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Después del centro, ¿qué?.

Desde las elecciones de junio de 1977, España ha iniciado un intrépido proceso de cambio real que sólo ha conocido en este siglo el breve y frustrado precedente de la experiencia republicana.Este proceso de transformación no era ningún capricho, sino el resultado de una necesidad objetiva. La democracia debía ser el estimulante decisivo para una enorme tarea de incorporación a nuestro propio tiempo. Estaban afectadas casi todas las grandes cuestiones de la vida española. Desde la construcción del Estado hasta el cuadro de las nuevas relaciones sociales, económicas y confesionales. Desde las estructuras productivas hasta la Administración pública. Desde la familia hasta la educación y la cultura. Desde la justicia hasta la sociedad de bienestar. A fin de cuentas, desde el siglo XIX al siglo XX.

Y toda esta dinámica, iniciada vigorosamente, fue perdiendo fuerza desde mediados de 1978, quedó muy debilitada en el Gobierno que nace de las elecciones de 1979 y prácticamente fue archivada oficialmente a partir del 23 de febrero de 1981.

La derecha clásica española, aturdida en 1977, fue planteando, con verdadera ceguera histórica, una firme oposición a la única política que hubiera podido abordar las problemáticas que planteaban el nuevo régimen y la crisis económica desde sus propios términos de referencia. Ahora, quizá demasiado tarde, después del fracaso de la sigla UCD en Andalucía, está procediendo a una espectacular operación de reetiquetado que desembocará en nuevos agrupamientos de las diferentes versiones del centro y la derecha. Estas plataformas pueden ser fuertes y brillantes. Las elecciones no están, ni mucho menos, decididas.

Por ello, en estas vísperas electorales no es extraño que se nos prepare ahora una apoteosis de promesas nuevas y de programas coincidentes, todos ellos autocalificados de modernizadores y reformistas. Pero basta repasar serenamente la evolución política de estos años para preguntarnos por las razones de cualquier optimismo reformador: los pocos pasos adelante han sido el resultado de un patético forcejeo y muchas veces han quedado más tarde compensados con los muchos pasos hacia atrás.

En la última campaña electoral francesa, Mitterrand preguntó al anterior presidente si las reformas que ahora se anuncian son necesarias, ¿por que no se hicieron antes? Y si no son necesarias, ¿por qué se anuncian ahora? En otras palabras, cualquier español tiene hoy ya datos, después de tantas declaraciones y programas, para saber que lo decisivo no es lo que se dice, sino lo que se está dispuesto a hacer. Queda en el aire la inquietante pregunta de César Vallejo: ¿Y si después de tantas palabras no sobrevive la palabra?

Pero la frustración no se ha limitado a los grandes cambios de estructura. Podríamos preguntarnos si toda esta política de ordinaria administración ha permitido como contrapartida ganar una mayor eficacia de gobierno; si los servicios esenciales de la comunidad, los servicios básicos, han experimentado una mejoría y el ciudadano tiene ya la seguridad de que ha avanzado la productividad del sector público. Sin embargo, como diría Daniel Bell, nuestro Estado se nos ha hecho demasiado grande para los problemas pequeños, y demasiado pequeño para los problemas grandes. Y por eso, junto a los importantes cambios legales pendientes hay toda una inmensa tarea, radical y profunda, que afecta a la vida diaria donde se sitúan los problemas humildes y cotidianos.

He aquí por qué nos encontramos ante un cuadro que requiere una actuación urgente y decidida. Y ¿qué puede hacer en esta circunstancia un partido como el PAD, de ideología socialdemócrata, nacido de ese sector que se retiró de UCD hace casi un año cuando llegó al convencimiento de que su proyecto era impracticable?, y sobre todo, ¿cuál es el alcance de una política de signo realmente socialdemócrata ante una crisis estructural como la que vivimos y que parece demandar soluciones más radicales?

Pues bien, aIgunos seguimos pensando que esta política, claramente definida, ejecutada con firmeza y sin confesiones demagógicas, tiene hoy más sentido que nunca. En España, la crisis económica ha actuado como un ácido revelador; ha puesto al descubierto la debilidad del Estado, de nuestro sistema de bienestar social, de nuestro aparato de financiación pública y privada, de nuestro sistema organizativo y productivo, de nuestro soporte tecnológico. España padece hoy en relación con otros países una crisis diferencial en el sentido de que todos lo pasan mal, pero nosotros lo pasamos peor. Y por ello el problema de la nueva política económica no es ofrecer la solución milagrosa, sino superar ese margen diferencial y colocar al país en condiciones de aprovechar las ventajas de una expansión internacional y de optimizar las posibilidades propias. España tiene un potencial de crecimiento, de vitalidad y de expansión que no ha sido desplegado.

Esta política representa, no hay que engañarse, una lucha dura contra la voracidad de los sectores arcaicos, contra el parasitismo económico, contra la improductividad del aparato público, contra las nuevas formas de corrupción. Probablemente esta política de recuperación reclama un nuevo compromiso entre la burguesía avanzada y el Gobierno porque anuncia unos ganadores que son los sectores más dinámicos de la iniciativa privada que apuestan por la innovación, por la creatividad, por el riesgo, en definitiva, por el porvenir.

Raymond Barre decía: "Hay que cambiar la sociedad sin arriesgar cambiar de sociedad". Pero yo creo que no se arriesga mucho desde donde estamos ya. Yo me conformaría incluso con menos: con lograr las bases nuevas que hagan posible hablar de una sociedad más adaptada a su tiempo, más justa, más eficiente y menos desesperanzada. Tendremos problemas de paro por muchos años, pero precisamente por ello habrá que afrontar un verdadero proyecto de medio plazo, perfectamente viable, y no un escenario de luces intermitentes: una política-flipper sin ningún sentido más allá de su propio mecanismo.

Sería triste que la gente entendiera la democracia como una victoria de la retórica y del marketing de las imágenes sobre los hechos. Los problemas son concretos y definidos. Las respuestas existen y son concretas y definidas. No son necesariamente populares. Pero no podemos escoger una política, y la tenemos situada cara a cara ante la realidad, en la calle. Porque al final un programa de gobierno es un pacto de confianza con el pueblo, con los ciudadanos libres. El protagonismo actual del PSOE consiste en que hacer creíble esta política requiere otra mayoría, con un centro de gravedad distinto, y con un apoyo social de tal calibre que la convierta en una mayoría reforzada.

Probablemente, la ventaja de los acuerdos preelectorales es que permiten que los programas sean coherentes y los soportes sean ampliados. Pero en cualquier caso, ese nuevo Gabinete tendrá que hacer, además de todo, algo menos y algo más que un proyecto socialista. Algo menos, porque hay en gran medida una tarea de rigor, de ajuste, de buen gobierno, de reformas serias. Algo más, porque hay que levantar una esperanza y reconstruir una conciencia moral donde sólo hay desánimo y hastío.

A fin de cuentas, lo que está en juego no es sólo la anécdota de un debate electoral. Se trata de cerrar con dignidad este primer capítulo histórico de asentamiento de la democracia española.

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