Reflexiones sobre el centrismo
El centrismo y su talante han hecho posible el tránsito a la democracia parlamentaria en España. Fue esta una iniciativa política que hizo cristalizar la reforma con su refrendo popular, primero, y con las Cortes Generales democráticas que elaboraron la Constitución, después. Sin ese propósito decidido no hubiera resultado viable la operación de instaurar la Monarquía en España. El centrismo apostó abiertamente por la soberanía nacional plenaria; por el sufragio universal como base de la representatividad; por el pluralismo de los partidos y por la libertad sindical. Comportaba la operación muchos riesgos, pero traía consigo enormes ventajas. Nos hornologaba con la Europa occidental. Enterraba el hacha de la discordia incivil. Moderaba a los partidos y establecía,el diálogo entre los adversarios. Hacía posible la convivencia. Proscribía por inadmisibles las violencias o los ataques verbales entre adversarios políticos, manteniéndolos dentro de límites cívicos. Y, en definitiva, abría el camino a una España civilizada y convivencial.El texto constitucional aprobado fue también resultado de ese consenso pactado. No se
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puede olvidar ese hecho histórico al enjuiciar nuestra Constitución. Es evidente que contiene mecanismos legales para reformarla. Nadie lo niega. Lo que entendemos muchos es que sería improcedente e inoportuno plantear ahora, después de tan corta vigencia, una modificación de nuestro ordenamiento supremo.
El centrismo hizo posible el Estado de las autonomías y, lo que es más importante, el que dos nacionalismos periféricos, el vasco y el catalán, se integraran en el arco constitucional a través de sus estatutos respectivos. Y no se trata de lo que los diputados de sus minorías representen en el conjunto de los 350 escaños de¡ Congreso, sino de lo que ambos problemas significan en la historia política de nuestra nación en el siglo XX. Por vez primera se ha negociado y pactado una solución inteligente y moderna en ambos temas conflictivos: la catalana, más lograda y estabilizada; la vasca, más conflictiva e irresuelta, en parte, todavía. Pero son dos procesos de integración democrática que se han llevado a cabo en áreas neurálgicas y decisivas de la vida española. Y son soluciones irreversibles.
El centrismo, entendido como inspiración del Estado, ha cumplido esa función esencial de 1976 a 1982. ¿Quién podría negarlo? Otra cosa es analizar las tareas gubernamentales a lo largo de estos seis años. Enjuiciar sus inevitables fallos y errores y sus obligadas erosiones ante la opinión pública, criticar sus saldos negativos o escasamente satisfactorios en materia de paro, déficit del gasto público y carestía de la vida. Pero ¿qué Gobierno de la Europa occidental no cuenta hoy en su debe con un encrespado volumen de voto contestatario favorecedor de las oposiciones? Aquí, sin embargo, ha sucedido algo insólito y ajeno a ese proceso crítico. De pronto se decidió por algunos grupos que era necesario volar el centro. Que era conveniente deshacer esa formación y romperla en seis o siete piezas inconexas, cada una con su minúscula etiqueta. Entonces, ¡sí que habría, por lo visto, una democracia europea más auténtica, con numerosos grupitos parlamentarios diversos! La derecha conservadora podía, finalmente, fagocitar esos fragmentos centristas uno a uno. Y quedar plantada en un desafío frontal, mano a mano, con el socialismo. Sin consenso, sin diálogo, sin entendimiento alguno: a cara de perro.
¿Es esto lo que se proponía la operación voladura del centro? Pienso que ese era el propósito, pero que era más sutil la motivación. Había en muchas gentes el subentendido de que "ya era hora de acabar con el centro". Pero ¿de dónde venía esa inspiración destructora? De aquellos que en las filas más conservadoras soñaban con el autoritarismo, con el viejo sentido unitario del Estado, con un conservatismo tangible, con frenar y liquidar la permisividad, con amordazar ciertas libertades de expresión social. Todos esos sentimientos se movilizaron para el intento de destruir el centro en medio de una algazara poco disimulada.
Pero examinemos la situación real. El centrismo movilizó en favor de sus candidaturas casi siete millones de sufragios en 1979. ¿Es verosímil que el mero hecho de trocar al centro por un montón de escombros, como anuncian cotidianamente sus derribistas, supone en esa cifra considerable de votantes una conversión automática de los votos centristas en votos conservadores? ¿Acaso la operación centrista fue un disfraz que se puso la derecha conservadora en 1976 para ocupar el poder y despojarse del antifaz seis años después? Semejante interpretación no es seria ni tiene que ver con la realidad. Estoy convencido de que el electorado centrista sigue existiendo como tal, en proporciones considerables y en el mismo espacio que siempre. Y que ni quiere abstenerse, ni piensa votar al conservatismo, ni dará sus votos al socialismo.
