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La comedia humana

En todos los países del mundo es posible encontrar personas que acepten trabajar a cambio del dinero de otros -incluyendo el del Estado-, pero no se sabe bien cómo incentivarlas. Alguna vez, en los Ministerios de Finanzas y de Justicia franceses se hicieron unos retoques a uno de los más caros proyectos de Chaban-Del- mas, la nueva sociedad, viejo sueño del veterano del maquis. Lo que se pretendía, en síntesis, era poner en práctica un sistema de remuneraciones conocido en Estados Unidos como stock options y que, en la práctica, es, simplemente, reconocer las razones del trabajo de los funcionarios o de los empleados que no son propietarios de la empresa para la cual trabajan. La cuestión, llevada a la Administración, le planteaba problemas a Chaban-Delmas; los stock options, en el sector privado, tienen una mecánica sencilla. Los empleados reciben como retribución estimulante una opción de compra de un paquete de acciones ¿te la empresa empleadora, a un precio determinado, al establecerse la opción. El beneficiario -el empleado- tiene libertad de: adquirirlas dentro de un plazo más o menos largo. Si las acciones suben, el empleado puede comprar en firme al precio fijado anteriormente, con lo cual obtiene una plusvalía. Si las acciones bajan, no hace uso de la opción, es decir, la ganancia es aleatoria, pero sin riesgos. En otras palabras, el empleado era invitado a zambullirse en el remolino de las finanzas, pero con un buen salvavidas. Evidentemente, los stock options resultan cautivantes cuando la bolsa tiene buena cara, pero, claro -aunque Chaban-Delinas no lo haya dicho-, nada es tan práctico como una buena teoría, máxime si se tiene en cuenta que para unos hombres el dinero no es nada más que el indicativo del éxito profesional, y para otros, el sustituto del éxito no alcanzado, el precio de la alienación. En mi opinión, este es el punto clave que los responsables de la reforma de la Administración tendrían que tener muy en cuenta: resolver el problema de la naturaleza dual de las remuneraciones, es decir, la incentivación a la par que la compensación. Para ello, lo más operativo no es comenzar la casa por el tejado, sino plantearse, de entrada, algunas preguntas muy simples.¿Qué es un funcionario? ¿La clase de funcionarios comprende, de verdad, desde el ordenanza de un ministerio hasta el ministro mismo? ¿Qué puesto empieza cuando acaba la jerarquía del funcionario? No son preguntas que me he extraído de la manga. Son unos interrogantes que encabezan una obrita no muy conocida y que es una pura delicia: Fisiología del empleado, de Honorato de Balzac (17991850) y que, dadas las circunstancias, valdría la pena reeditar. Obsérvese que cuando se contempla sañudamente a la burocracia española casi siempre se suele confundir su estructura con los funcionarios que ella alberga. Es como si la Administración ordenara a rajatabla las tareas de sus empleados, convirtiéndolos en apenas unos autómatas, carentes, de impulsos propios. Tal análisis, en definitiva, no carece de justificación, ya que es la respuesta al momento en que nos toca vivir, una época que confía, erróneamente, más en los organigramas y modelos que en los hombres. Hoy Balzac retornaría con urgencia a su tumba. Humanista como era, suponía que el destino del hombre tenía que estar abierto a la imaginación y a todos los azares. Si bien la profesión conduce, en parte, a la vida individual -médico, bailarín, cura, escultor, cantante, funcionario-, el robusto escritor sostenía que cualquier modificación -despido, fin de la vocación, casamiento- podía torcerla hacia caminos insospechados, despertar latencias ocultas. Dicho de otra manera: para Balzac, la taeoría era un mapa de ruta. De ahí que no acepte, por ejemplo, que el rey "sea sólo un funcionario de doce millones de francos de sueldo, destituible a ladrillazos en la calle -por el pueblo- y, por votaciones, en la Cámara". No faltaba más que eso, de ninguna manera. El rey puede abandonar él trono, despreciar los doce millones y, salvo ignorados casos extremos, seguir viviendo. El verdadero funcionario, en cambio, tiene imprescindible necesidad de su sueldo para vivir y no puede abandonar el -cargo ni despreciar la nómina, salvo que quiera borronear papeles o pegar sellos en otra parte. Su fisonomía, su imagen, según Balzac, es la de "un hombre que escribe sentado en la mesa de trabajo. La mesa es la caparazón. No hay funcionario sin mesa, ni mesa sin. funcionario". Para los reformistas de nuestra Administración, el inicio de Balzac parece lógico, mesa-funcionario, pero, ¿dónde finaliza, dónde acaba la jerarquía, el escalafón del funcionario?

Axioma primero: "Donde acaba el funcionario, comienza el hombre de Estado", dice Balzac, con lo cual, en base a los valores de hoy, por arriba de las 200.000 o 300.000 pesetas se acabaron los funcionarios. Ergo, "el hombre de Estado se declara en la esfera de los sueldos superiores", continúa Honorato, luego "los directores generales pueden ser hombres de Estado".

No termina aquí la pesadilla de la burocracia. Entre dos litros. de café y la atención a sus acreedores, el novelista se pregunta: "¿Para qué sirven los funcionarios?". El lo explica con una parábola ("sacada de la industria, para agradar a nuestra época", aclara): "Cuando reunís un tornillo, una tuerca, un clavo, un poco de acero, no veis ningún valor, pero el mecánico se dice: 'Sin estos chismes, la máquina no andaría'. Lo mismo vale para los burócratas parisinos, que se ocupan de que no se gaste, no se guarde 'un céntimo en Francia que no esté ordenado por una letra, probado por un sello, producido y reproducido sobre estados de situación, pagado con recibo; después, la petición y el recibo son registrados, comprobados por las personas con lentes'". Pero esto -como se puede comprobar, no hay nada nuevo bajo el Sol-, no es nada. Hay que tener en cuenta la existencia de "magistrados que pasan el día comprobando todos los bonos, papelotes, nóminas, registros, recibos, pagos, contribuciones recibidas, contribuciones pagadas, etcétera, que los funcionarios han escrito.

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Estosjuicios severos rechazan el talento del escrúpulo, el ingenio de la investigación, la vista del lince, la perspicacia de los números, hasta rehacer todas las adiciones para buscar sustracciones. "¡Oh Francia, el país más espiritual del mundo", aquí, Balzac se emociona hasta el llanto, "se podrá conquistarte, pero engañarte..., jamás! Eres del género femenino". ¡Oh, la, lal

Como era de esperar, al final de su Fisiología del empleado, Balzac, como millones de españoles, no tiene más remedio que resignarse: "La máquina está así montada y sería preciso romperla y rehacerla, pero nadie tiene ese valor".

¿Nadie? Vaya uno a saber. A lo mejor resulta que sí, que hay algo nuevo bajo el sol.

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