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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El futuro del Senado

LA PRESENCIA de Felipe González y de los miembros de su Gobierno en la primera sesión plenaria del Senado ha sido un elogiable gesto de cortesía del Poder Ejecutivo, cargado de contenido simbólico, pero también el indicio de que los socialistas parecen plantearse seriamente el papel que debe desempeñar la Cámara alta dentro de nuestro sistema político. El diseño de las Cortes Generales define al Senado como "la Cámara de representación territorial", tal vez para adecuar a los nuevos tiempos su tradicional función de contrapeso del Congreso de los Diputados, pausa para la reflexión mediante la segunda lectura de las leyes y expresión electoral alejada de la representación proporcional de los ciudadanos. Pero las funciones de la Cámara alta no terminan de perfilarse de forma clara en la práctica de nuestro régimen parlamentario.Nuestra Constitución, en efecto, asigna a la Cámara baja una clara preeminencia sobre el Senado. De un lado, la investidura del Presidente del Gobierno, la cuestión de confianza y la moción de censura son de competencia exclusiva del Congreso, ante el cual "responde solidariamente de su política" el Poder Ejecutivo. De otro, la última palabra sobre las leyes corresponde también al Congreso, ya que el veto interpuesto por el Senado a los proyectos aprobados por los diputados o las enmiendas hechas a su contenido sólo sirven para demorar la decisión final de la Cámara baja en el caso en que ésta resuelva imponer unilateralmente sus criterios. Aunque la Constitución reconoce a las dos Cámaras la iniciativa legislativa, también en este terreno el Senado se encuentra en posición de inferioridad, ya que sus proposiciones de ley deberán ser enviadas al Congreso para que éste las admita y ponga en marcha su tramitación. En la lucha electoral, de añadidura, los líderes y los cuadros dirigentes de los partidos concurren siempre como candidatos al Congreso, cuyos escaños son ocupados por las planas mayores de los grupos parlamentarios, mientras que el Senado queda reservado para figuras de prestigio o militantes disciplinados que tienen en común su marginalidad respecto a los centros de decisión políticos. La circunstancia de que el Senado se vea obligado a repetir, en segunda vuelta, los trámites de ponencia, comisión y pleno llevados a cabo anteriormente por el Congreso conceden a sus debates la irreal sensación de lo ya visto.

Pese a su devaluada posición legisladora y a su falta de influencia en el nombramiento y destitución del Presidente del Gobierno, el Senado, sin embargo, tiene competencias constitucionales cuyo potencial desarrollo y vigorización depende, en buena medida, de la voluntad de sus miembros. Aparte de sus labores de iniciativa legislativa y enmienda de las leyes, eficaces siempre que sus opiniones no entren en conflicto con el Congreso, el Senado se halla equiparado a la Cámara baja para "recabar información y ayuda" de las autoridades del Estado, para "reclamar la presencia de los miembros del Gobierno" en sus sesiones plenarias y sus comisiones y para someter a interpelaciones y preguntas a los componentes del Poder Ejecutivo. Esa equiparación se extiende, igualmente, a una institución tan importante como las Comisiones de investigación "sobre cualquier asunto de interés público". Sin duda, los usos parlamentarios de nuestra naciente democracia deberían especializar a la Cámara alta en los trabajos de encuesta, descargando al Congreso de una tarea cuyo principal peso tendría que recaer en los senadores. Pero, sobre todo, son las cuestiones relacionadas con las autonomías las que podrían conferir al Senado sus señas de identidad propias. Por el momento, la distribución del Fondo de Compensación Interterritorial, destinado a corregir los desequilibrios económicos, y el papel que el artículo 155 de la Constitución asigna al Senado para casos de conflicto con una Comunidad Autónoma, forman ese ámbito específico de la Cámara alta.

Sin embargo, el carácter de "Cámara de representación territorial" del Senado se refiere fundamentalmente al peculiar sistema de elección de sus miembros. La representación senatorial está vinculada a las unidades jurídico-administrativas ideadas en 1833 por Javier de Burgos, de forma tal que cada provincia tiene derecho, con independencia del número de sus habitantes, a cuatro senadores. Las diferencias demográficas, a finales del siglo XX, entre las provincias industrializadas y las provincias castigadas por la emigración hacen, por ejemplo, que la representación en el Senado de un soriano equivalga a la de 51 barceloneses. De añadidura, Ceuta y Melilla eligen, cada una, a dos senadores, mientras que las provincias insulares se benefician de un régimen especial que individualiza a las islas mayores y menores de los archipiélagos balear y canario. En las elecciones al Senado, por lo demás, se aplica un sistema mayoritario corregido, que concede al partido dominante la posibilidad de convertir en desahogada mayoría absoluta de escaños una votación popular situada muy por debajo del 50%. No parece demasiado malicioso suponer que las Cortes Constituyentes concibieron el procedimiento como una manera de potenciar los votos procedentes de los territorios rurales frente a los sufragios de las zonas industrializadas, a fin de sobrerrepresentar a las corrientes de opinión mas conservadoras. Este sistema electoral ofrece, en cambio, la ventaja de que los ciudadanos no están condicionados por las listas bloqueadas y cerradas sino que pueden escoger, a su libre voluntad, a los candidatos. Aparte de los senadores elegidos directamente por los votantes, las Comunidades Autónomas tienen derecho a designar a un senador y a otro más por cada millón de habitantes.

Pero la territorialidad del Senado no puede limitarse a sus orígenes sino que debe extenderse a sus debates y funciones. Cuando el mapa autonómico se consolide y las instituciones de autogobierno se pongan definitivamente en marcha, las Cortes Generales, compuestas por el Congreso y el Senado, tendrán que plantearse seriamente el procedimiento para que la Cámara de representación territorial ocupe el lugar que le corresponde en un diseño estatal a mitad de camino entre el unitarismo y el federalismo. Un sistema bicameral no debería servir ni para frenar a la Cámara predominante -en este caso el Congreso- en caso de conflicto con la Cámara subalterna, ni para repetir inútilmente la tramitación de las leyes cuando ambas Cámaras se hallan controladas por el mismo partido. Si las mayorías son semejantes, el Senado es una duplicación inútil del Congreso; y si son sensiblemente diferentes, la Cámara alta tan sólo sirve para entorpecer y retrasar los trabajos de la Cámara baja. Un sistema constitucional no precisa necesariamente, por lo demás, de reformas legales para ajustar el funcionamiento de sus instituciones a nuevas o imprevistas exigencias sino que se halla en condiciones de satisfacer esas demandas mediante usos parlamentarios. A los gobernantes, diputados y senadores corresponde encontrar las fórmulas adecuadas para esa vigorización de la Cámara alta que la España de las Autonomías necesita.

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