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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El año en que empezó la crisis / 2

Un fantasma recorre el sistema monetario del mundo occidental: el posible cierre de ventanilla de uno de los grandes bancos. Esa inquietud ya ha dado lugar a dos efectos nada desdeñables: una disminución de los préstamos de la banca comercial a muchos de los países deudores, especialmente a los subdesarrollados, y a una llamada de atención general de los organismos internacionales, y especialmente del Fondo Monetario Internacional, para que se intensifiquen las políticas de ajuste exterior: para que los países con elevados déficit de balanza de pagos corrijan las causas de ese desequilibrio y puedan sanear sus cuentas exteriores. Al fin y al cabo, y para utilizar el símil individual, lo lógico es que a una persona que se ha endeudado fuertemente y tiene dificultades para pagar sus deudas se le exija que gaste menos y que haga frente a sus obligaciones con el banco. Lo que sucede, sin embargo, es que esa lógica individual puede producir resultados inesperados cuando lo que está en juego no es el endeudamiento de una persona, sino el de un amplio conjunto de países.Disminución de importaciones

El menor flujo de préstamos por parte de la banca comercial a países acosados por problemas de balanza de pagos produce, a corto plazo, una disminución de las importaciones de esos países. Así sucede, especialmente, con los países subdesarrollados no productores de petróleo. Esa compresión de sus importaciones frenará su ritmo de desarrollo y mejorará su balanza comercial en un primer momento; empeorará, naturalmente, la balanza comercial de los países industrializados, sus principales proveedores, y deprimirá, consiguientemente, su tasa de crecimiento, hoy ya muy bajo; lo que, a su vez, limitará las exportaciones de los países subdesarrollados, y así sucesivamente. Se genera, pues, una transmisión continua de impactos recesivos a través de¡ comercio exterior. El Morgan Guaranty Trust calcula que, de interrumpirse el flujo de préstamos bancarios a los países en desarrollo, el mundo industrializado vería su tasa de desarrollo disminuir en un punto adicional como primer efecto.

Las políticas encaminadas a conseguir el ajuste exterior, preconizadas por el Fondo Monetario Internacional, son, normalmente, medidas de signo contractivo que, a plazo medio, pretenden lograr una mayor competitividad exterior de los países afectados, pero que, de inmediato, desencadenan la misma involución comercial que ha quedado reflejada en el párrafo anterior.

Los remedios tradicionales, por tanto, nos parecen peligrosos en un mundo azotado por la deflación, el paro y el endeudamiento: porque no hay posible separación entre los fenómenos reales y financieros, porque las importaciones de unos países son exportaciones de otros y porque, de mantenerse esa causación circular, es muy posible que la crisis se haga aún más aguda -al intensificarse la escalada proteccionista que tanto preocupa al GATT- y nos podamos tropezar, al final del camino, con más deflación, más paro y mayor imposibilidad para devolver los préstamos. Nos podríamos encontrar, a plazo medio, con la desintegnación acelerada de la economía mundial, cuyas consecuencias pueden adivinarse sin grandes esfuerzos de imaginación.

En busca de soluciones duraderas

Evitar esa situación límite nos parece, pues, la obligación fundamental de la comunidad internacional, lo cual exige, a nuestro entender, ciertas modificaciones institucionales y un esfuerzo, de parte de los principales países del mundo, por no perder de vista la raíz del problema.

En el terreno institucional hay que potenciar el papel de los organismos internacionales, en especial del Fondo Monetario, de forma que las refinanciaciones de deuda se hagan menos gravosas. El aumento inminente de las cuotas del Fondo supone un paso en esa dirección, pero un paso corto. Es preciso, asimismo, que las condiciones impuestas por este organismo para poder hacer uso de una serie de líneas de crédito se modifiquen parcialmente para exigir a los prestatarios, no el ajuste a corto plazo, sino el equilibrio a plazo medio de sus cuentas exteriores y hay que poner en práctica una vieja aspiración de los países subdesarrollados: que la signación de derechos especiales de giro no sea, como hasta ahora, proporcional a la cuota de cada miembro, sino que tenga en cuenta el grado de desarrollo; que favorezca, por tanto, a los países menos desarrollados.

Dado el actual nivel de riesgos del sistema bancario internacional nos parece necesario que se delimiten, con nitidez, los campos de actuación de los bancos centrales para que no pueda haber dudas respecto de quién debe, en cada caso, prestar ayuda a una organización bancaria en dificultades. No se olvide que los grandes bancos del mundo occidental son empresas multinacionales que operan en los mercados financieros de muchos países. Más aún, valdría la pena arbitrar algún mecanismo global que sirviera de malla de seguridad al conjunto del sistema y que impidiese la expansión internacional de una crisis bancaria.

Nuestro mundo, un mundo interconectado estrechamente en su evolución física, comercial y financiera es, al mismo tiempo, un ejemplo perfecto de desequilibrio. Baste con recordar dos aspectos de ese desequilibrio: tres cuartas partes de la población mundial tienen que conformarse con un quinto de la renta total; desde múltiples ángulos -sanitario, alimenticio, educativo, etcétera- puede afirmarse que una cuarta parte de la humanidad, en la que se incluyen los 36 países que forman el cuarto mundo, vive aún en el siglo XIX. Y ahí radica una de las causas primeras de la crisis que hoy atenaza a la economía mundial, crisis que se va expresando de diferentes maneras, una de las cuales es la debilidad financiera internacional, que constituye la razón de estas notas.

No es posible que, en un mundo interdependiente, existan desequilibrios tales como el de la distribución de la renta total; ello sólo es posible, no justificable, sino posible, en un mundo totalmente compartimentado, que la técnica moderna rechaza. Dígase lo que se quiera -los debates académicos de los economistas parecen, en muchos casos, olvidar la realidad inmediata-, la crisis actual es, en cierta medida, un fenómeno de subconsumo global, que dimana de la muy irregular distribución de la renta mundial. Corregir esa distorsión es tarea de todos -recordemos que la interdependencia no es divisible- y sólo un plan de ayuda global, sobre el que no vamos a extendernos aquí, pero que tiene que apoyarse, necesariamente, en una nueva división internacional del trabajo que tenga en cuenta la mutación experimentada por las ventajas comparativas, en la apertura de muchos mercados mundiales, y en especial de algunos de los países desarrollados, en el aumento y desvinculación de los flujos de ayuda al mundo en desarrollo, en la reduccion del gasto en armamento y en una acentuada cooperación del propio mundo subdesarrollado permitirá que lleguemos al siglo XXI.

Parece necesario, pues, solucionar la crisis financiera para impedir, a corto plazo, una defiación violenta de la economía mundial, pero es preciso no olvidar las raíces últimas de la crisis a secas. Si no se dan, ahora, los pasos necesarios para evitar que el estallido de la primera haga insoportable la segunda y para solucionar, gradualmente, los desequilibrios que origina la crisis global, es muy posible que, dentro de pocos años, algún historiador, interesado en hilvanar las causas del colapso, inicie así el recuento de lo sucedido: el año en que empezó la verdadera crisis fue el año 1982.

Jaime Requeijo es catedrático de Estructura Económica.

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