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LAS VENTAS

Vuelve la emoción de los forçados

Plaza de Las Ventas. 24 de octubre (por la tarde).Cuatro toros de Murteira, quinto de Barroso, sexto de Martínez Elizondo, cinqueños, con trapío.

Rejoneadores: Joaquín Moreno Silva, silencio. Diego Garcia de la Peña, aviso y silencio. Sommer de Andrade, vuelta. Brito Paes, silencio. Los forçados Amadores de Santarem, vuelta en los dos últimos toros, acompañados por los rejoneadores, que actuaron por colleras.

Cada año vienen los forjados a Las Ventas y cada año vuelve la emoción de esta modalidad torera, de indiscutible gallardía y mérito, que cuenta con muchos partidarios en Madrid. Ayer, de nuevo pusieron al público en pie. Estábamos en la plaza como en Siberia, ateridos, distantes de cuanto ocurría en el ruedo durante las irrelevantes actuaciones de los caballistas, y cuando, ya en las postrimerías de la fiesta, saltaron a la arena los Amadores de Santarem, forçados por vocación, se acabó el frío.

El encalmado graderío devino en alboroto; espectadores silenciosos eran atacados de locuacidad; tacirturnos vecinos de asiento pasaron a ser amiguetes de toda la vida; las amoratadas narices adquirían su habitual color de más cálidas jornadas. Al tiempo, las señoras, que guarecían sus piernas de la bajísima temperatura, las descubrían por echarlas al aire en frenéticas zapatetas, y circunspectos caballeros trastabillaban por el cemento. Los forçados caldearon el ambiente nada más hacerse presentes, ya de anochecida. Y una corrida que todos juraban estaba siendo la más larga que habían presenciado en su vida, empezó a parecer corta.

En el quinto toro, la pega fue perfecta. Pedro Balé, al frente del grupo en su calidad de pegador de caras, citó a cuerpo limpio de muy largo, y cuando el toro llegaba a jurisdicción, fijo y muy humillado, lo templó con gran habilidad corriendo hacia atrás, se aferró a los pitones, y el resto de los portugueses redujo a la fiera. En el sexto, en cambio, habría sido necesario repartir por el tendido un tanque de tila.

El toro no tenía fijeza y cuando sentía próximo al hombre, su casta le hacía tirar unas cornadas de abrigo. Cuatro pegas no fueron suficientes para reducirlo. Juan Murteria, hijo del ganadero, pegador de caras, salía zarandeado, empitonado y pisoteado de mala manera. Teresa de Murteira, su madre, que se encontraba entre los espectadores, lloraba a lágrima viva y le iba a dar algo. En la quinta pega, el pegador, a pesar de que se encontraba molido y ensangrentado, consiguió imponerse a la casta tremenda del animal, que al fin quedó inmovilizado. La emoción intensa de los lances hermanó al público, se sellaron amistades, ligó quien lo pretendía y la afición lamentaba que la temporada vaya a terminar ya. Cuando lo que sucede en el ruedo tiene importancia, los toros son fiesta, aunque nieve.

La corrida, de apabullante trapío, cinqueña, seria, y encastada, dió juego, a pesar de ciertos síntomas de mansedumbre. Salvo el segundo, un cuajado, hondo y bravo ejemplar, que embistió crecido, fijo e incansable hasta la muerte. Los rejoneadores estuvieron discretos. Sobrio Moreno Silva, desigual García de la Peña, eficaz Sommer, y Brito más torero que seguro con los hierros. La cátedra les dio un aprobadillo por los pelos, sin muchas ganas de calificar, por cierto, pues lo que esperaba era la actuación de los forçados, y esa tuvo sobresaliente.

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