En el día de la Constitución
Han transcurrido ya tres aniversarios desde que el día 6 de diciembre de 1978 las Cortes Constituyentes, creadas por la ley para la Reforma Política, aprobaron la novena de las constituciones que han tenido vigencia en España. El primero, que estuvo presidido por la esperanza, representó la ilusión de un pueblo que se había dado un régimen constitucional y que ansiaba construir un futuro democrático. El segundo estuvo tal vez teñido por cierto desencanto, al no alcanzarse con evidencia los deseados goces que se pensaba traería consigo la aplicación del texto fundamental. El tercero aparecía preñado del miedo y del pesimismo que había sembrado un golpe de Estado frustrado, protagonizado por herederos de nuestro turbio pasado inmediato.Llegados hoy al cuarto, la perspectiva ha cambiado radicalmente: de nuevo ha resurgido con fuerza la fe de un pueblo que en su inmensa totalidad, tras esas tres experiencias mencionadas, parece asumir de manera definitiva la conciencia de que esta Constitución, a diferencia de las anteriores, posibilita la aparición de un vuelco en nuestra inercia derrotista como n ación. Las cosas empiezan a cambiar. En efecto, uno de los valores indiscutibles de nuestra norma fundamental consiste claramente en que, dentro del marco que reconoce al juego político, se permite la alternancia de fuerzas ideológicas de signo distinto que representan, sobre todo, diferentes concepciones de cómo practicar la política. Con ello no quiero decir que pueda dar cobijo a plasmaciones opuestas de modelos de sociedad. La denuncia formulada por algunos protagonistas políticos, durante las últimas elecciones, de que se enfrentaban abiertamente dos modelos distintos de sociedad no es en definitiva sino una falacia.
La Constitución de 1978 ha sentado definitivamente que, dentro de la alternancia, no existe cabida más que para un solo modelo de sociedad: el descrito por el artículo 12 , que eleva a la categoría de valores superiores los de libertad, igualdad, justicia y pluralismo político, situados en el contexto de una Monarquía parlamentaria que se asienta en un Estado social, democrático y autonómico de derecho. La amplitud de tales postulados no impide, por consiguiente, que puedan coexistir fuerzas políticas que, partiendo de este modelo básico, que es el que desean la mayoría de los españoles, expongan actitudes ideológicas divergentes entre sí y que marquen el acento, en mayor o menor medida, en el desarrollo de unas u otras de las potencialidades que contiene el conjunto de la Constitución. .
Vistas así las cosas, aquí reside uno de los indiscutibles logros de la misma, porque tanto en razón del amplio margen de juego político que reconoce, como debido a la evolución de la sociedad española, integrada cada vez más por amplias capas de clases medias, podemos llegar a solucionar el drama fundamental de nuestra vida nacional. El arraigado cisma entre las dos Españas ha adquirido, después de las últimas elecciones, un nuevo perfil que debemos luchar para que sea el definitivo. Lo que quiero apuntar no es sino mi convicción de que la actual Constitución, asentada en esa transformación sociológica de nuestro país, ha llevado el enfrentamiento entre las dos concepciones tradicionales de nuestra historia al terreno acotado por la norma constitucional. Lo cual es una extrema novedad en nuestro ser como nación. A lo largo del siglo XIX y más de la mitad del siglo XX la Constitución aparecía esencialmente como el instrumento para imponer una de esas dos orientaciones sobre la otra. Consecuentemente, un gran sector del ser nacional quedaba automáticamente al margen del juego constitucional.
Sin embargo, el resultado de las elecciones del 28 de octubre nos indica sin ambages que la polarización tan temida por muchos observadores no es sino la consecuencia de la normalización constitucional.
Dos Españas en una
Las dos Españas, la que mira al pasado y la que se vuelca sobre el futuro, están ya dentro del recinto delimitado por la Constitución. Ninguna de las dos grandes síntesis de la manera de entender de nuestro destino nacional pone en entredicho las reglas del juego político adoptado, sino que ambas las acatan y respetan a causa de su convicción de que sus proyectos políticos respectivos, lejos de todo extremismo, pueden llevarse a cabo en el marco constitucional.
Este enorme avance en la solución del problema nacional ha podido prosperar, evidentemente, en razón del significado que posee por vez primera nuestra novena norma fundamental. Su creación, basada en el consenso de las principales fuerzas políticas del país, la ha conferido el carácter de un pacto político entre las diversas concepciones ideológicas existentes. Nos situamos así en la orientación que marcó la primera y más ilustre de las constituciones vigentes hoy en el mundo: la de Estados Unidos. Cuando después de la Declaración de Independencia de 1776 se reunieron, en la legendaria Convención de Filadelfia de 1787, los representantes de las trece ex colonias, su objetivo era claro: establecer un pacto por escrito, fundamentado en el pueblo soberano, que permitiera la convivencia política de todos y que asegurase un proyecto de vida independiente, libre y democrática. Así, una de las razones de su éxito consistió, sin duda alguna, en saber resolver los dos problemas más acuciantes que tenían, esto es, la forma de Gobierno y la forma de Estado. Su solución, ciertamente imaginativa, dio lugar a la moderna forma republicana de Gobierno y a la creación del Estado federal. Dos siglos después tales hallazgos, derivados del pacto, continúan poseyendo la misma lozanía que entonces.
No creo que deba insistir mucho en el paralelismo de tan prodigioso fenómeno aplicado a nuestro momento constituyente de 1978, el cual ya tuve ocasión de señalar en estas mismas páginas hace cinco años. Pero conviene recordarlo cuando el asentamiento de nuestra Monarquía no es puesto en duda por fuerzas políticas que hace poco lo discutían, y la forma descentralizada del Estado de las Autonomías discurre, con muchas dificultades, es cierto, hacia la meta definitiva de su aceptación y consolidación.
Es claro que nuestra Constitución comienza a encarnarse cada vez más en una España inicialmente invertebrada que quiere dejar de serlo, pero que parecía en los últimos tiempos destinada a sufrir las indedisiones de una política que ya daba muestras de agotamiento.
La coincidencia, en este sentido, del cuarto aniversario de nuestra Constitución con la inauguración de un Gobierno socialista que acepta plenamente el juego político que se define en ella, pero que también desea utilizar las potencialidades que encierra en su seno, constituye la palanca adecuada para llevar adelante un cambio pacífico, radical y moderado al mismo tiempo, en nuestra orientación política, en nuestras instituciones, en nuestra convivencia como pueblo, que es del todo necesario.
En el día de la Constitución
Por eso se puede plantear en estos momentos la pregunta que se hacía Ortega en 1923, cuando escribía: "¿Qué nos invita el poder público a hacer mañana en entusiasta colaboración? Desde hace mucho tiempo, mucho, siglos, pretende el poder público que los españoles existamos no más que para que él se dé el gusto de existir". La respuesta a la pregunta orteguiana la había formulado ya Ganivet, años antes, desde su perspectiva regeneracionista tan semejante a la que nos proponen hoy los nuevos gobernantes: "Hay que dar un paso en la obra de restablecimiento de nuestro poder, que debe residir en todos los individuos de la nación y estar fundado sobre el concurso de todos los esfuerzos individuales". Pues bien, "todos los individuos de la nación" disponemos para ello al menos de cuatro años. ¿Los sabremos aprovechar?
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