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Reportaje:

Juegos de guerra, premonición del holocausto nuclear

Ariel Dorfman

Ellos no tienen por qué meditar acerca del Nivel Cero para intuir lo que podría ocurrirles. Durante un rato han sido, fueron, el Nivel Cero, la zona donde van a dar todas las bombas.Están jugando con video-games, los juegos de vídeo.

Meten otra moneda a otra máquina y, una vez más, se han ganado el derecho al combate final, el derecho a que el mundo siga vivo.

La mayoría de los expertos y de los jugadores no estaría de acuerdo conmigo. Los juegos de vídeo, que se han convertido en una industria billonaria que da más dividendos en un año que todos los filmes estrenados en el mismo período, han suscitado muchas opiniones, ninguna de las cuales los relaciona con la guerra nuclear.

"Es una actividad irresistible", proclama un científico de Los Angeles, "donde los jóvenes aprenden a relacionarse con la tecnología del futuro, aprenden a resolver sus problemas, a experimentar el éxito...". Es un juego, sugieren otros, que permite liberarse de la agresividad.

Además, agregan los estudiosos, por cada niño que roba para alimentar su vicio hay centenares que dejan de tomar drogas. Así tienen la cabeza clara y la mano alerta. Un psiquiatra ha explicado que es un modo de que los jóvenes poco atléticos puedan recibir la admiración de sus más musculosos semejantes.

Pero la opinión más generalizada debe ser la de cualquier jugador: "¿Juegos de vídeo?", me diría, me gustan porque me divierten".

Tiene razón.

Incomunicación frente a los monstruos

Claro que no me creería; no tiene por qué hacerlo si yo le informo que, además de ese evidente motivo, le lleva a jugar el hecho, antes que nada, de que puede apretar un botón que desata una guerra nuclear. Y puede hacerlo, puede hacerlo y no morir.Sobrevivir, eso es lo fundamental.

Casi todas las máquinas de vídeo más populares tienen como tema una guerra en el espacio.

Sobre una pantalla de televisión ecológicamente vacía, un baldío de pantalla negra que amenaza devorarse el universo, desciende un enemigo implacable.

La inhumanidad de ese adversario, su falta de valores, cancela toda comunicación con él, toda historia anterior, toda negociación previa. Con los exterminadores no hay cómo dialogar. Monstruos, insectos, calaveras, robots, lanzas y figuras geométricas, pesadillas de un experimento de Rorscharch, no tienen otra función que destruir. Están armados, al igual que el jugador, con armas cuyos nombres se han extraído del arsenal nuclear, siglas que usan los estrategas. Pero, a diferencia de él, sus recursos son ilimitados, inagotables. Esta vulnerabilidad del jugador, el hecho de que no cuenta con armas ni vidas infinitas, es lo que convierte su misión primaria en una de autopreservación. "La defensa, más que el ataque", nos murmuran los libros que, como siempre en la sociedad norteamericana, enseñan cómo profesionalizarse y ser un experto en la materia; "la defensa es la prioridad. Si te matan, no podrás ganar puntos". Quien quiera jugar debe aceptar su transformación en una máquina militar, instintiva y precisa: somos nuestros ojos, nuestros dedos, el sistema nervioso que los coordina. La sensibilidad, la inteligencia, las emociones, la cultura, nos están profetizando, nada tienen que ver con la supervivencia.

Esta es la guerra, hijo. Pero es además una guerra que no puede ganarse.

Tecnología bélica

No recuerdo ningún otro juego en la historia de la humanidad donde el jugador sabe, desde el comienzo, que ha de perder, donde esa irremediable pérdida ha sido inscrita en las reglas mismas.Al jugador no le queda otra alternativa que acumular tiempo, coleccionar naves extras o vidas, postergar el exterminio. Se sobrepone a la ola de invasores, se prepara para la próxima, la sobresalta, se tensa en espera de la que viene. La histeria es parte ineludible de la aventura. Cada éxito vuelve al enemigo más rápido, más abrumador. No existe una tregua entre un protagonista al que aguarda la muerte y una perpetuidad de adversarios desechables, renovables. No hay momento para descansar, como en otros juegos; la oportunidad para un respiro. Pantallas, bunkers, rincones donde uno puede esconderse; todos los intervalos son breves, evanescentes y hasta pueden significar (como en Asteroids, cuando se usa el hiperespacio para evadirse) el riesgo de una explosión. En uno de los juegos, Defender, el más hábil de los jugadores a veces se gana el derecho a revivir su civilización desde las cenizas. Pero es un ave fénix fraudulento. El planeta renacido es una repetición del más viejo; es necesario enfrentar, otra vez más, una caterva de mundos idénticos y belicosos.

No hay escapatoria. Hasta el más perfecto jugador se fatiga y, finalmente, sucumbe.

Cuando llega el desenlace, siempre es el mismo: la nave, el humanoide, el triángulo se derriten, se vaporizan, desaparecen. Tal como no hubo historia que condujo hasta esta conclusión, así ahora no hay un cadáver, un fragmento. Ni polvo hay.

La guerra ha terminado y, como era de esperar en una confrontación nuclear, la hemos perdido.

