Administración Territorial
EL DEPARTAMENTO de Administración Territorial recogió parte de las competencias del antiguo Ministerio de la Gobernación referidas a las relaciones del poder ejecutivo con la administración local, es decir, con los ayuntamientos y las diputaciones provinciales, y se hizo cargo de las nuevas atribuciones concernientes a las comunidades autónomas, realidad jurídica y política creada por la Constitución de 1978. La inercia centralista del viejo diseño del Estado, el escaso rodaje de las instituciones de autogobierno, la victoria electoral de los nacionalistas vascos y catalanes en la primeras elecciones autonómicas y de los socialistas en los comicios municipales de 1979 han marcado la gestión de los cinco ministros -Antonio Fontán, Pérez-Llorca, Martín Villa, Arias Salgado y Luis Cosculluela, este último apenas estrenado- que se han sucedido en la cartera.La estrategia centrista en este terreno ha estado dominada en buena parte por la contradicción existente entre el viejo estilo de gobierno, que identifica al Estado con la Administración central, y el nuevo diseño de distribución territorial del poder contenido en la Constitución, según el cual las instituciones de las comunidades autónomas también son Estado. La política autonómica gubernamental ha tenido, desde marzo de 1979, dos fases diferentes, caracterizadas, en grandes líneas, por estrategias contrapuestas, si bien las tensiones entre centralismo y autonomismo han estado presentes en toda la gestión gubernamental centrista a lo largo de la legislatura.
La primera etapa, en la que Adolfo Suárez desempeñó un papel fundamental, arrancó de las negociaciones del verano de 1979 con los parlamentarios catalanes y vascos, tomó cuerpo con la aprobación de los estatutos de autonomía de Sau y de Guernica por las Cortes Generales y los referendos populares del 25 de octubre de 1979 y culminó en las elecciones autonómicas catalanas y vascas de marzo de 1980. Aunque con insuficiencias, ambigüedades e improvisaciones, el Gobierno de Suárez nacido de las elecciones de marzo de 1979 logró hacer la transición autonómica del País Vasco y Cataluña sin graves traumas y en pocos meses, ganando así el tiempo lamentablemente perdido durante los tres primeros años de la transición. Esa política acabó por dotar a las dos comunidades de unos estatutos con techos indudablemente superiores a los que habían alcanzado durante la II República.
Sin embargo, durante ese período el Gobierno rindió tributo a sus vacilaciones e incoherencias, compartidas por los socialistas, respecto a la configuración del mapa autánomico en el resto de España, demagógica e irreflexivamente improvisado durante la primera legislatura democrática por el ministro Clavero, que pasará a la historia de la gastronomía política por su teoría de la tabla de quesos. En diciembre de 1979, el proyecto de Estatuto de Galicia quedó varado en el Congreso como consecuencia de la rebelión de los centristas y socialistas gallegos a los acuerdos previos alcanzados por sus respectivas direcciones nacionales. El referéndum andaluz del 28 de febrero de 1980 hizo pagar caro al Gobierno su tortuosa política de pactos con Alejandro Rojas Marcos y la torpe rectificación que José Pedro Pérez-Llorca trató de imponer a la estrategia gubernamental con la inefable pregunta sometida a los electores andaluces. Idéntica bastedad coloreó la tentativa de Rodolfo Martín Villa de imponer, a la autonomía andaluza, de acuerdo con el PSA, una tercera vía entre los artículos 143 y 151. La ley, de dudosa constitucionalidad, para interpretar retroactivamente el referéndum andaluz, el referéndum de ratificación del Estatuto de Carmona y las elecciones del 23 de mayo de 1982 fueron las etapas siguientes de la cuarta y última autonomía por la vía del artículo 151, precedida por el Estatuto de Santiago y las elecciones que situaron a Alianza Popular, en el otoño de 1981, al frente de la Junta gallega.