Hay quien piensa que la voladura del centro es la condición sine que non para vencer al socialismo en las inminentes elecciones generales. Mi opinión es exactamente la contraria. El PSOE, liderado por Felipe González, tiene, hoy por hoy, una amplia ventaja en los muestreos. Es una formación poderosa, arraigada, coherente y disciplinada, y ofrece una sustancial alternativa de cambio. No necesita, a mi entender, de bisagras de ninguna clase para que se le abran eventualmente las puertas del poder si alcanza la mayoría. Le sobran los carpinteros honorarios y los mayordomos obsequiosos. Pero un planteamiento hegemónico conservador levantado sobre los escombros, gozosamente derribados, del centrismo no podrá ni alcanzar, ni superar, el voto socialista. Lograría una minoría en la Cámara capaz de hacer una oposición fogosa y crítica. Pero a eso se limitaría su papel en los próximos cuatro años de legislatura.
"El centro es el Estado", dijo Landelino Lavilla en su discurso de Santander, bien delineado en su armadura doctrinal y dialéctica. Y eso es un hecho apenas discutible.
La inspiración centrista fue la que levantó el edificio constitucional, que, entre otras cosas, aguantó la embestida del 23 de febrero, superándola con el apoyo popular masivo y la lealtad valerosa del Rey a sus convicciones democráticas.
Las tácticas confusionarias de los goteos sirven para llenar los titulares de periódicos estivales, pero no pueden enfrentarse con los datos sociológicos. Por ejemplo, el de que la maquinaria instrumental del centrismo existe y se halla intacta en la mayor parte de las regiones de España. Por ejemplo, que sus 30.000 electos locales representan una decisiva implantación territorial. Ese centrismo ni quiere derribos ni se solaza en los escombros. Sigue representando un inmenso almacén de votos democráticos, progresistas, moderados en su talante, pero firmemente anclados en su deseo de marcha hacia una España actualizada, europea, tolerante, inspirada en los principios de libertad, iniciativa individual, sociedad abierta, economía de mercado, derechos humanos y justicia social. Esa masa de sufragios aspira a ganar las elecciones, a gobernar el Estado, a llevar a cabo un programa económico de amplia envergadura, teniendo en cuenta el cambio tecnológico y científico que sobreviene en la sociedad desarrollada de Occidente, y al que no podemos ser ajenos. Ni tiene complejo de voladuras, ni se siente aniquilada, ni acepta de antemano un espíritu de vencimiento o derrota. Y sabe que debe aspirar a vencer en las próximas elecciones generales. Es decir, lograr el apoyo de la mayoría de los votantes.
La segunda etapa de la transición se halla en trance de cumplir su término. Se abre ante nosotros la tercera etapa. La de la consolidación definitiva del Estado democrático. Para ese nuevo período estabilizador es más necesario que nunca el centrismo. Es decir, el espíritu que haga predominar la defensa del Estado y de las instituciones sobre el ardimiento partidista llevado a extremos que arriesguen los fundamentos del régimen constitucional en el sentido del enfrentamiento o de la involución. Hace falta un proyecto histórico que lleve a nuestro país a la modernidad. Modernidad en los órganos burocráticos de la vida administrativa; en la profundización del funcionamiento democrático de las instituciones; en las formas y hábitos de nuestra ciudadanía; y en la infraestructura de los servicios educativos, sanitarios y asistenciales. Esa actualización tiene un aspecto urgente y decisivo en el campo industrial y tecnológico en el que debemos de incorporarnos sin pérdida de tiempo a la nueva era que ya se ha iniciado en el mundo desarrollado al que pertenecemos. Perder el tren de ese progreso y de esas grandes transformaciones venideras que nos traen la informática, los microprocesadores, la cibernética y la biotecnología, entre otras radicales novedades, significaría para España descender muchos puestos en el ranking internacional.
Tampoco habrá cambio económico y social posible sin cambio cultural. Ese es otro aspecto esencial de nuestra modernizacion. La perspectiva de la cultura es quizá la más sugestiva de ese proyecto histórico que debe hacer suyo el centrismo. Proyecto que por su misma envergadura tiene que extender su asentimiento hacia otros sectores políticos y sociales. Para lo cual es necesario abrir el diálogo y prolongar el entendimiento en ciertos objetivos básicos más allá del estricto límite de las necesarias coordenadas del programa propio. La democracia pluralista no debe ser un monólogo de categorías sociales rivales, sino un diálogo de grupos políticos orientados en común hacia el progreso. Esa fue la esencia del propósito centrista y ese sigue siendo un criterio válido para los cuatro años próximos. El centro es, por definición, uno de los ejes de moderación de la política nacional española.
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