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El artista como esclavo del político

Con una insistencia que sería conmovedora, de no resultar simplemente irónica, los partidos políticos han empezado a acordarse en los dos últimos meses de que en este país existe una clase de ciudadanos de tercera categoría, englobados tumultuosamente en un gremio sumamente inconcreto dedicado al pensamiento, las artes; la cultura, en resumen. Y se han acordado los políticos con una cierta urgencia, porque los días vuelan, y aunque el papel práctico del intelectual en una sociedad culturalmente aletargada como la nuestra es más bien precario, ellos saben que la tradicional imagen espiritual de los hijos del gutenberguismo tiene todavía algo de fetiche civilizado que por lo menos otorgará un mínimo de prestigio a cualquier campaña política. Ignoro si el relumbrón del intelecto podrá dar más votos que, pongamos por caso, la momia incorrupta de Grace Kelly -¡afortunado el partido que dispusiese de ella para bandera!-, pero lo cierto es que los partidos que no se acordaron de la cultura durante todo el año lanzan ahora sus cantos de sirena desde todos los mares, en todos los tonos, concordando con todas las músicas.

Claro que hablar de intelectuales puros a la hora de hacer el recuento no deja de producir un cierto rubor. Al deambular entre los invitados de las selectas cachupinadas preelectorales puedo conceder en que están casi todos los que son, pero no llego a calibrar si son todos los que están. La intelectualidad es un asilo que se ha ido ampliando considerablemente en los últimos años, de manera que lo mismo puede incluir al filósofo neomarxista o paraneoplatónico (que de todo hay), hasta el último y lozano efebo licenciado en estética y semiótica del vídeo. Para incluir también, ¿y por qué no?, a la gallarda rockera, al fotógrafo que hace como nadie las portadas de Lacan, al pícaro humorista y, seguramente, al diseñador especializado en pompas fúnebres que consiga proponer con éxito un nuevo diseño de la muerte. Cabe todo en el concepto moderno de la intelectualidad. Incluso la televisión. Que ya es caber.

Quisiera suspender mi definición, dejándola en que los partidos políticos se vuelcan hacia un cuerpo bicéfalo que incluiría a una ambigua masa, mezcla de intelectuales, artistas y artesanos cultos. Y no sé si en un sentido global. Hay una barrera de clases, incluso en la selección y aceptación de estos fetiches. Pues, de cara al prestigio del voto, no es lo mismo el artista que interpreta a Brecht que la que canta a Quintero, León y Quiroga. Hemos superado la etapa del tercermundismo, somos más sofisticados..., tanto como para saber que hay una enorme diferencia de lustre entre el voto de Marsillach y Espert o el de Marujita Díaz, por ejemplo. Los partidos políticos que más se estiman ya conocen, por lo menos, la existencia de los festivales internacionales de teatro, el diccionario de Quotations y la enciclopedia Espasa.

¿Artistas o intelectuales? La mezcla va siendo turbia, y los límites ya no son, insisto, imperceptibles. ¿Qué artista es intelectual, y qué intelectual es artista? Dejémoslo, como quieren los italianos, en el concepto uommo di cultura, menos preciso, más convenientemente de acuerdo a la ambigua ubicuidad del término cultura en los tiempos modernos. Queda, como mínimo, satisfactorio. Otra cosa no encajaría ni podría asimilar tantos ensanchamientos de lo cultural o de lo artístico.

Complicaría el tema una definición que atrapé en algún libro sobre los escultores en el antiguo Egipto: la palabra que les definía significó algo así como el que da vida. Bella metáfora, que no sé si podría aplicarse al caso español y, si me lo permiten, al catalán. La metáfora parece ideal para el buen artista: el que da vida. Para el artista mediocre, tirando a malo, sería lo contrario: el que la quita. O así se me antoja. Teniendo en cuenta los valores mágicos que se otorgaban a tales, asuntos, una mala escultura podía ser fatal para la eternidad del cliente.

