La economía española y el ejemplo francés / 1
¿Qué ha ocurrido en la próspera Francia para que, en poco más de un año, se haya visto obligada a aceptar ante las demás economías occidentales un empobrecimiento relativo que alcanza el 29% frente a Estados Unidos y supera el 15% respecto a la República Federal de Alemania, el Reino Unido y Holanda? Ha ocurrido, pura y simplemente, que el Gobiemo francés, al igual que otros gobiernos socialistas, se ha creído investido del divino poder de crear algo de la nada y se ha permitido ignorar las leyes de la economía, tan implacables como las propias leyes naturales: un loco o un ignorante puede afirmar que desprecia la ley de la gravedad, pero si se lanza de un quinto piso el batacazo es seguro. Del mismo modo, desde la oposición se puede propugnar irresponsablemente el crecimiento del déficit público, pero desde el poder hay que ser más riguroso porque, al final, alguien tendrá que pagarlo. En el caso francés, la factura no se ha hecho esperar.Siempre he creído que el único orden económico adecuado a una sociedad libre es el de la libertad económica, frente a la planificación imperativa y las expropiaciones generalizadas que, a la larga, resultan incompatibles con un régimen de libertades individuales. Pero no es el momento de profundizar en las contradicciones que genera un orden socialista en el campo de las libertades, sino de centrarnos en el análisis de sus resultados económicos.
El plan del presidente Mitterrand perseguía, en esencia, unos objetivos ambiciosos: aumentar el ritmo de crecimiento del PIB, por una parte, y terminar con el paro, por otra, reduciendo la jornada laboral y aumentando los días de vacaciones y los salarios.
Una herencia envidiable
La situación que heredaba del presidente Giscard era envidiable: una tasa de inflación moderada (8%), un crecimiento aceptable del PIB (3%), una tasa de paro reducida y una situación financiera saneada, tanto por lo que respecta al insignificante déficit público como a la existencia de la mayor reserva de divisas conocida jamás en Francia.
En otras palabras, la economía francesa aparecía como la más sófida de Europa: para afrontar el reto con éxito se trataba de mantener la inflación dentro de límites tolerables y no desequilibrar excesivamente el sector exterior. Pero, como buenos socialistas, acometieron la peor de las políticas posibles: la que parte de la utopía de que si los liechos no son satisfactorios, peor para los hechos.
De este modo se incrementaron los salarios al margen de la productividad y se redujo la jomada laboral persiguiendo una redistribución del trabajo disponible. Resultados: inflación de costes y la consiguiente destrucción de puestos de trabajo marginales.
Se incrementaron notablemente las plantillas de funcionarios (50.000 en 1981 y 70.000 en 1982) y se estimuló el crecimiento del gasto público improductivo, hasta llegar a unas cifras de déficit público desconocidas. Resultados: el número de parados aumentó un 18%, la tasa de inflación se duplicó (y se acerca al 15% anual), el déficit público supera los 180.000 millones de francos y el de la balanza de pagos los 26.000 millones. Por otra parte, el endeudamiento con el exterior ha crecido a un ritmo tan alarmante que se han elevado voces autorizadas anunciando la bancarrota de la economía francesa.
Consecuencias finales: una nueva devaluación del franco (que no será la última) y un duro programa de restricciones: reducción de los gastos de carácter social, congelación total de precios y salarios, endurecimiento de la política monetaria, reajuste de las cotizaciones para la Seguridad Social y el paro. Es decir, un programa mucho más duro que los de Thatcher y Reagan y seguramente menos eficaz porque, consecuente con su filosofía socialista, establece nuevos controles e intervenciones. Resulta un eufemismo hablar de bloqueo de precios y salarios, porque éstos sí resultan bloqueados; pero los precios, si los costes suben, siempre encuentran su camino al alza, aunque sea a través de la escasez de los artículos cuya producción no resulta rentable.
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