300 millones de mangueras luminosas
EL SUMARIO sobre las irregularidades cometidas en Televisión Española durante 1977 y 1978, denunciadas hace casi tres años por un informe de control financiero del Ministerio de Hacienda, ha sido elevado por el magistrado-juez instructor especial a la Sala Segunda del Tribunal Supremo para que esta alta instancia, competente por razones del fuero procesal que ampara a los directores generales, decida sobre la petición de procesamiento por apropiación indebida formulada por la acusación particular contra Rafael Ansón y Fernando Arias-Salgado, ex directores generales de Televisión, y otros dos altos responsables del área económico-financiera de ese organismo. La pasividad del Gobierno y del ministerio fiscal cuando EL PAIS publicó, a comienzos de 1980, los resultados de aquella auditoría indica hasta qué punto la maquinaria judicial necesita en determinadas ocasiones, para ser puesta en marcha, de la iniciativa ciudadana. Si Felipe González y Javier Solana, diputados socialistas, y Pilar Brabo y Simón Sánchez Montero, diputados comunistas, no hubieran entablado, en tanto que ciudadanos, una querella contra los encartados, muy posiblemente el sonado escándalo hubiera quedado enterrado en las arenas movedizas de la impasibilidad con la que los medios oficiales suelen acoger las denuncias sobre los abusos y despilfarros que se producen dentro de la Administración pública.La publicación en EL PAIS, del domingo 10 de octubre al miércoles 13, de un amplio resumen de la auditoría interna sobre el programa 300 millones encargada en la pasada primavera por el entonces director general de Televisión Española, Carlos Robles Piquer, pone otra vez de manifiesto la soberana indiferencia con la que los altos responsables del dinero de los contribuyentes asisten a la exhibición de los trapos sucios de sus subordinados. Numerosos son, sin embargo, los portentos narrados en la auditoría que merecerían algo más que el silencio: una manguera luminosa y un piano de cola que salen más caros alquilados que comprados; automóviles pagados por Televisión que sirven para trasladar de vacaciones a la familia del productor del programa; un cheque de 400.000 pesetas entregado por una empresa proveedora de 300 millones al director de ese espacio como "préstamo personal"; adquisiciones innecesarias de vestidos que pasan a engrosar los armarios roperos de las artistas; sueldos millonarios que son completados con la propina de dietas y almuerzos sin justificar; regalos destinados a invitados del programa repartidos entre quienes lo realizan; cuentas del Gran Capitán en viajes, comidas, cafés, copas, asesorías y guiones; cintas de vídeo, mobiliario y material inventariable desaparecidos como por arte de magia de los almacenes; retrasos en las altas de la Seguridad Social y complacientes contratos para promover la fijeza en plantilla de colaboradores eventuales; un ballet que graba tres actuaciones, pero que cobra, por seis; firmas sospechosamente emparentadas entre sí que compiten para conseguir una concesión decidida de antemano; despilfarro de material en filmaciones realizadas en América con elevados costes de desplazamiento; cesión teóricamente gratuita de un reportaje sobre Plácido Domingo, propiedad de Televisión, a un semanario del corazón de gran circulación, etcétera.
En lo que alcanzan nuestras informaciones, ni una hoja del bosque encantado de Prado del Rey se ha movido, sin embargo, a raíz de que los auditores concluyeran su desagradable trabajo. Y más de una semana después de la aparición del reportaje en este diario, todavía se desconoce si el ministerio fiscal ha comenzado a indagar las "corrupciones", "anomalías" e "irregularidades" puestas al descubierto por el documento. Ese doble silencio -de la Administración pública y del ministerio fiscal- contrasta vivamente con los perfiles escandalosos de los hechos revelados, que añaden al oprobio cultural del programa 300 millones, una invención de Rafael Ansón para hacer hispanidad que ha funcionado en realidad como un penoso espacio de variedades, la sensación de que el mal gusto puede ser, de añadidura, un auténtico filón para suculentos negocios privados.
De todos son conocidas las dificultades que ofrece nuestra legislación penal para tipificar como delitos los despilfarros, los abusos y las corruptelas que eligen como víctima al Tesoro Público. De añadidura, los llamados delitos económicos se defienden como gato panza arriba contra las pruebas gracias a la complejidad y lentitud de los trabajos periciales. Pero la causa recientemente elevada a la Sala Segunda del Tribunal Supremo no sólo revela que el ejercicio de la acción popular -reconocida en el artículo 125 de la Constitución y reglamentada en la ley de Enjuiciamiento Criminal- puede suplir, por una mayor convicción de quienes la esgrimen, la eventual tibieza del ministerio fiscal, sino que también demuestra que las dificultades intrínsecas para la instrucción de un sumario de esa índole pueden ser superadas.
Mucho más sorprendente que la posible pasividad del ministerio público sería que los responsables de Prado del Rey continuaran mudos después de la publicidad de que han sido objeto los resultados de la investigación. Los auditores dan nombres y apellidos, hablan explícitamente de "corrupción", denuncian la falsificación de: facturas, levantan acta de retrasos en las altas de la Seguridad Social, aluden a posibles infracciones de la legislación de aduanas y se escandalizan de la ineficiencia y de los despilfarros en la administración de los recursos puestos a disposición de los realizadores del programa. Ante esos datos, Eugenio Nasarre está moral, jurídica y políticamente obligado a informar, o bien de las medidas administrativas que se propone adoptar contra los responsables de esas irregularidades, o bien de los argumentos que le mueven a exculpar con todos los pronunciamientos favorables a los encartados. Todo menos que se meta debajo de la cama y cierre las contraventanas hasta que pase la tormenta, aunque sólo sea porque la experiencia del sumario recién elevado al Tribunal Supremo debería enseñarle que el ejercicio de la acción popular tiene capacidad para poner en movimiento un procedimiento judicial de consecuencias imprevisibles.
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