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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Partido Demócrata Liberal

LA CREACION del Partido Demócrata Liberal, nacido de la Federación de Clubes Liberales presidida por Antonio Garrigues, tiene al menos la virtud de acabar con la confusión que había rodeado a un proyecto electoral y polítíco disfrazado hasta ahora de tertulia ideológica. La inicial estrategia de incluirse en UCD con la ayuda del presidente del Gobierno y de algunos de sus ministros, descontentos del pragmatismo centrista y deseosos de apropiarse de señas de identidad respetables, comenzó a deteriorarse en el pasado septiembre, cuando Antonio Garrigues rechazó la oferta de sustituir a Fernández Ordóñez en la cartera de Justicia, y terminó en naufragio con el fracaso de Pedro López Giménez, secretario de organización del centrismo y hombre vinculado al movimiento liberal, en las elecciones andaluzas. En esa pequeña historia de desencuentros y desengaños también debe figurar la marginación de Eduardo Punset, que encontró en su camino la presidencia de una empresa pública pero perdió un ministerio, y la frustración de Eduardo Merigó, que no logró ser nombrado secretario de Estado para el Deporte en el Ministerio de Cultura regido por Soledad Becerril. En cualquier caso, la ficción de que los clubes liberales eran instituciones dedicadas a la investigación y al debate, alejadas de la actividad partidista y compatibles con la pertenencia a UCD, no podía sostenerse por más tiempo cuando el reloj de las próximas elecciones había iniciado ya la cuenta atrás. Corresponde ahora a los malabaristas de la doble militancia echar sus cuentas y decidirse por las siglas que más convengan a sus ideas o a sus intereses.El manifiesto del nuevo partido, cuyo congreso fundacional se celebrará a finales de la próxima semana, es un documento de circunstancias. Nadie debe escandalizarse, sin embargo, ante la debilidad de un texto cuya meta no es otra que rellenar el expediente exigido a cualquier formación política que busca un lugar al sol en la hacinada vida pública española. El PDL pretende enlazar "con la tradición más progresista del liberalismo español" y quiere incorporar "a su acervo las enseñanzas de la ciencia y de la historia". El documento incluye el elogiable propósito de luchar por un Estado de derecho "en el que se limite el poder de unos hombres sobre otros y el de la sociedad sobre el individuo", y anuncia su intención de "vigilar atentamente que los derechos humanos sean respetados, y las libertades individuales, protegidas". El reforzamiento de la sociedad civil frente al Estado y la defensa de las autonomías territoriales frente al centralismo burocrático también ocupan su lugar en el credo del PDL. Sin embargo, el cántico del manifiesto a la igualdad de oportunidades y su voluntad de conseguir "el destierro de la ignorancia y la supresión de las relaciones de dependencia" no parecen totalmente compatibles con la estatofobia que transpiran otras partes del documento. Todavía no se han inventado las fórmulas de autorregulación social que sustituyan a las administraciones públicas en esa tarea redistributiva y en esa oferta de servicios de educación, sanidad, jubilación y vivienda que hacen menos estridentes las desigualdades. De otro lado, no sólo el Estado dificulta o prohíbe el ejercicio de esas "libertades reales" que el PDL desea proteger. El rechazo de un "Estado fuerte y omnipresente que planifique, intervenga y dirija los más particulares aspectos del actuar humano" y la afirmación de que "el control económico por el Estado conduce inexorablemente a su dominio sobre la vida de los ciudadanos en todas sus parcelas" parecen, en una España con dos millones de parados, una incompetente administración pública y un escandaloso déficit de equipamientos colectivos, una operación de diversionismo político o una broma de escaso gusto. Los enemigos de la libertad, partidarios de mantener "el poder de unos hombres sobre otros", también se cobijan en centros de decisión económicos y sociales instalados a extramuros del Estado. En este sentido diricilmente contribuirá a la credibilidad del PDL, aunque proclame su compromiso con "un sistema solidario de leyes y servicios sociales", el currículo de algunos de sus dirigentes, que proceden de medios vinculados con los grandes poderes financieros españoles e internacionales.

El PDL aspira, sin duda, a participar en el reparto electoral que va a tener lugar en los próximos meses. Parece poco probable que el nuevo partido comience su vida política con una travesía por el desierto y se resigne a comparecer en solitario ante las urnas. Un eventual acuerdo del PDL con Fraga no es, desde luego, descartable, pero la formalización de ese pacto convertiría en papel mojado su manifiesto programático y dejaría en una incómoda situación a quienes creen que este partido ha recibido la herencia política de Joaquín Garrigues, cuya memoria no resulta compatible con Alianza Popular. Queda otra posibilidad. Si la intransigencia de Fraga hiciera imposible el acuerdo con el nuevo grupo de Oscar Alzaga, y si el Partido Demócrata Liberal renunciara a la aventura de la gran derecha, el presidente del Gobierno podría convertirse en catalizador de una alianza electoral que incluyera a la UCD de Landelino Lavilla, al Partido Demócrata Popular de Oscar Alzaga y al Partido Demócrata Liberal de Antonio Garrigues. Regresaríamos así a la fórmula, ensayada con éxito en la primavera de 1977, de ganar las elecciones desde el palacio de la Moncloa. Pero la diferencia entre aquellos tiempos y la situación actual es que el Ministerio del Interior, los gobernadores civiles y la televisión no poseen ya las mágicas llaves de las urnas. Y que UCD llegará a ellas deteriorada de prestigios, plagada de miseñas y enervada de contradicciones.

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