La segunda etapa, apuntada a todo lo largo de 1980, cuando las transferencias a los Gobiernos catalán y vasco comenzaron a retrasarse y la puesta en marcha de las instituciones de autogobierno hicieron surgir conflictos de interpretación y recursos al Tribunal Constitucional, quedó nítidamente perfilada con la incorporación de Rodolfo Martín Villa al Gobierno en septiembre de 1980 y concluyó tras la caída de Adolfo Suárez y el golpe del 23 de febrero, con el nombramiento de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del Gobierno, los pactos autonómicos con los socialistas y el proyecto de ley orgánica de Armonización del Proceso Autonómico. La resistencia de los diversos departamentos ministeriales -que muchas veces ocultan tras la retórica de los intereses del Estado sus-propios intereses como reinos de taifas admínistrativos- a desprenderse de sus competencias y funcionarios siguió siendo la tónica general del proceso de ajuste entre la Administración central y las comunidades autónomas. Rodolfo Martín Villa, gracias a su predominante papel como barón centrista, impuso sus criterios, mucho más cercanos a los esquemas centralistas del anterior régimen que al nuevo diseño del Estado de las autonomías. Aun así, los últimos meses del último Gobierno de Suárez fueron escenario de los importantes acuerdos con el Gobierno de Vitoria en torno a los conciertos económicos y la policía autonómica.
En la nueva etapa abierta por el golpe del 23 de febrero, los pactos autonómicos entre el Gobierno y el PSOE trataron de racionalizar el procesoautonómico en el resto de España, azuzado por la puja electoralista entre los partidos y la manipulación de los agravios comparativos. El resultado fue un plan concertado para fijar los contenidos de los estatutos pendientes, los calendarios electorales y los procedimientos para realizar las futuras transferencias. Esa orientación, en sí misma elogiable, fue desgraciadamente arruinada por el complementario acuerdo sobre la LOAPA y por la torpeza de los sucesivos ministros de Administración Territorial -Rodolfo Martín Villa y Rafael Arias Salgado- para negociar la globalidad de la nueva estrategia con los partidos que controlan los Gobiernos catalán y vasco. De esta forma, el proyecto de la LOAPA ha sido rechazado por las minorías nacionalistas, pese a ser también partidarias de la racionalización del proceso autonómico, con el argumento de que la nueva norma recorta los estatutos de Sau y de Guernica, sólo modificables mediante referéndum popular, según establece la Constitución, y es una reforma encubierta del título VIII. Los recursos interpuestos ante el Tribunal Constitucional han bloqueado, en cualquier caso, la puesta en vigor de la controvertida LOAPA. La apresurada disolución de las Cortes Generales impidió, por lo demás, que el Gobierno cumpliera sus compromisos de completar el mapa autonómico en esta legislatura, ya que han quedado pendientes de aprobación por las Cortes Generales los estatutos de Baleares, Extremadura, Castilla-León y Madrid. Los conflictos entre centristas y socialistas a propósito del Estatuto de Valencia mostraron, también, las dificultades de poner en marcha los pactos suscritos por los dos partidos.
En cuanto a la administración local, el triunfo de las candidaturas socialistas en los ayuntamientos más importantes de España ha contribuido seguramente a condicionar las actuaciones del Ministerio de Administración Territorial en esta área. En cualquier caso, la principal crítica que cabe formular a la política gubernamental ha sido su falta de voluntad política para negociar y aprobar la ley de Régimen Local, enviada a las Cortes Generales en la primavera de 1981 y destinada a adecuar la vida municipal española a las nuevas realidades democráticas, todavía regidas en sus aspectos básicos por las leyes del anterior régimen, algunas de cuyas disposiciones han sido objeto de sentencias del Tribunal Constitucional. Tampoco la ley de Financiación del Transporte Colectivo Urbano y la ley Reguladora del Sistema Tributario Local han sido incorporadas a nuestro ordenamiento en la pasada legislatura. Una multitud de decretos-leyes, decretos y órdenes ministeriales no siempre conexos, han tratado de colmar la laguna creada por la inexistencia de esas grandes leyes pendientes que las futuras Cortes Generales deberán discutir y aprobar como cuestiones prioritarias.
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