la política. La vida pública puede significar -y de hecho lo significa para una parte de los hombres y mujeres que a ella se dedican- una merma de sus ingresos monetarios o de su tiempo disponible, si bien hay sobrados ejemplos en nuestra historia contemporánea de la armoniosa complementariedad entre la actividad política y la hacienda personal. Pero un análisis de la conducta humana enseña, en cualquier caso, que existen rentas psicológicas y expectativas de poder a las que mucha gente sacrifica gustosamente otro género de gratificaciones materiales o de ocio.
No parecería muy sensato, así pues, que los políticos instalados en los centros de poder, cuyo sólo ejercicio satisface aspiraciones y sentimientos muy profundos, construyeran la reforma de la Administración pública sobre la retórica del servicio o del sacrificio. Aunque el ministro de la Presidencia haya avanzado la audaz hipótesis de que las retribuciones no son el único incentivo de los funcionarios, deberían ser los propios interesados -cerca de millón y medio de personas en las diferentes administraciones públicas- quienes confirmaran, una vez que sean desarrollados los mandatos constitucionales que les garantizan sus derechos de sindicación y huelga, esa conjetura. En cualquier caso, el nuevo Gobierno socialista no debería limitar su loable ímpetu reformador a los centenares de miles de miembros de los cuerpos subalternos y medios de la Administración, tomados globalmente como empleados más bien remolones de una enorme empresa a los que hay que meter en cintura, sino extenderlo a -y tal vez iniciarlo con- los reducidos cuerpos de elite, a los que nadie regatea vacaciones, controla horarios o impone incompatibilidades. Es evidente que los ciudadanos desean que las ventanillas estén abiertas y existan pólizas disponibles para estamparlas en las instancias cuando acuden a los ministerios y demás centros oficiales. Pero todavía más importante es que, al final del trámite procesal, se encuentre una cabeza decisoria enfrascada únicamente en los asuntos de su despacho.
No parece tener mucho sentido, en suma, que la reforma de la Administración comience con los sectores más numerosos y débiles del funcionariado, poniendo en la picota con indelicada saña unos hábitos generalizados que vienen de lejos y que les fueron enseñados a los de abajo por los de arriba, mientras deja incólumes los privilegios, disfrazados de derechos adquiridos, de los cuerpos de elite. Los nombramientos que realice mañana el Consejo de Ministros para cubrir los altos cargos de las empresas públicas podrán servir también de pauta para comprobar hasta qué punto pueden quedar exceptuados de los rigores de la reforma aquellos de quienes se presume admirativamente que tienen derecho a desempeñar un elevado puesto por el simple hecho de haberlo ocupado antes, aun a costa de inundar de números rojos las cuentas de resultados del sector estatal.
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