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Una asignatura falsa

Lo curioso es que a estas alturas, todavía en gran parte del mundo colegios y universidades mantengan en sus planees de estudio una asignatura titulada "filosofía". Y como ésta, otras, desde luego. Pero el caso de la filosofia resulta tremendamente obvio, y vale como indicio de lo que pueda ocurrir en los demás terrenos. Porque no hay una filosofía: de hecho, ha habido y hay tantas filosofias como filósofos, unas más relevantes, otras menos, y, en cualquier circunstancia, lo que un profesor hará desde lo alto de su tarima es explicar la suya. En una cátedra de Anatomía, de Geología, de Matemáticas, de una ciencia-ciencia, la materia didáctica no puede no presentarse como -digamos- universal. Habrá casos y momentos en que se interfieran cuestiones problemáticas y, en consecuencia, disparidad de criterios, de doctrinas, de apreciaciones: serán, sin embargo, incidentales, por más importantes que parezcan. Al fin y al cabo, las ciencias-ciencias, sometidas a continua rectificación, nunca dejan de ser un saber acumulativo. No ocurre así en las filosofías: entre ellas no hay rectificación, sino refutación, y cada una empieza por su cuenta, ex novo, con principios distintos y, generalmente, inconciliables. Yo recuerdo que en mis tiempos de alumno sólo se impartían clases de cierta filosofía: una especie de escolástica rudimentaria y pía. Cuando, durante el curso, se hacía referencia a otros sistemas era, como digo, para refutarlos y, de rechazo, hacer que la verdad tomista brillase aún más. Hablo de la época de Franco, de la posguerra concretamente, cuando el monopolio clerical disfrutó de sus mejores alegrías. En el fondo, la filosofía servía para ideologizar al alumnado. Y así ocurrirá siempre, por más que se xhiba la patente de la libertad de cátedra. Esta libertad, en efecto, es para los catedráticos: el personal discente aguanta el rollo porque lo que cuenta es el aprobado, y suerte habrá si consigue inmunizarse frente al chaparrón dogmático que le viene encima. Lo de menos es que el titular sea kantiano, hegeliano, marxista, fenomenólogo, heideggeriano ique sea.

Las lecciones supondrán, sin duda, un intento de inculcar una filosofía, descartando o -insisto- refutando las restantes. La maquinación se basa en la inercia: en una tradición de origen medieval. Es secundario, para este enfoque, que en la Edad media, y luego, hubiese cátedras de filosofía dispares: según el Aquinata, según Escoto, según quien fuese. Ello, en realidad, ya advertía que no había una sola disciplina.

En el fondo, toda filosofía es propaganda: plúmbea a menudo, recargada de sutilezas, complicada, pero propaganda. O, si se quiere, ideología, en el peor sentido de la palabra. Tras los solemnes conceptos al uso, desde el ente al noumeno, desde el tiempo a la nada, desde la existencia al espíritu fluyen intenciones y trampas preparadas para engatusar al cliente y conducirle a tal o cual redil ya no propiamente filosófico. Político, por ejemplo. No hay filosofías; inocentes, si se me permite el aforismo. La famosa libertad de cátedra tuvo, históricamente, la ventaja de que rompía la monolítica hegemonía eclesiástica. Pero no era una salida del círculo vicioso que el mismo término filosofía implicaba en tanto que enseñanza: un librepensador es un pensador como otro cualquiera y con idénticos propósitos. "¿Cada maestrico tiene su librico?". Pues, en última instancia, eso. El librico, existiese o no, significaba algo así como un comecocos doctoral: de derechas o de izquierdas, es lo mismo. Mirando el asunto desde un ángulo distinto, un buen catedrático de filosofía sería el que explicase la suya, original, sin la pretensión de que los chicos matriculados se la tragasen sin crítica. Algo parecido a lo de enseñar literatura.

