El futuro de la bolsa
UNO DE los olvidos más importantes que se le puede atribuir al programa económico socialista, así como a las actuaciones y declaraciones de los responsables de esta área en el nuevo equipo de Gobierno, es el que afecta al mundo bursátil. Al margen de cualquier otra consideración, las estadísticas, sea cual sea su origen, vienen estableciendo como cifra aproximada de ciudadanos de este país que tienen una parte de sus ahorros invertidos a través del mercado de valores en unos tres millones de personas.Esta cifra por sí sola es lo suficientemente importante como para pensar que, dentro de los proyectos económicos socialistas, se debe prestar cierta atención a los problemas genéricos de los mercados de valores y a los de los inversores en acciones, que han sido prácticamente esquilmados a lo largo de los últimos años, a pesar de que tuvieron acceso a sus inversiones a través de fuertes campañas institucionales desarrolladas a lo largo de los primeros años de la década de los setenta.
Pero con ser muy importante el compromiso social que tiene el nuevo Gobierno con quienes compraron acciones de Telefónica, Hidroeléctrica Española o Bankunión hace años, siguiendo poco menos que consignas del anterior régimen, el principal reto en este campo al que se enfrentan los responsables del área económica del reciente Gobierno es el establecer la definición de funciones que se le atribuyen a un mercado como es el bursátil.
La eficacia de las bolsas españolas es más que cuestionable en los últimos años. Ni los vendedores (es decir, quienes demandaban financiación para los productos que ofrecían -títulos valores propios-) ni los compradores (esto es, quienes querían invertir el excedente de sus ingresos en activos seguros y rentables) han encontrado en las bolsas españolas un marco idóneo para sus intercambios. Las empresas no conseguían allegar los fondos propios que necesitaban para mantener su actividad a un coste razonable, lo que les obligaba a integrarse en una diabólica espiral de financiación externa, cada vez más cara y más escasa, que en la mayor parte de los casos era proporcionada por las entidades de crédito, con lo que aún se cuestionaba más su histórica falta de independencia.
En cuanto a los inversores, se veían sometidos a unos pertinaces procesos bajistas que no siempre eran directamente atribuibles a la marcha de las empresas en las que habían depositado su confianza y donde el concepto de seguridad era vulnerado una vez tras otra, con ejemplos tan claros como los de la Banca Mas Sardá, la López Quesada o el Banco de Levante, sólo por citar algunos de los casos más sonoros y recientes, en los que las autoridades bursátiles apuraron hasta el último momento la posibilidad de que la negociación de estos títulos generase corretajes para los agentes mediadores.
En definitiva, se quiebran dos principios que deben caracterizar a cualquier mercado: eficacia y confianza. Ante esta situación, no es de extrañar que los nuevos responsables de la política económica del Gobierno muestren un curioso despego hacia la bolsa. Lo que sí puede resultar algo más sorprendente es el clima de calma confiada con que esta tibieza ha sido acogida entre los interesados directos en la marcha cotidiana de los mercados de valores, es decir, entre los agentes de Cambio y Bolsa. Pero esta actitud, aparentemente pasiva, de quienes tienen en el negocio bursátil su fuente exclusiva de ingresos tiene una explicación sencilla: el volumen genérico de negocio -y, por tanto, las posibilidades de obtener ingresos por la firma de operaciones de compraventa- se ha ampliado notablemente en los últimos meses con la incorporación de lo que se ha dado en llamar los nuevos activos.
Las letras de cambio, los pagarés del Tesoro y los pagarés de las empresas han aportado una fuente de nuevos ingresos para quienes viven fundamentalmente de su firma. El número de pólizas de compra ha aumentado notablemente por las operaciones realizadas en estos activos y ya se comienza a admitir que el mercado de renta variable, es decir, el de acciones, puede terminar teniendo una presencia sencillamente testimonial en el conjunto de los mercados de valores nacionales.
En cualquier caso, lo que está aún pendiente es la definición del papel que deben cumplir las bolsas en la economía nacional. Las empresas van a continuar demandando financiación, y hasta ahora sólo existen dos sistemas de aportársela: consiguiéndola directamente de los inversores individuales o mediante la intermediación del Estado, que se encargará de recogerla de la economía privada y reconducirla hacia las empresas más necesitadas y consideradas estratégicas. Este segundo mecanismo, aunque no sea más que porque se incrementa el número de intermediarios, tiene que resultar más caro, pero hay que reconocer que en el momento actual es más sencillo.
El conseguir que los inversores privados vuelvan a canalizar una parte de sus recursos directamente hacia las empresas es fundamentalmente un problema de confianza en el futuro de las empresas de este país y en la eficacia del sistema bursátil. Mientras los costes de intermediación continúen siendo muy altos; mientras la información que reciban los inversores potenciales siga siendo tan mala, tardía y escasamente fiable, y mientras no se plantee una marco jurídico de garantías para los inversores, que además sea cumplido a rajatabla, dificilmente la bolsa podrá recuperar un pulso saludable.
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