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Las ganas de vivir

Se acabó el desencanto. La victoria electoral socialista, como hace año y medio el vídeo del 23-F, ha barrido el escepticismo. Bienvenida sea esta brisa de aire de libertad; en ella ha hecho especial hincapié la campaña electoral del PSOE, que ha llegado incluso hasta los guetos intelectuales y hasta los cenáculos de la progresía militante. E incluso a esos jóvenes que, ahora lo sabemos, pasaban de política pura y simplemente porque esa política no era la suya. Por primera vez en muchos años este país, en su mayoría y dicho sea sin triunfalismos, se ha identificado con un mensaje renovador, progresista, que encajaba a la perfección con las ansias, deseos sublimes y sueños de una sociedad ahíta de continuismos y de componendas. El socialismo de Felipe González (por favor, no escandalizarse los puristas o los hagiógrafos de Pablo Iglesias) es un guante que se ha adaptado como hecho a medida a las apetencias de una sociedad como la española, entrecruzada de elementos aparentemente contradictorios, tales como la madurez y el juvenilismo, la inconsciencia y la sensatez, el conservadurismo y los deseos de cambio, y un largo etcétera de rasgos difícilmente encajables en una lógica histórica que aquí parece haber roto con todos los moldes conocidos. El problema para el PSOE es que esa identificación palpable, y que explica lo arrollador del triunfo electoral, se convierta, a pesar de la inevitable decepción que va a producir el que las cosas no van a cambiar de la noche a la mañana, en compromiso. Esa, y no otra, va a ser la principal tarea para los ganadores de las elecciones. Porque una cosa es que a la gente le guste el aire fresco y otra muy distinta que esté dispuesta a abrir, con todas sus consecuencias, las ventanas de su casa de par en par para esa renovación.El viento de la historia ha impulsado la barca electoral socialista. Sin desdeñar en absoluto la habilidad de la tripulación, y muy especialmente la del capitán, lo cierto es que todo empujaba en España hacia el cambio. Desde los errores de la competencia a la imparable dinámica cultural de los últimos años, esta sociedad pedía a gritos que viniesen otros a gobernar, a animar a la población, a arrumbar herencias y compromisos adquiridos, a estimular un dinamismo social que estaba en la calle desde hace tiempo. La clase política en el poder, a pesar de sus innegables méritos como administradores de la transición, especialmente en lo que tuvo de talante de derecha civilizada insólita en la historia de España, no sintonizó nunca con esa marea emergente. Lo suyo fue otra cosa. Y a lo mejor no hay que lamentarse de que se haya quemado en ella. El problema para el PSOE es que no le pase lo mismo en el viaje de racionalizar y modernizar de verdad un país donde se dan, al tiempo, fenómenos tan aparentemente dispares como el increíble recibimiento al papa Wojtyla y la mayoritaria aceptación del divorcio, el olvido electoral del papel político de Adolfo Suárez (¿cuántos votos se dijo que valía el vídeo del 23-F?) y el rechazo al golpismo, la atracción de la palabra socialismo y el recelo a la intervención del Estado en algunos campos básicos. Y así hasta el infinito. Alguna vez los sociólogos tendrán que explicarnos qué está pasando para que los estadios se llenen todos los días con impresionantes multitudes que hoy van a ver a los Rolling Stones y mañana a oír misa, y que asisten con el mismo grado de fervor a un mitin de Felipe González que a una reaccionaria homilía sobre la familia. Y que no se diga que son públicos distintos. Madrid, por poner un ejemplo, no tiene tanta población en edad de movilizarse. Aquí lo único cierto es que, en el último mes, millones de españoles se han lanzado a la calle por motivaciones que, puestas una al lado de las otras, distan mucho de ser concurrentes; pero que, unidas todas, nos dan una pista del indescriptible momento en que estamos: una sociedad con inmensas ganas de vivir (la edad media de la población española es de veintisiete años, una de las más bajas de Europa) y una gran capacidad para ilusionarse (eso el PSOE lo ha captado perfectamente), pero con rasgos inequívocos de inestabilidad emocional y escasa profundidad en las convicciones ideológicas, asumidas más bien como una moda o un signo de los tiempos. Ello hace que la sociedad española aparezca como una masa tremendamente moldeable y dúctil, pero, como consecuencia, fácil a los vaivenes, a las rápidas decepciones, propicia al fetichismo y a la infidelidad. Creo, y es otro dato a tener en cuenta, que en ningún país de nuestro área ha existido un derrumbe tan en picado como el del Partido Comunista de España. Echar la culpa, de manera exclusiva, a Santiago Carrillo, de esos cinco diputados, es quedarse en la espuma de lo que está pasando. Que no es ni bueno ni malo. Pero que, en cualquier caso, debe ser analizado con atención, y muy especialmente por aquellos que las urnas han elegido no sólo para gobernar, sino también para encarrilar definitivamente al país por el camino de un proyecto de cambio.

El PSOE, pues, y nunca mejor dicho, ha de cambiar la sociedad, si quiere realmente no ser una ilusión pasajera en el horizonte político de la España de los ochenta. Un 46% de españoles ha seguido a los socialistas. No hay que dudar de que les ha convencido con armas electorales de buena ley. Pero debe saber el terreno que pisa. Y ese terreno, hoy por hoy, está lleno de contradicciones y de emociones muy epidérmicas. Como no podía ser menos, dado de donde venimos. Ha venido una sintonía muy clara entre las aspiraciones sociales y el limpio mensaje ético simbolizado y fetichizado en Felipe González. Nada que objetar. Ahora hay que transformar todo eso en compromiso y participación. Que se desgaste un Gobierno no es grave. Sí lo es que se desgaste un ideal, que es lo que, subliminalmente, ha votado la mayoría de los electores. El PSOE no tiene otro camino que comprometer a sus votantes, ahora ya no con promesas, sino con exigencias de responsabilidad. Es una tarea complicada, pero ineludible. Sin un compromiso mayoritariamente asumido no habrá cambio. Habrá únicamente, y ojalá, mejor Administración.

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