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¿Qué literatura cabe enseñar, cuando pululan tantas opciones literarias creadoras? En mi bachillerato teníamos preceptiva literaria, gracias a cuyas nociones alcanzábamos a distinguir un soneto de una octava real. El resto era pura filfa. Bien mirado, cuando en los centros académicos se habla de literatura lo más frecuente es que se trate de historia literaria. No hay otra manera racional de explicar literatura: la li

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teratura es un hecho extrauniversitario, y sólo puede entrar en las aulas como acontecimiento digno de análisis, desde Homero a Kafka o a quien convenga. Acontecimientos culturales son las filosofías, y sólo como historia de las filosofías deberían ser acogidos en un programa académico. Un catedrático-poeta puede explicar su poesía, como un catedrático-filósofo su filosofía: las suyas, respectivas. Y, de cuando en cuando, eso será interesante, plausible incluso. A base de que el episodio sea asumido con cierto distanciamiento. Y me temo que las propias historias también se ofrecen manipuladas a los alumnos. ¿Qué grado de objetividad será posible en la historia?

En todas las historias, por supuesto. ¿Es la historia una ciencia? Este sería otro tema a debatir, y en el cual no entraré yo ahora.

Y no ignoro que también la objetividad de las ciencias-ciencias ha sido puesta en tela de juicio. Quizá no hay manera humana de llegar a una objetividad cualquiera, y las teorías del conocimiento, justamente las de las ciencias de veras, lo tienen en cuenta. La metodología, el instrumental, el mismo investigador, deforman en cierto modo la cosa a investigar. Y si eso ocurre a este nivel, ya podemos imaginar lo que pasa en las llamadas ciencias humanas, tan capciosas en sus propósitos: la sociología, la economía, la antropología, la psicología, y lo demás. En estos ámbitos, salvando el dato desnudo -¿y con qué garantías de certidumbre?-, el subtrato filosófico es una amenaza permanente. Un sociólogo o un economista es un señor impregnado de prejuicios sectarios, y sus juicios son el corolario correspondiente: poco de fiar. Un histólogo, un físico nuclear, un matemático puede que también: pero no tanto. Estos oficios implican unas verificaciones pragmáticas de que carecen los otros. Si los chismes astronáuticos llegan a la Luna, los cálculos previos, mañana desechables, han servido para algo. De eso vivimos, no de Platón. Sería una bobada concluir que las filosofías han sido y son inútiles: ¡y tan útiles como son! Los sucesivos modelos de alienación que la sociedad ha sufrido de ellas proceden. A beneficio de alguien.

Por lo demás, todo se presta a la propaganda, a mentalizar -¡qué verbo!- a la gente. Los políticos se dedican a eso: al engaño pro domo. Otra palabreja de moda es credibilidad. Se habla de la credibilidad de un Gobierno, de un partido, de un líder, de un concejal de pueblo. Es una reminiscencia sacristanesca: ¿por qué hemos de creer? Ni siquiera de fiarnos, que nos reporta a una retorcida etimología comercial. La única defensa que nos queda sería el choteo: tomarlo a broma. Pero alertados con la mayor lucidez... Cuentan de un maestro laico que, para que sus alumnos aprendiesen a restar, les hacía esta pregunta: "Tú tienes cuatro manzanas, y viene el cura y te roba tres, ¿cuántas te quedan?". El niño, además de saber restar, concluía que el señor rector robaba manzanas a los nenes. El chascarrillo podría ser vuelto de] revés: "Tú tienes cuatro manzanas, y viene el alcalde comunista y te roba tres, ¿cuántas te quedan?". La pedagogía, otra seudociencia, permite estas estupideces. Salvando las distancias, la propaganda se basa en tomaduras de pelo parecidas. O sea: la sociología, la economía, la historia, la antropología, ¡las estadísticas!, la política, la filosofía... Y podemos sospechar que en los laboratorios más sofisticados, donde se planean medicamentos salvadores y bombas apocalípticas, las ideologías no están ausentes. Y si ni Freud ni Einstein ni Oppenheimer no cumplían ya con la Sinagoga, estuvieron condicionados por su prepucio inmolado. Y los papistas, con sus sacramentos que imprimen carácter. Y la familia leninista. Y usted. Y yo. Este es el drama.

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