Se sabe que la función del artista no tenía, en Egipto, las apariencias de sublimidad con que la hemos revestido los europeos a partir del Renacimiento. Conocemos su estrecha dependencia del encargo, su subordinación a unos cánones rígidos, tanto en los contenidos como en la expresividad. Y nos escandalizamos a menudo imaginándoles como el cliché de la esclavitud de la cultura. Pero, salvando distancias -¡y tantas!-, el artesano / artista / uommo di cultura que se estropeaba la vista pintando imágenes idílicas en las paredes de la tumba de Nakht podría ser invitado, tranquilamente y con causa a cualquier cena política celebrada en las dependencias del templo de Amon. O podía suspender su trabajo, en la inquietud de no saber si iba a continuarlo, según si ganaba o perdía las elecciones el señor Sennefer en lugar del señor Nakht. Pues de ser así, tendría que borrar el estanque, los lotos, los ánades y las hermosas arpistas que solazaban al dueño anterior y ponerse a pintar rápidamente al nuevo dueño a la sombra confortante de sus viñas, imagen que prefirió Sennefer si no miente la luz del candil que hoy nos la ilumina.

Se me dirá que la diferencia de gustos entre los usuarios de la tumba número 52 de Kurnah y la número 100, algunos metros más arriba, es improcedente en este artículo, desde el momento que, en Tebas, nunca se celebraron elecciones. Sabré defenderme aduciendo que, aunque los con tenidos sean sobradamente más libres en la actualidad -y en esto 4.000 años no han pasado en vano-, la situación de inesta bilidad en el artista es exacta mente la misma. Algunos conozco yo que han suspendido sus planes teatrales, televisivos o cinematográficos más inmediatos a la espera de lo que suceda en las elecciones. Es lógico pensar que el menfita Ptah y el tebano Amon no van a patrocinar o proteger el mismo tipo de espectáculos... ¡No digamos si gana un revolucionario del tamaño descomunal de Akenaton! ¿Qué han de preparar los artistas, no ya para complacerles, sino para obtener aquellas seráficas ayudas económicas sin las cuales hacer arte colectivo es un suicidio en este país?

Es muy probable que los partidos políticos, al acordarse de la existencia de artistas, o intelectuales, o uommini di cultura, lo hagan sin el menor temor a sentirse rechazados, porque no desconocen una triste realidad: que, después de la victoria, los trabajadores de la cultura van a tener que recurrir a sus caudales. Y está claro que en,esta necesidad de la limosna no me estoy refiriendo al artista comprometido de antemano con un partido político; que éstos son hombres de fe, y la verdadera fe, como el cariño, ni se compra ni se vende. De ellos será el reino del arte convencido, en uno u otro signo.

De momento, mientras la vida de la política se activa, la existencia del arte se detiene. Al pasear por esas ollas denominadas, por irrisión, mentideros públicos, abro de par en par mis orejas dumbescas y encuentro que en lugar de hablar de arte o cultura se está hablando directamente de estrategia. ¿Qué espectáculo teatral complacerá al equipo de Felipe? ¿Qué tipo de síntesis argumental, declaradamente ambigua y entre líneas, hay que redactar si Fraga se lleva la pantera al agua? ¿Cumple continuar con las mis mas fórmulas si permanece Soledad? ¿Terminará para siempre el arte en este país si por un golpe del hado no ganase nadie? La metáfora el que da la vida se ha convertido en el que aplaza la creación de vida en espera de las elecciones. Los partidos políticos deben saberlo y, después de tres años de estar divorciados de los ciudadanos de tercer orden, empiezan a llenarnos el contestador automático con invitaciones a cenas, saraos, conferencias, picnics y misas negras. Importa el lustre del voto, su reclamo, la necesidad de no ceder en el terreno del prestigio.

Deben recordar una frase de la señorita Matilde de la Mole cuando mostraba sus salones al deslumbrado Julián Sorel: "Existen hoy en día muchas reputaciones usurpadas".

Y este es un riesgo en el que los partidos políticos no pueden permitirse caer. Aunque para nuestro provecho de ciudadanos de tercera, cabría situar la oración por pasiva. Una vez sabemos que estamos en un enorme mercado donde cada uno va a vender su mercancía; es buene recordar que también en los partidos políticos existen muchas reputaciones usurpadas. Y que el artista, esclavo desde siempre pobre ramera que ha de depender continuamente del mejor postor, hará bien en exigir con tino para no quedar simplemente como un tonto.

Terenci Moix es escritor.

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