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La vejez juvenil de Luis Buñuel

La magnífica autobiografía de Luis Buñuel, que acaba de publicarse, empieza con un capítulo deslumbrante sobre la facultad humana que más nos condiciona e inquieta: la memoria. Cuenta don Luis que su madre la perdió" por completo los últimos diez años de su vida y que leía una misma revista muchas veces con el mismo deleite porque siempre le parecía nueva. "Llegó a no reconocer a sus hijos, a no saber quiénes éramos, ni quién era ella", dice. "Yo entraba, le daba un beso, me sentaba un rato a su lado, y luego salía y volvía a entrar". Ella le recibía con la misma sonrisa y le invitaba a sentarse como si le viera por primera vez y sin recordar cómo se llamaba.Lo que no dice don Luis, y que tal vez nadie sabe a ciencia cierta, es si su madre era consciente de su desgracia. A lo mejor no lo era: quizá su vida volvía a empezar cada minuto y terminaba en el siguiente, con una conciencia fugaz y sin dolor de la que habían desaparecido no sólo los malos recuerdos, sino también los buenos, que en última instancia son los peores porque son la semilla de la nostalgia. Sin embargo, no es este enigma lo que más me ha impresionado de este libro excelente, sino la fuerza con que me ha puesto a pensar por primera vez en algo que suele estar siempre muy lejos de nuestras preocupaciones: la certidumbre de la vejez. En su momento leí con una gran admiración el libro de Simone de Beauvoire sobre este tema -que es tal vez el más minucioso y documentado que se ha escrito-, pero en ninguna de sus páginas me produjo esta impresión de desastre biológico de que habla Luis Buñuel. Según él, a los setenta años empezó por no recordar los nombres propios con tanta facilidad como antes.

Más tarde empezó a olvidar dónde había dejado el encendedor, dónde puso las llaves, cómo era la melodía que oyó una tarde de lluvias en Biarritz. Esto le preocupa -ahora que tiene 82 años- porque le parece el principio de un proceso que terminará por arrastrarlo al limbo del olvido en que vivió su madre en los últimos años. "Hay que haber empezado a perder la memoria, aunque sólo sea a retazos, para darse cuenta de que esta memoria es lo que constituye nuestra vida", dice. Por fortuna, su propio libro demuestra que el drama de Luis Buñuel no es la pérdida de la memoria, sino el miedo de perderla.

En realidad, este es un libro de recuerdos, y tener facultades para haberlos reconstruido en forma tan vivida es una proeza que niega de plano cualquier amenaza de la amnesia senil. Hace poco le dije a un amigo que me disponía a escribir mis memorias, y aquél me replicó que todavía no estaba en edad para eso. "Es que quiero empezar cuando todavía me acuerdo de todo", le dije. "La mayoría de las memorias se escriben cuando ya su autor no se acuerda de nada". Pero este no es el caso de Luis Buñuel. La precisión de sus evo caciones, de la vida medieval de Calanda, de la Ciudad Universitaria de Madrid -que tanto influyó en su generación-, de la época del surrealismo y, en general, de tantos momentos estela res de este siglo demuestran que hay todavía en este anciano in vencible un germen de juventud que nunca se extinguirá. Es verdad, como él lo dice, que perdió hace mucho tiempo el oído, lo cual le privó del placer incomparable de la música. Tiene que leer a duras penas con una lupa y un rayo de luz especial porque está perdiendo la vista, y dice haber perdido también el apetito sexual. Su última película, Ese oscuro objeto del deseo, la hizo hace cinco años, y él considera que será la última. Es decir, es cierto que está enfermo, aburrido por la falta de oficio, con la sensación de que sus amigos le han abandonado y pensando en la muerte cada vez con más frecuencia e intensidad. Pero un hombre que es capaz de analizar su propia vida en la forma en que él lo ha hecho y dejar un testimonio como éste de su mundo y su tiempo no es sin duda el viejo decrépito que él mismo cree ser.

