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Hacia la definitiva conciliación

Lo que los españoles real y verdaderamente necesitamos no es tanto la reconciliación como la conciliación. Reconciliación es el acto por el cual vuelven a conciliarse quienes estuvieron conciliados y luego dejaron de estarlo, y conciliación -me atengo a nuestro diccionario oficial-, la acción y el efecto de "componer y ajustar los ánimos de los que estaban opuestos entre sí". A la vista de lo que social y políticamente ha sido nuestra historia desde la guerra de la Independencia, ¿puede decirse que no han estado opuestos entre sí los ánimos de absolutistas y liberales, católicos y descreídos, centralistas y autonomistas, conservadores y socialistas, republicanos y monárquicos, "rojos" y "nacionales", vencedores en nuestra última guerra civil y vencidos en ella? Conciliación, pues. No como paso hacia un idílico estado de la sociedad en que lobos y corderos jueguen juntos, sino como necesario requisito para una convivencia social y política en la cual sea de hecho reconocida la razón de ser de las opiniones del discrepante y exista la posibilidad del acceso de éste al poder, si logra que sus opiniones sean aceptadas por la mayoría del país. Sólo cuando tal modo de la convivencia haya sido instaurado, sólo entonces podrá sostenerse que España es un país europeamente normal, si se me permite decirlo así. Algo que no más que en apariencia y durante breves y engañadores lapsos temporales ha sido nuestra patria desde 1814.¿Es posible afirmar que la conciliación entre los españoles se haya producido después de los horrores de nuestra última guerra civil y del absoluto dominio ulterior de quienes en ella resultaron vencedores? Bastante se ha logrado. Los continuadores y herederos de los vencidos han comparecido en la vida pública sin el menor espíritu de revancha -quien diga otra cosa miente-, y, acogidos a siglas centristas, muchos de los continuadores y herederos de los vencedores -durante años ellos habían dado al franquismo su base social- aceptaron de mejor o peor grado las reglas de la democracia.

Más cabe decir: del grueso de la sociedad española parece haber desaparecido todo ánimo de guerra civil. Pero la fallida intentona del 23 de febrero de 1981, la no despreciable irradiación social, no siempre clandestina, de la adhesión a ella, y ciertas no tan ocultas segundas intenciones en algunos de los que el próximo 28 de octubre aspiran a ser votados, muestran al observador sensible que lo alcanzado está todavía lejos de lo deseable.

Pienso, pues, que una de las tareas fundamentales del Gobierno que en noviembre se constituya -junto a las que urgentemente piden el paro, el terrorismo, la crisis económica, las deficiencias de la Administración, el desarrollo científico, el menester de la universidad, el fomento de la ética civil, etcétera- debe ser la tenaz e inteligente procura de la conciliación que desde 1814 necesitamos, y con ella la paulatina edificación de una España donde sus ciudadanos no se hallen inconciliadamente divididos en vencedores, imperantes y poderosos, por un lado, y vencidos, marginados e impotentes, por otro. ¿Utopía? Pobres de nosotros si esa meta es considerada utópica.

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Señalando el papel que en el cumplimiento de dicha tarea corresponde al Gobierno que salga del 28 de octubre, de ningún modo quiero decir que el Gobierno actual sólo deba atender a sus obligaciones ante lo urgente y a una limpia vigilancia del proceso electoral. Más aún, creo que no debería despedirse de sus funciones sin haber rnostrado real y simbólicamente al país su resuelta voluntad de consolidar la paz de España.

En el trance de elegir la acción más adecuada a. tal propósito, pocas tan significativas, a mi juicio, como la definitiva concesión de lo que desde hace años viene pidiendo para sus miembros la Fraternidad Democrática de Militares del Ejército de la República: el reconocimiento efectivo de unos derechos que sólo admitiendo la división de los españoles en vencedores y vencidos pueden serles negados. Parlamentarios de muy distintos partidos políticos ponen de manifiesto la clara aceptación de él por parte de la actual sociedad española.

Pero todavía más importante que las razones jurídicas y las razones sociales es, pienso yo, la fuerte razón histórica y ética de quienes ante todo piden la total liquidación de la guerra civil y el entero aniquilamiento de una doble discordia española, la que dio lugar a esa guerra y la que por ella fue engendrada.

No sé si alguien preferirá otra posibilidad: dejar sin respuesta la legítima petición de estos hombres y no pensar, porque es incómodo, en la triste y lenta extinción del grupo que componen. Para las almas sensibles a las exigencias de la justicia y de la historia no creo que la elección pueda ser dudosa.

Pedro Laín Entralgo es catedrático, ensayista y académico.

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