30.000 emigrantes marroquíes en Europa se aglomeran en Algeciras esperando embarcar hacia África
ENVIADO ESPECIALLa ciudad exhibe orgullosa a su entrada las cifras de su población, que le sitúan por encima de la barrera de los 100.000 habitantes y muy por delante de La Línea, que ha perdido un 40% del censo en los últimos trece años, tras el cierre de la veda de Gibraltar. Algeciras es, de hecho, la capital del Campo de Gibraltar y la sede del subgobiemo civil de la comarca.
Pero ese orgullo se trueca en horror una vez al año cuando la invasión marroquí ocupa la ciudad durante los últimos días de julio y los primeros de agosto. Siete mil vehículos de matrícula europea transportan a la parte más acomodada de la población emigrante marroquí que trabaja en las factorías de Francia, Suiza, Alemania y los Países Bajos. Son 30.000 personas, nada menos que un mundo aparecido de improviso, que se instala, primero, en las inmediaciones del puerto, luego en todas las calles, paseos y avenidas y, por último, en los recintos ajardinados de los hoteles de lujo y de las residencias privadas.
"Vienen por las carreteras españolas matándose después de horas y horas sin pegar un ojo". comenta un conductor que recorre habitualmente el trayecto entre Málaga y Algeciras. "Cuando uno los ve de frente más vale echarse a la cuneta porque van dormidos y son un peligro público después de tres días sin salir del coche ni para comer".
Cuando Ilegan a Algeciras, sus coches forman hileras interminables y, junto a los policías municipales, impotentes ante la avalancha, han surgido algunos conductores africanos que chapurrean el castellano y se erigen espontáneamente en ordenadores del intrincado tráfico y en intercesores ante las autoridades. Sus compatriotas se someten a sus instrucciones de buen grado y desplazan trabajosamente sus vehículos aquí y allá de acuerdo con sus órdenes. Los Peugeot, los Citröen y aun los Mercedes trasladan en sus bacas aparatosos fardos repletos de utensilios recubiertos con vistosas mantas. Como la estancia se prolonga más de lo esperado, los equipajes se deshacen y los pacientes viajeros improvisan tenderetes en medio de la acampada. Algunos jóvenes más europeizados lucen melenas de pelo trabajosamente estirado y discurren por los escasos espacios verdes de la localidad con indumentarias audaces y gafas de espejo. Pero la mayor parte de sus paisanos no se esmeran en ocultar sus orígenes y pasean en babuchas y hasta provistos de chilabas árabes por entre el raudal de tráfico.
Una avalancha incontrolable
Las mantas, tendidas en el suelo y atadas a los postes urbanos, hacen las veces de tiendas provisionales en las que se protegen los niños y se administra la intendencia del viaje en recipientes de plástico mezclados con teteras plateadas. Esta humana y automovilística se incrementa con los años y desborda siempre las previsiones de las autoridades locales. "Esta avalancha", dice el subgobernador accidental del Campo de Gibraltar, Manuel Natera, "es imposible de canalizar. Apareció de pronto el sábado último y no cesará en unos diez días". La Guardia Civil colaboró con la Policía Municipal señalizando aparcamientos, dirigiendo el tráfico y desalojando algunos parajes, pero hasta que vehículos y personas no desaparecen, engullidos por las bocas de los transbordadores, todo esfuerzo es baldío, porque la afluencia continúa. Las compañías navieras concesionarias del servicio, Trasmediterránea e Insasa, que cubren la línea del estrecho, redoblan sus esfuerzos y llegan a embarcar 10.000 personas y 3.000 automóviles diarios, que son sustituidos por otros tantos cuando apenas los primeros han tocado tierra africana.
Un oficia municipal algecireño exclama: "Lo más duro queda todavía por llegar", mientras se quita la gorra y se seca el sudor que gotea por las sienes.