Uno se consuela pensando que la vejez no es más que un estado de ánimo. Cuando vemos pasar a un anciano que no puede con su alma tenemos la tendencia a creer que esos son infortunios que sólo les ocurren a los otros. Se piensa, y ojalá con razón, que nuestra voluntad no tendrá fuerzas para oponerse a la muerte, pero sí para cerrarle el paso a la vejez. Hace unos años encontré en la sala de espera de un aeropuerto de Colombia a un condiscípulo de mi edad que parecía tener el doble. Un rápido examen permitía descubrir que su vejez prematura no era tanto un hecho biológico, como pura y simple negligencia suya. No pude contenerme. Le dije, entre otras muchas cosas, que su mal estado no era culpa de Dios, sino suya, y que yo tenía derecho a reprochárselo porque su deterioro no sólo le envejecía a él, sino a toda nuestra generación. Hace poco le pedí a un amigo que viniera a México. "Allí no", me contestó en el acto, "porque hace veinte años que no voy a México y no quiero ver mi vejez en la cara de mis amigos". Me di cuenta inmediatamente que él tenía la misma norma que yo: no facilitarle nada a la vejez. Mi padre, que ahora tiene 81 años, tiene una vitalidad y un aspecto excepcionales, y sus hijos sabemos que su secreto contra la vejez es muy simple: no piensa en ella.

Hay excepciones, por supuesto, buenas y malas, y lo mejor en este asunto es no pensar sino en las excepciones buenas. Miguel Barnet, el escritor cubano, escribió la biografía de un antiguo esclavo. En el momento de la entrevista, Barnet pudo comprobar que, en efecto, el anciano tenía los 104 años que decía tener, y su memoria era tan buena que parecía un archivo viviente de la historia de su país. Por otra parte, el doctor Grave E. Bird -citado por Simone de Beauvoire- hizo un estudio de cuatrocientas personas mayores de cien años, y sus resultados son consoladores. "La mayoría de ellos", concluye el estudio, "tenían planes precisos para el porvenir, se interesaban por los asuntos públicos, manifestaban entusiasmos juveniles, tenían un apetito sólido y un sentido del humor muy agudo, y una resistencia extraordinaria. Eran optimistas y no manifestaban miedo a la muerte". En cuanto a la actividad sexual de los viejos, hay evidencia de que hacia los noventa años se inicia en ese aspecto una segunda adolescencia. La única condicion parece ser que se haya sido activo toda la vida anterior. Nada enfría más que la frialdad. Tengo un amigo de 85 años a quien alguien le acusó de ser un viejo verde porque le gustan las muchachas de catorce años. Su respuesta fue aplastante: también a los muchachos de catorce años les gustan y nadie les llama viejos verdes.

El problema es que la sociedad, fingiendo veneración y respeto, termina por volvernos viejos a la fuerza. "Con la india más vieja se prueba la flecha", dice un proverbio guajiro. Hace algún tiempo, cuando yo le propuse a un productor que hiciera en cine El coronel no tiene quien le escriba, me contestó de plano: "Los viejos no se venden". En Francia -que en 1970 tenía el promedio de viejos más alto del mundo- se ha conseguido la jubilación a los sesenta años. Es un escándalo. La mejor prueba de la injusticia de esa decisión es que no hay seres más agresivos en este mundo que los ancianos franceses: se disputan los taxis a golpes de paraguas con los jóvenes, se saltan los turnos en las colas a codazos y son capaces de una procacidad devastadora en una disputa callejera. Yo me había preguntado siempre si esos viejos saben que son viejos. No lo sé. Sólo sé que la semana pasada un hombre de 54 años, que se siente en la plenitud de su vida, le dio a un niñito de cinco años un billete de cien pesos. El niñito, feliz, corrió a mostrárselo a su padre y le dijo: "Me lo dio aquel viejito que está allá". El viejito que estaba allá, por supuesto, era yo.

Copyright 1982. Gabriel García Márquez-ACI.

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