Yo no voté socialista
Yo no voté socialista. Y, sin embargo, creo que su triunfo electoral podría -incluso debería- significar un paso decisivo en la definitiva consolidación de la democracia en España. No como ruptura frente a la transición, sino como el coronamiento de la transición.Como afirmaba Mauriac, sólo De Gaulle, que simbolizaba el patriotismo intransigente, podía encontrar una solución aceptable al problema de Argelia. De igual modo, sólo Suárez, que procedía del antiguo régimen, podía realizar -como hizo con admirable pericia- el difícil paso a la democracia. Por eso mismo, Felipe González, que personifica el actual triunfo de la izquierda, es la persona idónea para llevar a término la necesaria reforma de la Administración y la inaplazable política de austeridad económica que el país necesita. Nadie ignora -y menos aún los socialistas- que cuesta más actuar con inteligencia y razonablemente en el poder que en la oposición. Y que ninguna experiencia es desdeñable. Es, pues, de esperar que la política del Gobierno socialista en España no incurra en los mismos o parecidos errores que cometió Mitterrand a lo largo de 1981. Yo espero, en bien del país y, por qué no, en el de los propios socialistas, que así puedan demostrar su indiscutible derecho a gobernar y su capacidad de hombres de Estado. La hora española no permite triunfalismos en unos ni enconadas exclusivas en otros: es hora de responsabilidad, de entendimiento y de colaboración, cada uno desde las posiciones que les corresponda.
Y es que hay una gran diferencia entre la España de hoy y la de ayer. España, hoy, es moderada. Y éste es un fenómeno tan novedoso como fundamental, cuyo origen está, por un lado, en el triste hecho de haber sufrido la gran lección de la guerra civil, y por otro, la prosperidad económica alcanzada en la década de los sesenta, fenómeno ciertamente materialista, pero también apaciguador. Ha habido consenso en el cuerpo social y en los partidós políticos. Y, si me apuran, quizá más en aquél que en estos últimos.
Esta moderación ha supuesto el éxito de la fórmula -por otro lado planteada y desarrollada inteligentemente- de la transición política. Las preferencias se habían decantado hasta hoy hacia el centro renovador y ahora se han dirigido hacia la izquierda reformista.
Lo cierto es que la transición política se ha llevado a cabo y de momento se ha visto coronada por el éxito. Pero obviamente nada podemos dar aún por firmemente consolidado: faltan tradiciones, hábitos mentales, y hay, y habrá, crisis económica. Es muy probable que no antes de seis a ocho años podamos dar por concluido este importante período de nuestra historia.
Sin romper la baraja
La opción ganadora en las urnas no es la que yo he votado ni probablemente la que han escogido, con una visión abierta de la economía, los grupos empresariales como los que se agrupan en las Cámaras de Comercio.
Y, sin embargo, el camino occidental democrático, de economía de mercado, de integración europea, es el único posible y pide seguir el juego, aunque se pierdan algunas bazas. Así pues, en esta hora de la victoria socialista se trata de aceptarla, jugando limpio. Hay que apoyar las propias opciones, negociar con aspereza si es preciso, discutir..., pero no romper la baraja.
Por otro lado, sería razonable que a la hora de pedir sacrificios a todos fueran los socialistas quienes iniciaran esa responsabilidad y pagaran un coste político. ¿Han madurado lo suficiente como para acometer esta misión? Deberían renunciar a un programa socialista de corte clásico, apto para proceder a la redistribución de riquezas en época de crecimiento, pero no para crearlas y menos aún en situación de crisis. Y también deberían proceder a la reforma de la Administración, infundir una nueva moral de austeridad y de productividad, demostrar que pueden gobernar y que saben sacrificarse por el interés general.
A su vez, sería deseable que la oposición de centro y de derecha fuera lo suficientemente fuerte como para ayudar -que desde la oposición también se ayuda- a un Gobierno socialista a desarrollar los aspectos constructivos de su programa, al tiempo que templara posibles radicalismos y planteamientos dogmáticos.
Finalmente, deberíamos esperar que la experiencia socialista, llevada con mesura, llegara a feliz término y unas nuevas elecciones pudieran devolver -si así las urnas lo quieren en aquel momento- el poder al centro o a la derecha, a un centro o a una derecha no menos prudente. Así se habría contribuido a establecer hábitos democráticos, a eliminar vetos catastrofistas, a posibilitar alternativas futuras más auténticas y -a ser posible- más adecuadas a los nuevos tiempos y a los nuevos problemas; más que las que puedan ofrecer un socialismo marxista o una derecha ultramontana.
En todo caso hoy hay que darle un voto de confianza a Felipe González -las urnas se lo han dado ya-. "Lo esencial", como pone en boca de Adriano la escritora Marguerite Yourcenar, "es que el hombre llegado al poder pruebe luego que merecía ejercerlo".
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