El reto socialista / 1
Con la economía ¿libre de mercado?, que como es lógico no es economía, sino despilfarro y malversación; que no es libre, sino esclava de los intereses de las compañías multinacionales y del imperialismo descarado, y que menos aún es de mercado, pues bien analizada descubre su estructura de monopolio compartido, dividido y repartido, no se puede hacer florituras como para conseguir salir de una crisis mundial y local, cuando además la crisis es la explanación pública de la más que denunciada irracionalidad de un sistema.Los socialistas que llegan al Gobierno en los países occidentales, sean partidos más o menos socialdemócratas, populistas o social-Iiberales, en materia económica, sin ruptura del modelo económico, poco o casi nada pueden hacer. Tienen las manos atadas y bien atadas por la contradicción de res petar unas estructuras injustas y querer hacer más justos los efectos de éstas.
Como mucho pueden paliar algunas consecuencias, las demasiado escandalosas, pero lo frecuente es que se conviertan en buenos y honestos administradores de la crisis, bien intencionados amortiguadores del descontento y frustrados árbitros del desorden, procurando que la Administración del Estado no lo favorezca aún más, cosa que acostumbra a ocurrir cuando además de la crisis hay Gobiernos de derecha, que están ahí para poner el Estado al servicío de la manipulación de la crisis, beneficiándose con ella.
No será, por tanto, en el campo de la difícil economía mundial, europea y española, que además UCD va a procurar dejar aquí en declarada quiebra antes de que "los otros" lleguen al Gobierno, donde los socialistas puedan hacer milagros, tras el paso de las hordas practicadoras de la política de tierra quemada. En este terreno, los socialistas llamados gradualistas tienen el viento a su favor, y bien fácil la explicación de su cautela, miedo o prudencia.
Donde algunos socialistas no van a tener la menor disculpa es en el terreno de las libertades individuales y colectivas, las garantías de su ejercicio, el progreso de sus conquistas y el perfeccionamiento de la justicia, libertad y democracia, por formales que éstas sean.
Y un programa socialista, en estas tierras de privilegios basados en la corrupción y la represión, impone una opción libertaria, democrática, radical en las libertades, firme en la justicia, seria en la administración de la cosa pública, concienciadora e intransigente en materia de formación cultural e información crítica. En materia de libertad, justicia y democracia, quien transige, cede, negocia y tolera privilegios es cómplice y, por tanto, culpable.
Cuando no se pueden modificar radicalmente las estructuras de la explotación económica, de las que no sólo la pobreza nace, sino también la alienación, la miseria cultural y la dominación política, poner coto decisivo al escándalo de la corrupción y de la represión es ya casi revolucionario.
Los socialistas tienen que procurar regresar al espíritu de interpretación progresista de la Constitución de 1978, que, aun insuficiente y cautelosa, resulta a la luz del bienio negro de Calvo Sotelo un hito de convivencia y cambio.
Se pueden pedir sacrificios económicos razonables, pero no se puede permitir que continúe el panorama de restricción de libertades y de corrupción impune al que asistimos.
Autoridad con leyes democráticas
Una etapa socialista tiene que significar la autoridad de una ley democrática, de una justicia democrática contra el terrorismo y también contra el golpismo.
La autoridad se ejerce con leyes democráticas y no lo son la llama da ley Antiterrorista ni la de Defensa de la Democracia, con policías democráticos y jurados democráticos, con derecho de defensa amplísimo y no burlado, como ocurre hoy en la mayoría de los centros policiales, y con jueces ordinarios únicos, excluyentes y exclusivos, sin audiencias nacionales políticas ni fiscales generales del Estado que están inéditos dejando pasar por delante de sus narices toda clase de delitos y fraudes, que incluso recogen los periódicos sin repercusión en su obligada persecución.
La justicia se administra con jueces democráticos empeñados en hacer de la justicia un servicio público y no un bunker reaccionario, elitista, cerrádo, formalista y nostálgico de quien les fue ascendiendo, con aquel peculiar sistema de la cooptación entre los escogidos.
Hace falta una policía judicial democrática y no policías gubernativos enchufados en la justicia para servir de núcleo de unión con la vieja Dirección General de Seguridad y sus cloacas, a las que, por cierto, se ha hecho temblar con la posibilidad de un Defensor del Pueblo, y que se han movido con éxito para retrasar su puesta en marcha.
Y hace falta que toda la policía gubernativa, la llamada Nacional y la Guardia Civil y sus mandos, aunque procedan del Ejército, dependan, exclusivamente, del Ministerio del Interior, y reciban de verdad no un mero cambio de uniforme, sino una uniforme formación democrática y constitucional, en una seria Academia General de Policía, que no puede depender de antiguos torturadores ni de enemigos declarados de la democracia, sino vinculada tanto a la Escuela de la Administración Pública como a la Escuela Judicial.
Y se ha de hacer realidad, sin demoras, la unidad de jurisdicciones, anhelo y principio constitucional que aquí, en esta tierra de privilegios, es un sarcasmo.
Esos tribunales y tribunalillos que intentan desaforadamente escapar al control judicial, llámense Audiencia Nacional, Económico-Administrativo, laborales y militares, tal como la Constitución impone, han de dar paso a una Administración de Justicia, especializada, pero única de verdad, no sólo de nombre, eficaz, democrática y con la obligada participación popular del jurado, constitucionalmente exigida.
Corregir los excesos
Los establecimientos penitenciarios, almacén de ho, mbres y mujeres hoy en día, negación de las más elementales dignidades, escuela de delincuentes y mercado de corrupción de cierta banda de funcionarios, donde se practica la discriminación política hasta desde el propio Ministerio a favor o en contra de los acólitos del anterior sistema y sus privilegios, necesitan de otra filosofía distinta de la política de obras, de las nuevas construcciones de seguridad altísima, para ir buscando la olvidada rehabilitación de la que no queda otro vestigio que su sarcástico térmíno.
Y mal se puede hablar de una igualdad frente a la ley y de la efectiva tutela judicial sin un serio replanteamiento de lajusticia gratuita, y del derecho a la defensa por parte de los desposeídos, que no tiene nada que ver con ese paternalismo, y malo, del turno de oficio. Cuando el Estado institucionaliza la acusación ha de institucionalizar la defensa, no dejada al mercado de algunos avispados ni falsificada con limosnas presupuestarias.
Las leyes de objeción de conciencia, de auténtica libertad religiosa y de efectiva separación entre Iglesia y Estado no están alcanzadas, como tampoco lo está un auténtico Código Penal moderno, al parecer inconseguible en cuanto ha amenazado con dar un verdadero tratamiento a los delitos económico-sociales. (Alguien tratará de introducir en él el fraude contra el desempleo, pero jamás introducirán la incompatibilidad de puestos-cargos-salarios públicos.)
Y se ha de acabar de una vez con el permanente rumor de las presiones de los llamados poderes fácticos. O el Gobierno y las Cortes representan al poder civil, y a todo él, o es preferible cerrar la tienda. Y si las estructuras heredadas permiten que el Consejo Superior Bancario (que, al parecer, nació para eso), la Conferencia Episcopal y el Consejo Superior del Ejército se dediquen a hacer política, habrá que corregir estos excesos, ya que nacen, los unos, del monopolio bancario mal disimulado; los otros, del privilegio católico enmascarado, y los últimos, de la existencia de un poder militar paralelo al civil, con sus capitanías generales y gobernadores militares, que no hacen ninguna falta, pues la estructura militar ha de reducirse al Ministerio y sus cuarteles.
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