Los juegos de vídeo, tal como los tenemos en su presente forma, serían inconcebibles si el mundo no dispusiera de los medios para hacernos a todos volar en pedazos. No se trata tan sólo de que la tecnología que engendró los verdaderos cohetes es también responsable por aquéllos, falsos e ilusorios, que unicamente matan en una pantalla. Tampoco se trata de que los juegos de la máquina imitan la estrategia, la puntería, el idioma de los juegos-de-guerra que se efectúan en salas auténticas, con auténticos adultos en auténticos uniformes. (Newsweek ha llegado incluso a informar que el Pentágono ha venido utilizando versiones de estos juegos para entrenar a sus soldados).

Es más que eso, más que un alcance de origen o una similitud de estructura y lenguaje. Los juegos de vídeo no podrían existir sino en una sociedad en que el apocalipsis ha dejado de ser una palabra bíblica para transformarse en una posibilidad a corto plazo. Esas escenas no ocurren bajo lejanas constelaciones ni comprometen a feroces seres foráneos.

Defender seis ciudades

Para probarlo, basta con observar el único video-game, Comando de misiles (Missile Command), que abierta, hasta diríase flagrantemente, trata de la guerra nuclear. En él, el jugador debe defender seis ciudades norteamericanas (hay una versión, Alerta roja -Red Alert- que internacionaliza el conflicto, con cinco ciudades europeas, más Nueva York, bajo ataque) derribando sputniks, bombas atómicas y misiles balísticos intercontinentales. Pero lo que parecía apropiado para la flotante y náufraga multitud de las salones recreativos, para quienes juegan en los drugstores y los restaurantes de comida barata, no era tan confortable en el sacro recinto del hogar. Cuando Atari convirtió este juego para su uso en la televisión en los hogares (lo que se llama home video, y que hoy usa el 8% de la población norteamericana), los rusos habían desaparecido y, en su lugar, estaban los conquistadores del maldito planeta Krytol, que descienden sin misericordia sobre los pacíficos y laboriosos zardonianos. Nosotros podemos realizar la misma milagrosa operación que Atari, pero al revés. La compañía situó en las estrellas un conflicto que es de nuestro planeta. Bastará con que nosotros bauticemos con nombres orientales o eslavos a los invasores del espacio para comprender que estamos ante una versión disfrazada de lo que ocurre en nuestra Tierra.Así que no importa cómo se llame el juego. Comando de misiles se refiere al mismo conflicto bélico que Gorf, Galaxians o Space Invaders. A los rivales se les modela con las formas más increíbles: robots, relampagazos de energía pura, arañas, escorpiones, pelotas que todo lo aplastan, pero siempre, finalmente, es la muerte, la aniquilación, la que nos espera.

Estos juegos de guerra parecen constituir, por ende, un modo de enfrentar un holocausto eventual. Hermann Kahn, el futurólogo, escribió un libro sobre la guerra nuclear, minimizando su importancia, llamado Pensando lo impensable. Tal vez no vio en su bola de cristal que el futuro inmediato le depararía un modo no de pensar, sino de sentir, tocar, manejar lo impensable. Juegos como éstos purgan a la guerra nuclear de su distancia e irrealidad, desecan su invisible sombra cotidiana y le brindan al jugador una función en el fin del mundo, permitiéndole una premonición, y hasta un papel, en su propia muerte.

Cumplimiento y respuesta de nuestros temores

Puede visualizar en términos militares, tal como alguien que estuviera en una sala remota bajo tierra o mar, aquella escena que comenzaría unos instantes después del intercambio balístico.El juego le presta un marco de referencias a una destrucción tan delirante que, una vez desatada, rompería todas las reglas.

Al jugador se le otorga, por lo menos, en la flor de sus dedos un control mínimo de un futuro inimaginable cuyas consecuencias sobrepasan su capacidad de anticipación, cuyo guión sólo vagamente sospecha.

Pero el jugador no es únicamente un guerrero. También es un testigo que ha de venir y ver, por mucho que, a diferencia de Julio César, no venza. El ritual que pronostica el desenlace y el terror resulta, al mismo tiempo, un modo de consolar a su protagonista. La nave puede extinguirse, pero el cuerpo real, en la sala de juego, sigue respirando. Tal inmortalidad va más allá de lo físico; si el jugador sobresale, puede inscribir sus electrónicas iniciales en el tablero de la máquina.

De manera que, si los juegos de vídeo cumplen, diríase que ejecutan, nuestros temores, también los responden. Penetramos en el reino del fuego último, residimos en su drama y logramos su postergación. Es aquel sueño que amparamos de niños y que muchos todavía seguimos coleccionando: al ser castigados, poder morir y observar las reacciones de los que lamentan nuestra desaparición.

Los juegos de vídeo resucitan aquellas viejas desilusiones infantiles. Por una moneda podemos experimentar el suicidio colectivo y, junto a él, su refutación. Esta posibilidad de presenciar la muerte, de vivirla sin riesgos, siempre ha estado en la base de gran parte de la actividad lúdica del ser humano, pero nunca hasta ahora la tecnología había permitido al hombre cumplir cabalmente ese ansia.

Los mismos adelantos en computación electrónica que garantizan la precisión de los misiles reales y efectivos permiten crear máquinas que dan la ilusión de sufrir un final total y, a la vez, sobrevivirlo.

Las pantallas comprometen y sumergen al jugador más que la televisión, porque le dejan, además de observar, ser activo. Participa y reacciona, y, simultáneamente, se torna espectador, distanciando su cuerpo de la acción y sus consecuencias. Esta mezcla de lo real y lo irreal parece un símbolo perfecto de la vida en nuestra época.

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