El fotógrafo se, aproxima seguido de cerca por un marroquí iracundo que le exige, en francés, la devolución del carrete: "Moi, je suis islamique et ma religion ne permet pas photographier les femmes".("Soy islámico y mi religión no permite fotografiar a las mujeres"). En vano se esfuerzan fotógrafo y policía en tranquilizar al árabe: "Llevo diecisiete años viviendo en Bélgica sin beber una gota de vino y respetando el Ramadán y no voy a tolerar que ahora hagan fotos a mi esposa". Con un ápice de rencor en la voz, el agente indica al fotógrafo: "Dile que tiene una cabeza muy dura y que se vaya a quejar a su consulado si no le gusta esto, y además pregúntale por qué tiónen que venir por aquí cada año si ya saben la que se forma". El marroquí, que sí entiende algo de español, responde impasible sin dar tiempo a entrar en acción al traductor: "Les français et les allemands ne vous aiment a vous non plus". ("Los franceses y los alemanes no os quieren tampoco a vosotros".) El policía, burlador-burlado, parece quedar desarmado ante el argumento, pero insiste en conocer las razones del empeño de los marroquíes en embarcar por Algeciras cuando existen otros puertos, como los de Valencia y Málaga, desde los que trasladarse al norte de Africa. El interesado replica impertérrito: "Salí de Bélgica el viernes a las once de la mañana y llegué a Algeciras el lunes de madrugada. Cruzaré el Estrecho el miércoles, después de esperar dos días, y tras desembarcar en Tánger me quedarán todavía mil kilómetros 'hasta Agadir".
Las distancias y las esperas no perturban el ánimo de los marroquíes, acostumbrados, quizá, a vivir en otras coordenadas de tiempo y espacio: Ya sé que empleo en viajar la mitad de mi mes de vacaciones, pero ¿por qué debería cambiar de ruta? Esta es nuestra costumbre. No nos importa la incomodidad ni nos importa el sueño; nacimos en la miseria, y revivirla de cuando en cuando, no le viene mal a nadie", argumenta el viajero marroquí.
Marroquíes de ida y vuelta
Las autoridades españolas de la zona tienen poco que reprochar a los componentes de esta avalancha, salvo su presencia: "El comportamiento de los árabes es irreprochable", dice el subgobernador accidental del Campo do Gibraltar". "No se han presentado", añade, "problemas sanitarios especiales ni altercados violentos".
La perturbación que represen:a la presencia de este apiñaniento formidable no provoca, sin embargo, reacciones airadas entre los algecireños que lo contemplan como un fenómeno natural más, como el bochorno y las cosechas, de los que aportan los meses más tórridos del verano gaditano.
La marea humana discurre apaciblemente y el silencio que flota en medio del gigantesco embotellamiento resulta inquietante hasta que algún español desesperado lo rasga con su bocina impaciente.
Por el contrario, a pocos kilómetros de Algeciras, en la playa de La Atunara, desembarcan a diarió otros grupos de marroquíes bien distintos de los que, a bordo de sus vehículos, se aglomeran en derredor de los ferrys. Son marroquíes indigentes reclutados por traficantes de mano de obra ilegal por unos miles de pesetas.
Según el socialista Rafael Palomino, único parlamentario andaluz por el Campo de Gibraltar, son unos cien a la semana los norteafricanos que, al amparo de la noche, se aproximan con sigilo a la costa y se arrojan al agua para recorrer chapoteando los últimos metros que les separan de Europa. "Echan a correr", añade el citado parlamentario, "hacia el norte y acuden en su mayoría hacia Cataluña, si la Guardia Civil no les intercepta por el camino". Una vez en Cataluña, se contratan a cambio de la comida y el alojamiento y esperan la ocasión para dar el salto le la frontera también clandestiiamente.
Por la misma playa que fue escenario del desembarco de las iuestes norteafricanas de Tarik en el año 711, marroquíes desesperados, marroquíes de ida y melta, suspiran por alcanzar la Europa desarrollada soñando con volver a instalarse, años después, en Algeciras por unos días a bordo de un coche propio mientras llega la hora de embarcar hacia Tánger.
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